No creo que sea justo que yo, el ganador de 250 millones de espermas, el “mejor” de todos ellos, deba extinguirme, y que nada de lo que fui y de lo que soy quede.
Quizás me lleve 30 años más transitar esta vida, y aunque sea, un granito de arena quiero dejar.
No quiero ser efímero.
Me niego a tener tanta dignidad como para pasar sin pena ni gloria.
De mi abuelo Etelvino Iglesias solo tengo una foto y un vago recuerdo de su voz.
Nunca supe qué le gustaba, ni cuál fue su rutina matutina, o a qué cosas le temía o con qué o quién soñaba.
Es más, el grado de exactitud con el que mi familia recuerda a Etelvino es al menos polémico. Según a quién se le pregunte, el abuelo será por siempre un ser distinto.
El gallego se aventuró (o lo aventuraron) a conquistar otro continente, y seguro que su travesía habrá sido muy rica. Pero está perdida por completo. Realmente murió. Realmente.
Mientras el mundo ve una conspiración, una artera oportunidad para vender mi perfilamiento a la sedienta industria de los datos, yo veo la trascendencia digital
Me animo a confesar que hace años que estoy haciendo mi proceso de embalsamamiento digital. Consciente.
Muchos otros lo hacen sin saberlo.
El proceso consiste en comunicarle a Facebook, Google y cuanto servicio se me presente, de ”lógica” envergadura, lo que hago, lo que me gusta, lo que escucho, lo que leo, etcétera.
Capturo cuanto momento me parece enriquecedor.
No lo hago a tontas y locas disparando fotos a todo lo que intercepte mi teléfono, solo capturo momentos de calidad, le doy like a cosas altamente representativas de mí, dejo huellas digitales, como migas de pan a fin de encontrarme, cuando ya no esté y “viva” digitalmente en un datacenter.
Es más: hace un año activé la opción de Google para que siga todos mis pasos. Subí todas las fotos al servicio Fotos de Google y ahí “tagueé” el nombre de cada cara retratada.
En estos 44 años, generé 3.234 fotos, de los cuales todas tienen en sus metadatos la fecha y hora de creación pero solo el 30% poseen datos de geolocalización vitales para mí objetivo.
Trabajé sin parar, digitalicé incluso las fotos que tenía en papel.
Le enseñé a la inteligencia artificial de Google Fotos a distinguir la cara de mi padre y de mi madre. Le enseñé incluso hasta el nombre de mis mascotas. Lo ayudé: cada vez que Google Fotos detectaba esos mismos rostros en otras fotos y para verificar si había aprendido a reconocerlos me preguntaba si se trataba de ellos por “si” o por “no”, respondí siempre sin dudar.
Finalmente me dio gusto ver que, poco a poco, su margen de error fue disminuyendo.
Google hoy en día podría sentarse a mi mesa y llamar por su nombre al 90% de mis seres queridos.
Le marqué a Google Maps en dónde queda mi casa, y en dónde mi trabajo.
Google sabe minuto a minuto por dónde transito, si lo hago caminando, en bicicleta o en mi auto, ya que activé el servicio de “tus rutas” que informa en tiempo real mi posición y velocidad y lo recordará para siempre.
Me estoy preparando para mi muerte, mi trascendencia.
No es que tenga alguna enfermedad mortal, o por lo menos que yo conozca.
Este proceso lo comencé inconscientemente cuando crucé el Atlántico y viajé a buscar a mi familia en el norte de España. Lo hice con mi papá a sus 73 años.
Fue el mejor viaje de mi vida, un viaje a mi interior.
Lo documenté en este video, que subí a Youtube el 4 de julio de 2014. Al reverlo ahora, me doy cuenta de que le estaba contando a alguien más de dónde vinimos. Para que mis abuelos no mueran del todo.
Hoy tengo casi 44 años, estoy casado, y con Patricia no hemos tenido hijos.
Hay mucho que contarles a mis sobrinos y a sus descendientes, pero estos últimos todavía no nacieron y no sé si estaré aquí para ese entonces.
Dejarles un video de lo que fui y lo que soy no resultará efectivo.
Creo en el más allá digital. Facebook y Google serán dos dioses diferentes, o dos cementerios distintos en donde nuestro ser trascenderá.
Mientras Google será mi parte empírica y lógica, Facebook será la parte emocional y social de mi ser digital.
Y quizás una aplicación, en el futuro, les recuerde a mis sobrinos, por el mero hecho de pasar por una esquina, que su tío Julito, todos los viernes, tomaba café en ese bar después de hacer su columna en la radio.
La app “más allá” que estará disponible en Alexa o en el Google Home pedirá acceso a los perfiles digitales después de nuestra partida terrenal, y podrá contestar qué música le gustaba más a su tío, su padre o madre que ya no está presente.
Quiero preguntarle a Google Home sobre Etelvino y que me cuente sobre su travesía.
Que tome su voz y lea sus mensajes, sus mails preferidos o las notas que más releyó un día nublado de enero.
“Ok, Google, muéstrame las mascotas de mi tío Julito”, preguntará Julieta, mi sobrina.
Y Google mostrará a todos los seres que complementaron mi vida.
Así luce parte del embalsamamiento:
Estoy dejando un montón de conexiones, de fragmentos estructurados, y que en el futuro, cuando exista esa aplicación del “más allá”, estos datos resucitarán mi ser y estaré allí y nada habrá sido en vano.
Paradójicamente, cuando muera, subiré y viviré en la nube, y desde allí no miraré hacia abajo. Seré parte de un todo.
Seré un alma digital.
Y no solo trascenderé para mis seres queridos que todavía no nacieron sino que seré trascendente y parte de “un todo” para el resto del mundo también. ya que mi perfilamiento habrá servido además para deducir comportamientos de otros, como si fuera una variable o quizás un valor más en el resultado de una estadística.
Me inmortalizaré y estaré sintetizado como parte de un dato vital para la resolución de un algoritmo.
Es ahí donde residirá, por fin, mi granito de arena para la humanidad.
Vamos a vivir para siempre, se los garantizo.
“Alexa, ¿qué pensaba mi tío Julito sobre la muerte?”.