Hace un tiempo, en una entrevista, Juan José Sebreli contó que, gracias a una amiga en común, había conocido a Arturo Jauretche. Lo frecuentaba en su casa, cerca de Esmeralda y Charcas. Al principio Jauretche con picardía se limitaba a recibirlo en un escritorito muy modesto situado en la entrada, donde lo único que había era retratos de Rosas y Perón, pero con el tiempo fue ganando su confianza y lo invitó a pasar al interior: la suntuosidad era increíble y la pinacoteca de artistas argentinos, deslumbrante. Jauretche, a pesar de sus vaivenes, podría ser considerado como un ícono del peronismo, y más aún: del kirchnerismo. No olvidemos aquella tristemente célebre exposición del 2011, en homenaje al pensamiento nacional, en el Palais de Glace, curada por quien dice ser el dueño del departamento de Puerto Madero donde vivía Alberto Fernández, Pepe Albistur, en la que la figura de Jauretche tenía un rol protagónico dentro del imaginario kirchnerista. Y este juego de doble estándar, de apariencia para la gilada e interior completamente distinto, parece ser el rasgo distintivo, la molécula última del peronismo. Y creo que ese doblez, ese falso fondo es muy útil para entender la situación actual.
Ya históricamente hubo infinidad de ejemplos en el peronismo. Paradigmático fue aquel viraje que produjo Perón a partir de 1950, con la misión Cereijo negociando un préstamo bancario en los Estados Unidos, la ley para atraer capitales extranjeros de 1953, la visita –con balcón de la Casa Rosada incluido– de Milton Eisenhower, el otorgamiento de la medalla a la lealtad peronista al embajador norteamericano, o la radicación subsidiada de numerosas empresas extranjeras, todo ello mientras seguía azuzando y engañando al pueblo con una retórica ampulosamente antiimperialista. Era el cinismo personificado. Otro fue el doble juego de Perón con sindicalistas y montoneros en los 60 y 70, evitando definirse sobre cuál era su verdadera ideología, lo que explotó primero en el luctuoso tiroteo de Ezeiza, después en aquel cántico “Qué pasa General, que está lleno de gorilas el gobierno popular”, más tarde en la expulsión de la Plaza de Mayo con el famoso “Estos imberbes que gritan…”, para terminar en la dramática y criminal persecución orquestada desde los sótanos del Ministerio de Bienestar Social, con la Triple A y López Rega, hechos estos últimos conocidos y convenientemente ocultados por el propio Perón, como lo prueba aquella famosa conferencia de prensa del 8 de febrero de 1974 en la que el mismísimo General mandó a detener a la periodista Ana Guzzetti por haberle preguntado sobre la existencia de grupos parapoliciales. La ambigüedad sirve un tiempo, pero en un punto estalla.
Toda esta constelación de decorados aparentes y realidades secretas se repitió hasta el hartazgo en los siguientes gobiernos peronistas: voladuras presuntamente casuales que buscaban ocultar pruebas, ampliaciones “ingenuas” de la Corte que escondían la manipulación de la justicia, fondos provinciales que se evaporaban en paraísos fiscales y enjuagues contables, testigos que misteriosamente desaparecían justo un día antes de declarar, asesinatos que intentaban hacerse pasar por suicidios, y así sucesivamente hasta llegar a mentiras más recientes y si se quiere nimias: decir que Bonadio y Macri mataron a Timerman al negarle la salida del país, cuando en rigor fue Estados Unidos quien le revocó la visa; hacer pasar por solidaridad lo que bien visto es una quita en los haberes de los jubilados; o llamar lawfare a un intento de indulto generalizado para políticos corruptos.
En esta lógica bifronte, donde se muestra algo y lo real es todo lo contrario, se inscribe la inversión de la fórmula presidencial para las últimas elecciones: el líder va en segundo lugar, escoltando y a la vez escondiéndose detrás de un testaferro. Es una jugada genial, sí, pero fundamentalmente es una jugada siniestra que empieza a mostrar sus segundas –y malas– intenciones. Se ve todos los días. Alberto Fernández busca hacer cierto equilibrio institucional, dándole a Cristina en los hechos todo lo que pide mientras, en lo retórico, guarda las apariencias y sostiene que no hay presos políticos. Pero no basta: kirchneristas incapaces de actuar sin la expresa aquiescencia de su líder machacan con la idea de que sí los hay. Mientras el Presidente intenta infructuosamente ordenar la deuda externa, y congraciarse con los presidentes europeos y Trump, Cristina lanza nada menos que en Cuba, y ante el mismísimo sucesor de los Castro, frases incendiarias contra el FMI. Todo al mismo tiempo en que dos Ministros de Seguridad, ambos allegados a Cristina (Frederic y Berni), y designados los dos muy probablemente bajo su influjo, se enfrascan en una extraña discusión en la cual no se sabe qué persiguen ni a qué apuntan.
Lo que está claro es que Cristina está dispuesta a hacerle la vida imposible al Presidente y al mismo tiempo a desmarcarse y mostrarse ajena a la mayoría de las políticas de Alberto, en especial las políticas económicas y de relaciones exteriores, de modo tal de poder ofrecerse como una reserva, y que la previsible crisis no la arrastre a ella también. Lo aparente, la salita de Jauretche a la entrada: una coalición armónica; lo oculto, lo real, la gran sala: la dueña del poder que lima a Alberto a la espera de la crisis. Ella espera intacta, impoluta, limpia de la quita a los jubilados, del impuestazo al campo, limpia del default, limpia del crecimiento del delito y limpia incluso de la anulación de las prisiones preventivas. Que el trabajo sucio lo hagan otros.
Sin duda que Alberto está en un dilema: ¿es indispensable empezar a gobernar contra Cristina? ¿Llegó la hora de no darle más los gustos? ¿O es demasiado temprano para empezar a decir adiós? Y una pregunta todavía más difícil: ¿tiene margen para semejante jugada? Pero hay otro dilema aún más angustiante: quienes pregonamos una democracia pluralista, liberal y con respeto de las minorías, ¿debemos cuidar a Alberto, aun con todos sus errores, para evitar que prospere el plan destituyente de los kirchneristas, que llevaría a un camino sin retorno? Pero cuidar a Alberto y disimular su opacidad –para ser benévolos–, ¿no nos convierte en cómplices de un gobierno a la deriva? Para lidiar con los pliegues del peronismo hay que ser experto en las novelas negras de Dashiell Hammett.