Conocimos los datos oficiales de la inflación del 2019 que fue de 53,8% y nos escandaliza constatar en cifras lo que ya nos dolía en la cotidianidad: el valor más alto en casi 30 años.
El Indec dio a conocer el IPC de diciembre, que trepó 3,7% y así resultó que después de un 2018 con un nivel de precios que rozó el 50%, el año pasado finalmente cerró en el valor más alto de los últimos 28 años, según el Indec.
El impacto de los aumentos en el precio de las naftas al finalizar el congelamiento dispuesto luego de las PASO se sintió con fuerza durante el último mes del año. Además hubo incrementos inflacionarios en medicina prepaga (12%) y servicios de recreación vinculados al comienzo de las vacaciones de verano. Y sin lugar a dudas lo que más nos afecta son principalmente los arbitrarios “aumentos precautorios” en alimentos y bebidas que establecen las cadenas concentradas de supermercados.
El consumo masivo se redujo por cuarto año consecutivo. Cayó 7,3% en 2019.
Los salarios no alcanzan a cubrir los derechos ni las más básicas necesidades de las mayorías.
Más allá del cambio de rumbo en la política económica del gobierno, que comienza a amortiguar los dislates del modelo neoliberal impuesto por el gobierno anterior, hay una crisis global de la sociedad en su conjunto, que no podrá ser revertida sin un cuestionamiento y cambios en el sistema (o de sistema).
Una nueva crisis del capitalismo
Muchos analistas señalan la crisis financiera de los años 2007 y 2008 como la peor desde la década del 30. Pero se trata de algo más complejo: es una nueva crisis del capitalismo, económica, ecológica, política y “del cuidado”.
La supervivencia de este sistema en su búsqueda de ganancias ilimitadas para unos pocos depende de la explotación de trabajo asalariado, de la explotación de la naturaleza como si fuera infinita, del aprovechamiento de los bienes públicos en beneficio de algunos y del trabajo no remunerado y/o precarizado (generalmente femenino) que contribuye a cuidar y reproducir personas y comunidades.
Así el capitalismo en sus diferentes fases ha reorganizado una y otra vez no sólo la explotación de los más humildes, sino también la opresión de género y étnica, incluso con la “apropiación de energías rebeldes (aun las feministas)” (Arruzza, Batthacharya, Fraser, 2019).
Mujeres: de la opresión al protagonismo del cambio
Si bien el capitalismo no inventó la opresión de género, su organización de la “reproducción social” descansa sobre nosotras. Así la crisis actual no es para las mujeres sólo un tiempo de sufrimiento sino un un momento de despertar político y una oportunidad de liderazgos para un cambio más radical. El neoliberalismo nos ha traído a un punto de quiebre y no retorno: el costo de vivir cada vez nos requiere de más horas de trabajo para ni siquiera cubrir lo básico y, a su vez, el Estado cada vez nos apoya menos en las tareas de cuidado y nos exige más tareas.
Ya hay un poco más de conciencia, aunque no está resuelto, de que las mujeres hacemos dos tercios del trabajo de la humanidad, cuidando a niños/as, adultos/as mayores y personas con discapacidad y el nuevo gobierno asumió el compromiso de contribuir con nosotras reparando estos déficits, especialmente con el anuncio de la universalización de la educación inicial, el “apoyo a las tareas de cuidado” y la incorporación de la perspectiva de la reproducción social en la economía.
Pero hay nuevas infinitas tareas cotidianas que la vertiginosidad del moderno capitalismo nos impone: somos nosotras las que mayoritariamente comparamos precios y caminamos a cinco lugares diferentes para comprar más barato, somos nosotras las que hacemos colas y perdemos horas en comunicaciones telefónicas para reclamar que las empresas de servicios públicos privatizadas nos cobran mal, o miden mal, o que el internet concentrado en las telefónicas monopólicas se corta y no funciona, o que un sistema de alarmas, telefonía celular o una empresa de salud arbitrariamente te cambia de plan o te cobra lo que se les da la gana, o la mala presentación de los servicios de transporte, o que la venta online o la venta telefónica de la empresa de electrodomésticos funciona mal y no te entregan el producto o no te facturan correctamente, o que la tarjeta de crédito te cobra lo que no corresponde, o la comisaria donde denuncias reiterada e inútilmente robos y hurtos sin que haya ninguna eficacia en la recuperación de lo robado… etc. Esto es: lo que las empresas se ahorran en personal de atención al público y ganan especulando con los dineros mal cobrados y lo que el Estado recorta en control de las prestaciones de servicios a esas empresas o en defensa de derechos de la ciudadanía, todo eso además tiene costos invisibles cuyo valor nadie valora y que pagamos con nuestro trabajo no remunerado, nuestro tiempo y hasta nuestra salud, por la malasangre cotidiana que nos hacemos.
Las feministas en esta etapa queremos y sabemos cómo reordenar el Estado para defendernos de los abusos de los poderes económicos concentrados y de las falencias del propio Estado. A nosotras además de la inflación nos escandaliza que se aprovechen de nuestro trabajo invisible. Hay institucionalidades creadas nominalmente que no están funcionando: entes reguladores, defensorías del pueblo, áreas de defensa al consumidor y de atención a las víctimas…Muchísimos organismos duplicados, “cosméticos” o ineficaces.
Se deben simplificar y facilitar a la ciudadanía esas engorrosas tareas burocráticas que se ponen generalmente en nuestra cabeza. Se deben desburocratizar o activar las áreas hoy ineficaces del Estado. Pero fundamentalmente debe primar un cambio de mentalidad para cambiar el sistema.
La autora es presidenta de la Asociación Ciudadana por los Derechos Humanos, integrante de la Red de Defensoras del Ambiente y el Buen Vivir y de la Multisectorial federal de Mujeres y disidencias.