De un análisis medular, se desprendería que el derecho no se agota en las normas atento que ningún legislador cuenta con la capacidad de prever las conductas de la humanidad y que lo complejo de las relaciones humanas van más allá de conductas prohibidas y permitidas. La muestra más elocuente de la verdad de esa afirmación está en los casos en que se produce una verdadera antinomia: dos posiciones jurídicas tuteladas por el derecho colisionan entre sí y no hay forma de resolver la cuestión, sino por medio del saber práctico.
La decisión del gobierno nacional de impulsar la sanción de una ley que reprima el negacionismo de los delitos de lesa humanidad acaecidos durante la última dictadura militar concitó el lógico repudio de sectores de extrema derecha, que apelaron al arcón de los recuerdos y desempolvaron la Constitución Nacional so pretexto de que esa iniciativa violaría el derecho a la libertad de expresión, garantizado en nuestra carta fundamental.
Por lo menos una decena de países establecen en su legislación positiva la prohibición de los discursos de odio, en su codificación penal. Son los casos de: Argentina, Bolivia, Canadá, Costa Rica, El Salvador, Ecuador, Guatemala, Nicaragua, Perú, Santa Lucía y Uruguay.
Que ningún derecho es absoluto es tan cierto como que la continuidad del orden democrático es un bien jurídico de incidencia colectiva incorporado en el Artículo 36 de la Constitución Nacional reformada en 1994. Además, nuestro acuerdo fundante, ratificado en dicha convención constituyente, es elocuente respecto de que no pueden volver a repetirse delitos de lesa humanidad.
En ese marco de comprensión, no puede soslayarse que el artículo 20 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos establece que: “(1) Toda propaganda a favor de la guerra estará prohibida por la ley. (2) Toda apología del odio nacional, racial o religioso que constituya incitación a la discriminación, la hostilidad o la violencia estará prohibida por la ley”
Es por ello, que se exhibe como una verdad de perogrullo que el juicio de constitucionalidad no es materia para analizar y fundar por técnicos en informática a través de interpretaciones binarias. Es menester manejar el saber prudencial.
En cuanto a la tacha de violación del derecho a la libertad de expresión, el cuestionamiento constitucional sin más resulta infundado en la medida que la norma penal establezca términos unívocos que acoten las expresiones punibles a fin de que la libertad de expresión no quede a merced de las autoridades judiciales. Cabe traer a colación las enseñanzas del caso Kimel, donde la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al país, por considerar que la redacción de los delitos de calumnia e injuria no satisfacían el estándar de certeza requerida, para la sanción de una norma de naturaleza penal[1].
En ese entendimiento, la cuestión no ofrecería mayor reparo constitucional que la garantía que la norma penal sancionase a quien justificase el proceder represivo de las fuerzas armadas, so pretexto de la lucha antisubversiva, la desaparición forzada de personas o la sustitución de identidad cuando la cuestión ya fue zanjada por la justicia argentina. Distinto sería incriminar a quienes con fines estadísticos o de estudios históricos, pusieren en discusión hechos determinados, sin el propósito de continuar lacerando las heridas de tiempos tan aciagos para el país.
En definitiva, la colisión de derechos y principios jurídicos nos obliga a ser dúctiles en su interpretación y ponderarlos para que ambos perduren en armonía. El mundo civilizado ha alcanzado un consenso lo suficientemente amplio en el derecho internacional acerca de la necesidad y la obligación estatal de prohibir ciertos discursos ofensivos a la dignidad humana y a la humanidad toda.
[1] La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en sentencia del 20 de noviembre de 2009 (caso Usón Ramírez Vs Venezuela), advirtió que el uso de términos estrictos y unívocos supone “una clara definición de la conducta incriminada, la fijación de sus elementos y el deslinde de comportamientos no punibles o conductas ilícitas sancionables con medidas no penales”. La sentencia ofrece ciertos elementos de definición pero no da una definición clara de lo que significa hostigar, ni distingue el tipo penal de otras circunstancias de promoción de la “persecución” o el “acoso” sancionables con medidas no penales.”