El miércoles por la tarde ocurrió un hecho que no tuvo, ni por lejos, una repercusión acorde a su relevancia. Los abogados de la AFIP pidieron ocho años de prisión para Lázaro Báez, y condenas también para sus tres hijos, luego de acusarlos de lavar 60 millones de dólares provenientes de la adjudicación irregular de obra pública. Ese reclamo, pronunciado por abogados del Estado, que ahora no comanda Mauricio Macri sino Alberto Fernández, es un inesperado reconocimiento al trabajo de Jorge Lanata porque evidencia que todo lo denunciado en aquel programa de Periodismo para Todos, en 2013, fue cierto. Luego de siete años de debate enardecido sobre si la denuncia se trataba de una mentira urdida por los enemigos del pueblo o de un trabajo periodístico riguroso, fueron los abogados de la AFIP de este gobierno quienes se inclinaron por la segunda opción.
La presentación de la AFIP ante la Justicia tiene una significación política tremenda, porque más allá de la distribución de responsabilidades que se puedan debatir en los tribunales, la relación entre Lázaro Báez y la familia Kirchner ha sido íntima y pública al mismo tiempo. Lázaro Báez fue, por ejemplo, el constructor de uno de los sitios más sagrados para esa familia: el mausoleo donde descansan los restos de Néstor Kirchner. En su primera visita al lugar, la vicepresidenta fue escoltada por el hombre que ahora aparece acusado de lavado de dinero por el abogado del gobierno que ella misma integra. No está Mauricio Macri en el poder. No hay relato conspirativo posible. Parece haber concluido una discusión que sacudió a la Argentina durante años.
El episodio podría ser un símbolo de salud republicana porque la llegada al poder del sector que lidera Cristina Kirchner no influyó para que la AFIP retirara la grave acusación. Sin embargo, nadie exhibirá ese gesto como un mérito porque pertenece a un territorio de extrema sensibilidad que amenaza con dañar severamente las relaciones internas de la coalición gobernante. Ese territorio es la revisión judicial de los delitos cometidos entre 2003 y 2015 y, particularmente, el destino personal de los dirigentes que aun permanecen detenidos. Con el correr de los días, ese tema se ha vuelto crucial y, si no es bien manejado, sus consecuencias pueden ser muy dañinas para el Gobierno que, lentamente, empieza a hacer pie por sus desempeños en otros ámbitos.
En los primeros dos meses de su Gobierno, Alberto Fernández debió convivir con una intensa campaña que le reclamaba que libere a los supuestos presos políticos. Una seguidilla de pronunciamientos lo obligaron a defender con énfasis, y cierto enojo, la idea de que su gobierno no tiene presos políticos. Es un debate que, decididamente, no le conviene al oficialismo. Lo muestra dividido, obliga a focalizar en los vericuetos de la relación entre los Fernández, coloca en el centro del debate a personajes muy controvertidos de la década anterior y a hechos realmente muy trágicos, como por ejemplo la tragedia de Once o el escándalo que involucró a un ex vicepresidente. Sin embargo, como si no tuviera demasiados desafíos, desde el frente interno le imponen a Fernández la agenda del lawfare. Cualquier político sagaz desearía salir rápidamente de esa encerrona.
El fin de semana pasado, luego de su gesto de autoridad, el Presidente parecía haberlo logrado: no hay presos políticos sino detenciones arbitrarias, y solo la Justicia puede decidir cuáles son. Punto. Sin embargo, el martes fue el propio Fernández quien difundió un video donde reclama que quienes son víctimas de detenciones arbitrarias “soporten” los procesos en libertad. Ese video incorpora calificaciones contra el gobierno anterior que contrastan con la convivencia que se negocia con sutileza en el Congreso y otros ámbitos.
Parecía que el Presidente intentaba calmar al sector interno que lo azuzó en las semanas previas y, tal vez, a su propia vicepresidenta. En el mismo momento, un senador por Jujuy pidió la intervención del poder judicial de esa provincia, el Presidente volvió a colocar el sistema de testigos protegidos bajo la órbita del Poder Ejecutivo y un grupo de senadores oficialistas presentó un proyecto para que no se pueda aplicar prisión preventiva a un acusado cuyo caso hubiera sido difundido por los medios. Elisa Carrió acusó a Cristina de querer dar un golpe contra la Justicia. La oposición denunció un intento de copamiento de la Justicia. Tal vez sea una exageración pero, como sucedió en otros tiempos, el kirchnerismo hace todo lo posible para que la denuncia sea verosímil.
En el fondo de todo esto, hay un problema al que Alberto Fernández no le puede encontrar solución, porque tal vez no la tenga, como ocurre con muchos problemas en la vida: la sabiduría consiste en convivir con ellos. En el sistema democrático, a un presidente se le concede el poder de gobernar, no el de impartir justicia. Fernández puede dar una opinión sobre tal cosa o tal otra, pero quienes juzgan a Cristina, por ejemplo, son otras personas: tienen sus tiempos, sus puntos de vista, su dignidad. Eventualmente, pueden ser sometidas a presiones, pero reaccionarán de manera imprevisible ante ellas. Entonces, una presión torpe puede ocasionar una derrota al Gobierno en lugar de resolver el conflicto. Esa limitación presidencial se podría resolver con un indulto en cadena. Pero el Presidente ya dijo que no está dispuesto. O con una ley de amnistía. Pero, ¿se sometería el oficialismo al escarnio que sería ese debate? ¿Cómo defenderían sus diputados la liberación de José López, por ejemplo? ¿Por qué ningún legislador se atreve a presentar una ley de amnistía por delitos de corrupción?
Si no hay indulto ni amnistía, el tema queda en manos de los jueces. Pero resignarse a ello es muy delicado. Para Cristina lo es, porque varias causas la involucran personalmente, a ella y a sus dos hijos y porque cada pronunciamiento -la acusación contra Lázaro, por ejemplo- es un veredicto sobre su Gobierno, una versión de la historia distinta a la que ella pretendería imponer. Para muchos de sus seguidores también es delicado, porque cada día que pasa con Amado Boudou o Milagros Sala detenidos es una afrenta a lo que ellos quisieran que haga un gobierno peronista. Entender que no está en manos del Presidente su liberación es someterse a las leyes de la democracia. Pedir un indulto es empujar al Presidente a un conflicto social lacerante que durará meses. No hay salida visible.
En los últimos días, figuras importantes del Gobierno comenzaron a analizar la idea de sostener que una sentencia firme solo es aquella dictada por la Corte Suprema de Justicia y, por lo tanto, deberían estar libres los ex funcionarios que tienen condenas de tribunales inferiores: en este caso, serían todos ellos. Esa doctrina debería ser avalada, una vez más, por los tribunales. Hasta ahora, la jurisprudencia de la Corte sostiene que sentencia firme es la dictada por la Cámara de Casación. Por eso, los ex funcionarios más comprometidos son Amado Boudou, Luis D’Elía y los secretarios de transporte y empresarios juzgados por la tragedia de Once. Julio De Vido tiene condena de un tribunal oral y Milagro Sala de la Corte de su provincia. José López y Lázaro Báez solo están procesados. Ahora, suponiendo que esa idea se imponga: ¿de verdad cree alguien que eso no sería un escándalo con alto costo político?
En el Gobierno conviven dos agendas: una pertenece al pasado y otra al presente. En la agenda del presente, el Gobierno enfrenta desafíos gigantescos pero donde se avizoran algunos logros significativos: las primeras señales de desaceleración inflacionaria, el crecimiento del consumo en algunas áreas, la recomposición de relaciones con el mundo occidental, la instalación de una sensación de alivio porque el dólar se mantiene estable, la existencia de un clima político de convivencia. Pero el pasado no lo suelta: desde allí vuelven ideas de copamiento del poder judicial, de indultos, reformas constitucionales, personajes muy comprometidos con hechos de corrupción, heridas que no han cerrado y algunos gritos de guerra. El pasado es simbolizado, por ejemplo, por Julio De Vido y Amado Boudou. El presente, por Alberto Fernández. Cristina oscila con ambigüedad entre el uno y el otro.
El presente no es nada sencillo. Pero la irrupción del pasado lo puede tornar insoportable.