El asesinato de Fernando fue horroroso. Como lo son todos los asesinatos. Como lo es siempre que hay un lugar vacío en la mesa. Un espacio por vaciar. Zapatos para regalar. Desmontar una vida que ya no está. “No le dieron oportunidad de defenderse… Un chico bueno, que amaba la vida. Que tenía una meta por realizar. Nos arruinó la vida. Mi vida no es fácil desde que perdimos nuestro hijo. Todo se nos vino abajo. Cuando miro su cama… sé que nunca volverá”. ¿Cuántos miles y miles de padres y madres y hermanos y amigos nos hicimos y nos hacemos la misma pregunta? Y cuando vuelve a suceder, revivimos lo vivido, ese puñal se yergue nuevamente y se nos clava nuevamente. Pese a los esfuerzos por olvidar, el puñal persiste agazapado, para cobrar nueva vida en la carne y en el alma de cada víctima que sobrevive a una ausencia.
¿Qué tuvo de distinto la historia de Fernando para merecer los honores post mortem que todos los jóvenes asesinados impunemente no tuvieron? Semejante organización no es gratuita. Ni por su costo económico ni por los motivos que la impulsan y justifican. En Usina de Justicia acompañamos todas las semanas a una nueva víctima. Muchas veces tan joven como Fernando. Y siempre se trata de un hecho injusto. Pero los elementos que conformaron la escena -la clase social de víctimas y victimarios (significativamente hiperbolizada cuando se trata de familias de una ciudad de provincia- conformaron el caldo de cultivo para alentar una brecha social que sirvió de excusa para salir con una bandera distinta. La de la antiviolencia. Porque hasta la consigna es sospechosa: una marcha por la antiviolencia. ¿Qué significa en un momento en que las víctimas somos abandonadas porque ni siquiera se cumple la ley de víctimas? Y donde las nuevas víctimas son o bien de género, o bien de una clase social vulnerable, o bien de trata, o bien victimizada por las fuerzas de seguridad. Ese es el abanico de ofertas. Las otras, no existen.
En lugar de enfocarnos en las reivindicaciones de los padres, en el dolor de los amigos, en quienes solidariamente se hicieron presentes en la marcha, ¿qué queda? La antiviolencia de poner la otra mejilla. De no guardar rencor. De restaurar entre la víctima y el victimario una situación imposible de restaurar…. No creo en los llamados a la no violencia. Porque no se trata de esperar una pacificación social que puede tardar varias décadas en llegar. Creo en la fuerza de la Justicia. En la ley. Pero cuando desde el Estado surge una resistencia a hacer cumplir la ley, una estrategia de desviación de esa desviación es, precisamente, el llamado a la no violencia. No seamos ingenuos. Demasiado sufrimos. Y demasiado sufrirán otros inocentes, si seguimos confiando en un voluntarismo idiota.
Hay que resaltar esta convocatoria porque mientras la dirigencia política promueve la liberación de los presos, y la Suprema Corte se ocupa de la crisis humanitaria en las prisiones e insta resoluciones de libertad, la sociedad se manifiesta pidiendo justicia y ninguno de los que allí estaba espera ver libres a los autores. Entonces insistamos para que los gobernantes tomen nota y basta de ministros “buenistas” y generosos con la vida de otros.
La autora es doctora en Filosofía (UBA), premio Konex de Platino en Ética de la última década y presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia.