Pocos libros marcaron tanto una época como El fin de la historia de Francis Fukuyama. La tesis central de esta obra, publicada en 1992, es que con la caída del Muro de Berlín la lucha entre las ideologías había llegado a su fin. Si bien a partir de ese momento podían producirse retrocesos, lo cierto es que la democracia liberal, junto al capitalismo, habían finalmente triunfado y se expandirían por todo el mundo. Por otra parte, sus grandes rivales, el comunismo y el fascismo, habían fracasado.
Pero la historia nos da sorpresas. El análisis de Fukuyama había dejado de lado otra visión de la sociedad: la del conservadurismo. Esta tradición de pensamiento y gobierno es alimentada por diversas corrientes, entre las que se encuentran la doctrina de la Iglesia Católica y el pensamiento del filósofo alemán G.W.F. Hegel y del británico Edmund Burke. Para los conservadores, el bienestar de los individuos y de la comunidad depende, en gran medida, de la fortaleza de la sociedad civil y de los grupos intermedios que la componen -siendo quizás las familias y las agrupaciones religiosas los más importantes. El Estado y las libertades individuales son aceptados, pero únicamente como parte de una organización social más amplia y profunda que, según el conservadurismo, promueve la buena vida.
Durante el conflicto entre Occidente y la Unión Soviética, conservadores y liberales, que históricamente habían sido rivales, conformaron una alianza intelectual y política que tuvo como principal objetivo enfrentar al comunismo. Pero una vez finalizada la Guerra Fría el liberalismo se alejó de las posturas que defendieron dirigentes como Reagan y Thatcher para adoptar aspectos del ideario progresista -como son la agenda de género o el rechazo a todo tipo de nacionalismo. Emergió entonces el liberalismo progresista de nuestros días, aquel que defienden políticos como Trudeau y Macron. En parte por convicción y en parte por conveniencia, el liberalismo progresista se terminaría convirtiendo en la ideología de gran parte de las élites, aquellas que defienden al liberalismo en lo económico (globalización, libre mercado…) y al progresismo en lo social (secularismo, feminismo…).
Si en su momento el triunfo de la democracia liberal fue el gran catalizador de la historia, hoy parece serlo el rechazo al liberalismo progresista y a las élites que lo postulan. Cuando recorremos el mapa del mundo, observamos el surgimiento de una nueva camada de líderes políticos que a las posturas tradicionales del conservadurismo le suman un fuerte elemento antielitista. Entre ellos se encuentran Trump en Estados Unidos, Putin en Rusia, Boris Johnson en Gran Bretaña, Modi en India, Erdogan en Turquía, Bolsonaro en Brasil y Netanyahu en Israel.
¿Qué características tienen estos líderes y su ideología, a la que denomino conservadurismo popular? En primer lugar son nacionalistas. También son capitalistas, pero desconfían de la versión más ambiciosa de la globalización. Rechazan, por ejemplo, la libre migración y están dispuestos a imponer barreras al libre comercio para incrementar los ingresos de algunos sectores de la población o ejercer presión sobre otros Estados.
Se oponen asimismo a la agenda progresista y llaman a defender el modelo tradicional de familia. Celebran, por otra parte, la participación de la religión en la esfera pública y suelen formar alianzas con las instituciones religiosas de sus países. En política internacional son realistas. Por lo tanto, evitan ideologizar la política exterior y no buscan expandir un determinado modelo de gobierno alrededor del mundo. Otras características son su lenguaje “políticamente incorrecto” y su hábil manejo de las redes sociales, a las que utilizan para “saltearse” a los medios tradicionales de comunicación.
Mientras que los conservadores tradicionales se mostraban moderados y respetaban las jerarquías sociales, los conservadores actuales atacan al establishment porque consideran que, debido a su progresismo y liberalismo, ya no representa los intereses y los valores de sus sociedades. Esto incluso los ha llevado a cuestionar ciertas instituciones republicanas y a promover una forma más directa de democracia en la que ganan protagonismo los hombres fuertes y los plebicitos -como el que definió la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea.
Hoy el conservadurismo popular se encuentra en plena expansión. Es probable que Tump gane su reelección, Johnson ha transformado al Partido Conservador Británico en un partido conservador popular y Modi instaló exitosamente el nacionalismo hindú en India. En nuestra región, los índices de aprobación de Bolsonaro han subido. Por lo contrario, liberales progresistas como Macron y Trudeu sufren bajos niveles de aceptación y enfrentan conservadores populares en sus países.
Las implicancias del auge del conservadurismo popular son enormes y afectan la vida de millones de personas. Modifican, por tomar un caso, las relaciones entre los Estados. Por un lado facilitan la estabilidad del sistema internacional -las guerras causadas, o justificadas, por motivos ideológicos se han vuelto menos habituales- pero por el otro dificultan, debido al mayor nacionalismo, el tipo de cooperación que resulta necesario para combatir el calentamiento global o establecer políticas comerciales y monetarias que eviten una nueva crisis económica global.
En definitiva, el ascenso del conservadurismo popular es el tema de nuestro tiempo. ¿Llegará en algún momento a la Argentina?
El autor es secretario general del CARI y global fellow del Wilson Center.