El presidente de la Nación, Alberto Fernández, ha tomado una decisión histórica que requiere valoración y reconocimiento.
Su primer viaje de Estado fue a Jerusalén, para participar en el acto de recordación de la liberación de Auschwitz. Lo hizo junto a los líderes del mundo que rinden memoria a quienes fueron asesinados por el solo hecho de ser judíos, pero, al mismo tiempo, no solo recuerdan a víctimas y honran a sobrevivientes, sino que suscriben con sus presencias que el monstruo no desapareció hace 75 años con esa liberación, sino que muta entre nosotros y adquiere nuevas formas.
No se ubica solo en la Alemania de la Segunda Guerra, sino que son otros países y otros regímenes políticos, que ya no son el nazismo, que niegan la Shoá y que además siguen practicando el antisemitismo bajo nuevas formas, proponiendo la eliminación de los judíos y del mismo Estado de Israel, con el cual se puede disentir sobre sus gobiernos, pero nunca anunciar y dedicar una estrategia global de terror para eliminarlo.
No fue un holocausto, fue una Shoá. El término holocausto refiere a un sacrificio a Di-s en el fuego; la Shoá, a una tragedia de magnitud de catástrofe incomparable, que no puede expresar ni traducir lo que arranca de raíz toda vida. No hay ofrenda, no hay Di-s, sino su más absoluta ausencia. Lo que sí hay es una Alemania que en la Segunda Guerra Mundial puso su cultura y su tecnología evolucionada al servicio nefasto de una ideología política totalitaria como el nazismo, que eliminó industrial y sistemáticamente a seis millones de judíos por el solo hecho de serlo. La Shoá ha demostrado —como tantos otros genocidios y fraticidios, que no pueden ni deben ser comparados, sino todos y cada uno respetados por cada ser humano eliminado por ser diferente— cuán lejos aún estamos de ese desafío que insistimos en llamar humanidad.
Es destacable que nuestro presidente de la Nación, también representando a quienes no lo votamos y muchas veces lo criticamos, como él sabe decir, haya viajado y ocupado ese lugar de respeto, memoria y clamor de un nunca más como argentinos insertados en un mundo global que intenta que la humanidad sea lo humana que aspira ser.
Alberto Fernández requiere ser reconocido en esta decisión que pone a la Argentina en el lugar correcto en un mundo que aún espera que junto a los viajes protocolares, nuestro país revele, ya no en Israel, sino en nuestra Nación, la verdad, la memoria y la justicia que aún reclaman las víctimas de la Embajada de Israel, de la sede de la AMIA y del magnicidio del fiscal Nisman.
Alberto Fernández, cuando pertenece a sí mismo, puede llevarnos a ser parte del mundo que hoy, a 75 años de la liberación de Auschwitz, día proclamado internacionalmente para este recuerdo de lo que la humanidad es capaz de hacer; que no está dedicado a los judíos sino para que el mundo rinda honor y memoria a las víctimas de la Shoá. Alberto puede llevarnos a un lugar de respeto para el concierto de las naciones, como vimos orgullos todos como argentinos en su reciente viaje a Jerusalén. En el centro de la civilización, que respeta los derechos humanos; y lejos de Irán y Venezuela. Aún no hemos resuelto definitivamente de qué lado del mundo nos quedaremos.
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