La muerte de Claudio Bonadio significa una enorme pérdida para la Justicia argentina. Si la máxima de que los jueces hablan por sus sentencias es verdadera, ellas muestran cabalmente la personalidad de un magistrado independiente, seguro de sí mismo y de sus decisiones, serio en su fundamentación jurídica y respetuoso del Estado de derecho y los derechos humanos.
Pero de esas numerosas y minuciosas páginas, fruto de largas e intensas horas de trabajo con voluntad y pasión por las que pasaban imputados, procesados y condenados, lo distintivo siempre fue que la decisión judicial era realmente imparcial porque consideraba que la ley era igual para todos. Por eso, no dudó en enfrentarse al poder político y económico cuando consideró que era su función impartir justicia. Aunque atacara poderosos intereses de todo tipo, incluso internacionales. Su condición de peronista confeso no le impidió nunca ejercer su magistratura con libertad y ecuanimidad. Decía que un juez de la Nación solamente debía obediencia a la ley.
No caeremos en la ingenuidad de creer que fue elogiado y respetado por todos. Su personalidad, tímida pero firme y extremadamentre consciente de su función judicial, le permitía sostener sus convicciones a ultranza, a pesar de entrar en conflicto con enemigos peligrosos y vengativos que lo rodeaban de amenazas e improperios. Incluso con riesgo de vida. Su valentía residía en temer pero no dejarse paralizar por el miedo, en saber defenderse personalmente y con el derecho, en no ceder a sobornos o influencias. Y en someter al poder a la ley cuando era necesario.
Muchos lo consideraron un juez arbitrario por no seguir los caminos que trataban de imponerle, por no interpretar las normas en su beneficio o por discriminar en sus sentencias. Evidentemente, pudo tener errores como todos los seres humanos y también pudo ejercer su función con sus propias opiniones e interpretaciones jurídicas que, en ocasiones, fueron cuestionadas por sus superiores. Lo que no es discutible es que siempre lo hizo en el marco del ordenamiento jurídico, de buena fe y tratando de separar la ideología del derecho.
Como en una batalla de gestos, declaraciones y decisiones judiciales fue clásico su enfrentamiento con la actual vicepresidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, quien llegó a tratarlo de “juez pistolero, mafioso y extorsionador” y de llamarlo “el sicario”. No temió en usar la justicia para accionar contra ella, su familia, sus hijos e intereses, aun en el ejercicio de la presidencia, cuando contó con las pruebas de la comisión de actos ilícitos. Hasta el final, él no respondió sus agravios sino mediantes resoluciones judiciales y soportó estoicamente desplantes y maltratos, incluso en su propio despacho.
Sin pretender enumerar todos los casos en los que actuó, mencionaré varias causas judiciales: Hotesur, Los Sauces, la defraudación en la gestión de residuos sólidos, la tragedia de Once, las operaciones con el dólar futuro, los Cuadernos de las Coimas, el Memorándum de Entendimiento con Irán, las irregularidades en el comercio de gas licuado, la investigación del atentado contra la AMIA, Skanska, la represión del 20/12/2001 y tantos otros. En sus 25 años como juez, acontecimientos fundamentales de la historia argentina pasaron por su filtro judicial y por su análisis en busca de dictaminar justicia.
Ha tenido una personalidad polémica. Admirada y rechazada. Sin embargo, el balance de la opinión pública - ya que deberemos esperar mucho tiempo para el juicio de la historia - lo define como un hombre valiente y fiel a sus propias convicciones y valores. Sabía plenamente lo que un verdadero juez significa para la sociedad e intentaba con voluntad y eficiencia cumplir su destino y lograr justicia. Ha muerto tempranamente con estoicismo y austeridad. Seguramente, tenía la certeza de que la justicia seguirá su camino y llegará a la meta, aún después de su muerte.