Al hablar de distintos hitos y progresos significativos en diversos campos científicos como la astronomía, la anatomía, la matemática, la genética e incluso en el método científico moderno en sí, probablemente escape al conocimiento de la mayoría que muchos de los científicos que cambiaron la historia de la ciencia no sólo eran hombre de fe sino que fueron genios surgidos del seno mismo del clero católico.
Esto puede resultará extraño para quien se haya formado la percepción sesgada de las religiones en general, y del catolicismo en particular, como enemigas acérrimas de la ciencia. Sin embargo, esa imagen oscurantista y retrógrada que se le endilga a la Iglesia no se corresponde con el hecho de que el Catolicismo fue el que instauró la cosmovisión de vanguardia sobre una humanidad de dignidad, justicia y libertad para todos sus individuos; se contradice con el hecho de que fue el Cristianismo el que rompió con el elitismo respecto de la verdad y el saber; tampoco cuadra con la verdad histórica de que la Iglesia católica fue la creadora de las primeras universidades, ni menos aún con que el Vaticano mismo cuenta con un Observatorio Astronómico -de los primeros en el mundo-, que posee un telescopio del más alto desarrollo tecnológico y con premiaciones por el estudio de rocas extraterrestres.
Cabe mencionar entonces a algunos de esos clérigos, monjes y sacerdotes que produjeron avances emblemáticos del conocimiento científico: aunque rebelde y crítico, Roger Bacon, uno de los precursores del método científico moderno, se ordenó franciscano, fue apadrinado por un Papa con el que intercambiaba correspondencia y desarrolló toda su investigación en un marco eclesiástico; el canónigo Nicolás Copérnico, el “padre de la astronomía moderna”, quien elaboró el modelo heliocéntrico del sistema solar; el fraile agustino Gregor Johann Mendel, llamado “padre de la genética” porque definió sus leyes fundamentales; el jesuita Matteo Ricci, matemático que llevó la geometría euclidiana a China, cambiando sustancialmente la concepción que se tenía allí de las matemáticas; Nicolás Steno, anatomista de vanguardia y geólogo que definió las cuatro leyes fundamentales de la estratigrafía, se convirtió al catolicismo y murió como misionero; el sacerdote, filósofo y matemático francés Marin Mersenne, famoso por sus “números primos” y por hacer un gran aporte a la conformación y desarrollo de la “comunidad científica”; George Lemaitre, sacerdote jesuita, ni más ni menos creador de la teoría del Big Bang sobre el origen del universo. La lista se amplía ante la más somera investigación.
Es preciso reivindicar desde esta perspectiva al padre Manuel María Carreira Vérez, fallecido el 3 de febrero pasado, a los 88 años de edad. Este sacerdote español jesuita inscribe su nombre en esa línea de hombres cuya vida fue síntesis del fructífero diálogo entre lo físico y lo metafísico, entre la disciplina científica y la vida espiritual, entre la prédica y la investigación.
El padre Carreira comenzó su formación con el estudio de Lenguas clásicas. Se licenció en Filosofía y en Teología. Fue también astrofísico y realizó su tesis doctoral con Clyde Cowan, uno de los descubridores del neutrino.
Este sacerdote integró por más de 15 años la junta directiva del Observatorio Astronómico Vaticano. Impartió clases de astronomía en las universidades de Washington y de Cleveland. Llegó a ser asesor en varios proyectos de la Agencia Espacial de EEUU, NASA. Y fue creador de algunos instrumentos para el estudio astronómico.
Carreira fue un hombre de mentalidad de avanzada e inteligencia creativa, que dejó aportes significativos para la comprensión epistemológica y gnoseológica del vínculo entre la Ciencia y Religión, entre Fe y Razón. Poseedor de una gran sabiduría que se advierte inmediatamente en sus ensayos, clases, entrevistas y libros, que también deslumbran por su precisión, agudeza y profundidad unida a simpleza.
Manuel Carreira nos legó valiosas reflexiones para comprender la naturaleza de las distintas dimensiones de lo humano y su relación con lo providencial. A continuación una muestra para dimensionarlo.
<b>Ciencia. Actividad material e inmaterial del ser humano</b>
[Al pie de esta nota, un breve extracto en video en el que se puede escuchar al propio Carreira exponiendo estos conceptos]
…Si yo voy a un campus universitario y me dicen ‘mire ese es el edificio de ciencias y ese es el edificio de humanidades’, ¿qué espero que me van a enseñar en el edificio de ciencias? Espero que me enseñen Física, Química, Astronomía, Geología y Biología. ¿Qué espero que me enseñen en el edificio de humanidades? Literatura, Historia, Sociología y Arte. Todo esto indica ya que la palabra ciencia en nuestro ambiente intelectual actual ha perdido el significado general que tuvo durante siglos, el cual era “todo conocimiento razonado” y, por tanto, la filosofía era ciencia, también la teología, la historia (no era un simple catálogo de fechas y nombres)…
Hoy cambió tanto su significado que lo único que significa la palabra “ciencia” en el lenguaje ordinario académico es “el estudio de la actividad de la materia”, solamente eso. Y tiene que ser una actividad que, al menos en principio, pueda comprobarse con un experimento y todo experimento dará lugar a medidas que pueden utilizarse luego como un formalismo matemático para expresar cómo actúa la materia, predecir qué va a ocurrir si sé qué estado inicial tengo y qué leyes rigen ese aspecto de la materia y también me permiten inferir cómo era la materia antes para dar lugar a lo que ahora observo.
Pues bien, toda la ciencia moderna me dice que lo único que hace la materia es transformar a la materia mediante 4 interacciones o fuerzas: la gravitatoria y la electromagnética, ambas de largo alcance; la nuclear fuerte y nuclear débil, ambas de muy corto alcance. Entonces, lo que no puede explicarse por esas cuatro fuerzas, no es debido a la materia. Por lo tanto, si como científico yo digo, por ejemplo, que una poesía se debe a la materia y no a un espíritu humano, tengo que decir cómo paso de una de estas fuerzas a la belleza de la poesía. Entonces, lo que no es experimentable y no se puede atribuir a esas cuatro fuerzas, implica Arte, Literatura, Filosofía, Teología, etc. Todo eso entra dentro de “humanidades”, que no tienen ninguna comprobación experimental, ni pueden ponerse en una ecuación.
Ateniéndonos a este rigor de los conceptos, la fuerza electromagnética explica las atracciones y repulsiones responsables de la aparente impenetrabilidad de la materia, de su dureza y elasticidad, de la química y la estructura de cristales o tejidos vivientes. Explica también la existencia y propagación de ondas aun en el vacío físico, desde ondas de radio a rayos gamma, incluyendo la luz visible; también la existencia de lo que llamamos campos eléctricos y magnéticos: modificaciones de las propiedades del espacio que influyen en la trayectoria de partículas con carga eléctrica. Es sin duda la fuerza de máxima variedad de efectos, y la que interviene en las funciones vitales, desde la actividad sensorial hasta la estructura del ADN.
Podemos detectar la presencia de minúsculas corrientes en el cerebro durante períodos de actividad intelectual, pero ningún parámetro medible indica el valor de verdad o belleza de una idea
Aun así, es claro que ninguno de los efectos indicados tiene como consecuencia ni la consciencia ni el significado ni el pensamiento abstracto. Mientras que todo lo anteriormente dicho permite la posibilidad de observación y medida cuantitativa con instrumentos adecuados, ningún número expresa la consciencia ni el valor de una idea o sus implicaciones éticas o artísticas. Podemos detectar la presencia de minúsculas corrientes en el cerebro durante períodos de actividad intelectual, pero ningún parámetro medible indica el valor de verdad o belleza de una idea. Cada neurona se comporta como un transistor cuya única función es el transmitir o bloquear una señal, pero que no determina en modo alguno su significado. Ni puede explicarse la autoconciencia por el conjunto de corrientes eléctricas, aunque sean miles de millones las neuronas y sus conexiones: si cada señal o célula no tiene nada de consciencia, tampoco puede tenerla el conjunto. El pensamiento no es una secreción del cerebro como han intentado sostener autores que comienzan con el prejuicio filosófico (no científico) de que solamente puede existir la materia y sus procesos.
Los intentos de explicar la actividad mental como el resultado de múltiples corrientes eléctricas en las neuronas, olvidan lo más obvio, que es el contenido de información. Tan absurdo es esperar que las corrientes del cerebro sean razón suficiente de una poesía hermosa como pensar que las corrientes de los transistores en un televisor me indicarán si el programa es aburrido o interesante.
<b>Evolución y cultura</b>
Lo que nos especifica como especie no es un nuevo órgano ni un nuevo metabolismo, sino un nuevo modo de conocer y actuar. La inteligencia simbólica, que permite entender conceptos abstractos, aun sobre algo que no puede percibirse por los sentidos (por ejemplo, la finalidad, el honor, la razón suficiente en la ciencia) es exclusivamente patrimonio de nuestra especie. Y con ella va también el ser conscientes de nuestra libertad, de ser capaces de escoger modos de actuar -incluso contra todos los instintos biológicos- y de ser responsables de nuestros actos aun ante nuestra propia conciencia. En estas capacidades radica el poder desarrollar lo que propiamente podemos llamar cultura, que no debe entenderse en un sentido minimalista –como un modo de construir, o tejer o decorar vasijas- sino como el conjunto de ideas que dan sentido a la vida personal y al entorno social de una comunidad humana. Los intereses que se fomentan, las actitudes en el entorno familiar o político, las esperanzas que dan sentido a la vida –incluso para después de la muerte- forman el entramado en que la vida humana se desarrolla y adquiere criterios de valor, reconocidos en un entorno y en un tiempo determinado. Podemos así hablar de la cultura de un pueblo.
<b>El principio antrópico o ¿es posible la vida en otros planetas?</b>
Son físicos, astrofísicos; no filósofos, no teólogos, los que han propuesto en los últimos 60 años el llamado “principio antrópico”, que determina que por consideraciones físicas se puede preguntar ¿qué ocurriría si en el estado más primitivo del universo, en el Big Bang, hubiese tenido una variación digna de mención o en la cantidad de materia del universo o en la fuerza de cada una de las cuatro interacciones que rigen el proceder de la materia? Una vez tras otra, cuando se hace este cálculo, se afirma que no podría existir vida inteligente. Entonces llegan a la conclusión que desde el primer momento del universo está ajustado con una precisión extraordinaria, en algún caso de hasta 50 decimales y de no estar ajustado con esa precisión la vida sería imposible aun en un único planeta…
…La propiedad más absolutamente característica de la materia es su mutabilidad. Toda la ciencia estudia los cambios de la materia. Pues bien, toda mutabilidad implica la posibilidad de existir de diversas maneras, por tanto, aquello que hablamos como mudable no está determinado a existir solo de una manera. En consecuencia, todo aquello que puede existir de diversas maneras tiene que ser ajustado extrínsecamente para que exista de una manera concreta y no de otra de las posibles, y por lo tanto, el universo tuvo que ser ajustado ya en su primer momento. Y ese ajuste tiene que tener un fin y el fin que se descubre es ajustarlo para que pueda existir la vida humana. No nos importa hablar de otros universos u otras humanidades, el universo cumple su destino cuando existe un planeta-al menos uno- que es la Tierra, donde existe la vida personal inteligente.
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