En los últimos tiempos, múltiples han sido los avances en materia de participación e inclusión del colectivo de lesbianas, gays, bisexuales, trans, intersex y personas no binaries en diversos ámbitos sociales.
Un marco legal favorable, una sociedad mayoritariamente abierta y una creciente visibilidad en los ámbitos educativo, laboral, político, de las ciencias, el arte y la cultura, han posibilitado un avance que hasta hace poco más de 10 años hubiera sido imposible de imaginar.
Sin embargo, algunas barreras parecen más difíciles de sortear que otras. Y en ese sentido el deporte se presenta como un hueso duro de roer.
No es que no haya habido avances en absoluto, que los ha habido, pero en relación a otros aspectos de la vida social y comunitaria, aquí los pasos son (demasiado) lentos.
Para acelerar un poco el ritmo, dos noticias recientes sacudieron la modorra del verano. El fichaje por parte del Club Villa San Carlos de Mara Gómez, la primera jugadora profesional trans de futbol, y el look “arco iris” del arquero de Tigres de México, Nahuel “Paton” Guzmán.
Sobre el gesto del Patón, de más está decir que aun hoy visibilizar el apoyo a la diversidad sexual en el futbol masculino se parece bastante a patear un hormiguero. Basta leer los comentarios en redes sociales y notas periodísticas, para tomar dimensión de por qué es tan importante seguir apostando a promover la inclusión y no discriminación en uno de los reductos más misóginos, machistas y homo lesbo trans odiantes.
¿O acaso cuántos jugadores profesionales abiertamente gays o bisexuales hay en las diversas ligas alrededor del mundo? ¿Cuántos se animan a compartir públicamente lo que muchas veces “el vestuario sabe” pero “la tribuna no bancaría”? Con repasar fugazmente los suplementos deportivos de los diarios, o hacer zapping por las señales deportivas, se obtiene la respuesta obvia: pocos (por no decir ninguno).
La otra novedad que generó “revuelo” fue el fichaje por parte de Villa San Carlos, de la jugadora profesional trans Mara Gómez. Parece mentira que a más de siete años de aprobada la ley de Identidad de Género en nuestro país, la incorporación de una mujer a un plantel femenino siga levantando tantos cuestionamientos y opiniones, sometiendo continuamente a la población trans a un escrutinio social inadmisible.
Las barreras que siguen interponiéndose entre las personas trans y la práctica del deporte profesional no son otra cosa que las muestras de cuán extendidos siguen estando los prejuicios y cuán arraigada la discriminación allí donde deberían construirse espacios de cooperación, solidaridad e integración. Evidentemente queda mucho por hacer.
Hace unos días leyendo la nota sobre la inclusión de Mara, las resistencias desatadas y el enorme aporte que su sola participación está haciendo para que el deporte y nuestra sociedad cambien, recordé imágenes e historias de la primer Marcha del Orgullo en Buenos Aires, allá por 1992.
En tiempos difíciles para dar la cara y poner el cuerpo, las mujeres trans fueron quienes encabezaron principalmente la manifestación, mientras muches caminaban detrás de ellas y con máscaras en sus rostros, como resguardo ante tanta violencia y odio.
Fue la valentía y el coraje de aquellas pioneras lo que echó a andar una rueda que 30 años después, ya libres de máscaras y vergüenza, convoca cada año a medio millón de personas para celebrar la diversidad y todos los derechos conquistados.
Quizá en estos tiempos, nuevamente, sean las personas trans quienes, con su participación en primera persona, poniendo el cuerpo y transpirando la camiseta, contribuyan a derribar esas difíciles barreras que aun separan al deporte de la igualdad real.
El autor es director ejecutivo del Instituto de Políticas Publicas LGBT+ y miembro de la CD de la Federación Argentina LGBT.