El pasado 31 de enero, el Cato Institute publicó una interesante nota de Neal McCluskey, director del Cato’s Center for Educational Freedom. Sus conceptos exceden la realidad americana y aplican sin duda a nuestra realidad educativa, en un momento en el cual discutir la hoja de ruta para revertir el crítico escenario reflejado por los más diversos indicadores constituye la prioridad.
La nota discute dos esferas de la libertad: la libertad de actuar y la preservación de una sociedad en la cual exista diversidad.
La libertad de actuar significa esencialmente maximizar la autodeterminación, asegurar la libertad frente al uso de la fuerza; es decir, que no se use la coerción sobre los demás. Por supuesto, que ello implica que el gobierno trate a todas las personas por igual y no favorezca a unas, o desfavorezca a otras, en sus intentos por alcanzar sus objetivos en la vida.
La libertad educativa, entendida como el derecho de los padres a decidir la educación de sus hijos, es consistente con dicha acepción de la libertad, y la educación pública no lo es. La educación pública implica intrínsecamente que el gobierno toma dinero de los contribuyentes y dice: “Esto es lo que los niños aprenderán, o no aprenderán y si sus padres desean o necesitan algo más para sus hijos, deberán pagar dos veces por dicha educación diferencial, una a través de sus impuestos y otra a través del pago a la institución privada a la que eventualmente elijan enviar a sus hijos”. Es claro que ello es independiente del proceso por el cual el gobierno decida lo que se enseñe, ya sea este democrático o totalitario, en cualquier escenario se restringe la libertad de las familias en cuanto a decidir qué habrán de aprender sus hijos.
La otra esfera de libertad, consistente también con el concepto de libertad educativa pero no así con la educación pública, es el pluralismo, la diversidad. ¿Cómo defenderlo sino poniendo límites al accionar del gobierno, para que no tenga la potestad de estandarizar la sociedad en perjuicio de grupos específicos de ciudadanos?
A modo de ejemplo, pensemos en padres de determinadas comunidades religiosas, étnicas, o de cualquier otro grupo que desea un tipo de educación específica para sus hijos, en algunas temáticas puntuales que van más allá de las habilidades que todo niño debe poseer para desarrollarse en la vida. La educación pública se basa en la premisa de que, independientemente de los valores de los padres, la mayoría política —o una poderosa minoría— habrá de decidir qué entrará en las cabezas de los niños con el dinero que se recauda. Por supuesto, eso significa que algunos segmentos de la sociedad tendrán una mayor influencia en esas decisiones, algunos menos y otros ninguna en absoluto. La libertad de los padres para decidir la escuela a la que concurrirán sus hijos, de permitirse diversidad e independencia en las currículas de las escuelas privadas, en cambio restringe al gobierno de tomar partido entre los múltiples de intereses y/o valores de las distintas familias que conforman la sociedad.
En el mejor de los casos, el sistema educativo actual está invertido. En lugar de un sistema en el cual la norma es la educación basada en las distintas preferencias de las familias y en la libertad de los padres para decidir qué es lo mejor para sus hijos, en virtud de sus capacidades, gustos, intereses y/o valores familiares, la norma es la uniformidad de la educación provista por el gobierno.
La única manera de cambiar esta realidad, señala Neal McCluskey, es ayudar a más estadounidenses a entender por qué la libertad es crucial, y por qué la educación provista por el gobierno, a pesar de muchas buenas intenciones, es simplemente incompatible con ella.
Es claro que esta conclusión aplica perfectamente a nuestra realidad. Al fin y al cabo, ¿quién puede tener más derecho que los propios padres para ejercer la libertad de elegir la educación que habrán de recibir sus hijos, independientemente de sus posibilidades económicas?
El autor es rector de la Universidad del CEMA y miembro de la Academia Nacional de Educación