Un presidente, siempre, es alguien en el que los demás perciben lo que les da la gana. No importa lo que diga ante la Asamblea Legislativa o haga en su mandato habrá quienes lo vean como un prócer o un villano, un gran líder o un incapaz. Alberto Fernández será en un rato, cuando pronuncie su discurso, un Presidente que viene a reparar, de a poco, los desaguisados que hicieron los gobiernos que lo precedieron, un inútil que no tiene plan económico, un moderado, un lobo con piel de cordero, un intérprete fiel del espíritu de Nestor Kirchner, un tibio socialdemócrata, el líder de un gobierno que empieza a repartir dinero entre los más necesitados, o el que recortó los ingresos de los jubilados de 20 mil, el que reforma la justicia, impulsa la legalización del aborto, recompone relaciones con el mundo occidental o anuncia remedios para los jubilados, o el que ajusta para hincarse ante el FMI, o el que ha venido para imponer la impunidad, la venganza y la corrupción. Será el que le pone límites a Cristina, la mejor expresión de Cristina, la coartada de Cristina, el títere de Cristina, el verdugo de Cristina, el que volvió mejor o el que volvió peor.
No hay manera de evitarlo: un presidente está siempre en el medio de todas las discusiones, y las percepciones sobre él varían mucho según la formación, o las historias personales de quienes lo miran y a veces, sin elementos suficientes, lo juzgan. Esos debates, que en las redes se dan de manera tan ingenua y ardorosa, son irresolubles. Hay que tener muchas ganas de tener razón para involucrarse existencialmente en ellos, como si discutir quién es de verdad un Presidente fuera cuestión de vida o muerte. Por eso, cuando un presidente empieza a andar, tal vez haya preguntas que ayuden a orientarse en medio del griterío. Entre ellas, hay una que tiene una respuesta dramáticamente incierta: ¿podrá? ¿Será capaz de hacer bien su trabajo?
En ese sentido, la incertidumbre apunta a un área central de su gobierno. Hoy Fernández hablará sobre el aborto, la reforma judicial, el alivio para los más pobres entre los pobres, la recomposición de relaciones con el mundo occidental. Las personas más involucradas en el proceso político mirarán con atención la gestualidad de su relación con la vicepresidenta, que es un tema central de su gestión. Habrá aplausos, resistencias, ovaciones y tal vez algún abucheo. Todo eso será intenso y efímero al mismo tiempo pero no será nada al lado del desafío más significativo que enfrenta y que es la reconstrucción de una macroeconomía que le permita al país tener un horizonte. ¿Podrá Fernández, en ese sentido, reparar el daño que le produjeron a ese sistema Cristina Kirchner y Mauricio Macri?
En ese sentido, la próxima vez que Alberto Fernández le hable a la Asamblea se sabrá si tuvo éxito o fracaso en su primera apuesta fuerte, que es la de evitar el default. El gran esfuerzo, incluso a nivel físico, que desarrolló Fernandez en estos meses consistió en generar un marco diplomático que lo rodee y apoye en la negociación con los acreedores privados. Pero en esa negociación, que es la central, tuvo algunos fracasos: bonos en pesos que no pudieron ser renegociados, bonos de la provincia de Buenos Aires que se pagaron completos luego de amenazar con no pagarlos. Nadie, ni siquiera Fernández, sabe como terminará esa negociación complejísima.
La semana que termina, en el Frente de Todos, empezaron a aparecer voces para las cuales un default sería preferible a un “mal acuerdo”. Otras personas del espacio plantearon posiciones alternativas. Carlos Heller, por ejemplo, explicó que el default sería una tragedia que se debe evitar, pero que un mal acuerdo sería muy problemático porque volvería a dejar a la Argentina al borde del default. El ex viceministro Emmanuel Álvarez Agis fue tajante: “Yo prefiero un mal acuerdo, al default”. Finalmente: ¿qué es un buen o un mal acuerdo? ¿Se puede saber eso antes de que se conozcan sus resultados?
En cualquier caso, más allá de la estrategia amigable de Fernández, nadie sabe qué pasa del otro lado del mostrador: hasta dónde los acreedores están dispuestos a ceder. ¿Hay alguien dispuesto a negociar en Wall Street? La cuenta regresiva avanza de manera cada vez más veloz. El gobierno de Fernández, y la calidad de vida de los argentinos, serán muy distintos si el país entra o no en cesación de pagos. Es, así de sencillo y radical: una definición a suerte y verdad.
Después de eso, está la economía local, lo que ocurre en la sociedad más allá de la deuda. En estas pocas semanas, la Argentina ha conocido las ventajas inmediatas de un estricto control de cambios. Cuando el dólar se aquieta, todo se tranquiliza. Después de dos años de andar a los saltos, por un rato, aun con los gravísimos problemas sociales heredados, parece haberse instalado cierta serenidad, alejado la sensación de caída libre. El 2,3 por ciento de inflación de enero, y algo así para febrero, permiten pensar que el año termine por debajo de 40, aun si se mueven un poco el dólar y las tarifas, y que sobre el final se produzca una tenue recuperación, por primera vez desde que estalló la crisis en marzo del 2018.
Pero, ¿y después?
Una de las críticas más razonables al Gobierno es que no exhibe una estrategia macroeconómica clara. La respuesta más frecuente a ese planteo es que está sesgado por la ansiedad: un Gobierno que asume en condiciones terminales solo puede encontrar la salida, si es que la encuentra, por medio de un proceso lento y prudente de ensayo y error, donde las principales variables sean controladas para que no enloquezcan. No tienen plan, dicen de un lado. Del otro responden que se han desindexado salarios y jubilaciones, que lo poco que sobra se reparte abajo para que no salga del circuito sino que se invierta en alimentos y consumo directo, que el control de cambios es el eje de una política económica distinta, y el esfuerzo fiscal también.
Pero hay preguntas muy dramáticas que aún no encuentran respuesta. Si el dólar se queda quieto, acumula atraso cambiario y se transforma en una bomba de tiempo, si se mueve impulsa hacia arriba la inflación y la incertidumbre. Si las tarifas se congelan desincentivan la inversión, si se aumentan angustian a todo el mundo y ahogan el consumo y la producción. Eso se traslada a cada rincón de la economía. Y, finalmente, si lo único que le permite a la Argentina ir saliendo del atolladero es una estrategia definida para conseguir dólares, ¿en qué medida o plan del Gobierno se puede percibir esa intención? ¿cuál es el impulso que se le da al sector exportador? El control de cambios, decía Allberto Fernández en campaña, es una puerta giratoria trabada: nadie sale, pero tampoco nadie entra; nadie fuga capitales pero nadie los trae. Por ahora, se sienten los efectos de lo primero. En poco tiempo se sentirá lo segundo. Y, sin inversión, ¿hay programa posible de mediano plazo?¿Está haciendo Fernández esfuerzos reales para atraerla? ¿Hay un relato en ese sentido, donde aparezca la inversión como algo central? ¿Dónde se escucha? ¿Será capaz, por una vez, el peronismo de atraer capitales sin reeditar la década del noventa?
El Gobierno tiene todo el derecho de responder que esto recién empieza, que un Presidente no puede resolver problemas de décadas en diez semanas, que quienes le exigen un plan económico cerradito le tuvieron demasiada paciencia a las extravagancias de su predecesor. Pero, ¿está ganando tiempo o lo está perdiendo?
En un país que tiene mucha gente con respuestas cerradas, tal vez la mejor manera de entender el comienzo de un recorrido muy complejo, sea hacerse preguntas. Este señor que hablará a la Asamblea Legislativa está apenas arrancando con un trabajo dificilísimo. Ya está subido al toro mecánico. El toro se mueve. Cada día un poquito más fuerte. ¿Podrá? ¿Será capaz de hacer bien su trabajo? ¿O caerá a la arena, como casi todos los que lo antecedieron?
Es, realmente, difícil de entender que alguien desee ser presidente.
Debe haber formas más agradables de vivir la vida.