
El 10 de marzo se cumplirán tres meses del gobierno de Alberto Fernández. Si se tiene en cuenta el aumento acordado la semana que termina, los salarios de los trabajadores en blanco habrán crecido apenas el 8,9% en promedio. Ese aumento se aplica solo al 30% de la fuerza de trabajo, porque no incluye a monotributistas ni a trabajadores no registrados. Como se trata de una suma fija, los porcentajes crecen hacia la base de la pirámide y caen hacia la cúspide. Pero aún para los salarios más bajos, como la inmensa mayoría de los trabajadores no reciben aumentos desde agosto, el aumento está por debajo, o muy por debajo, de la inflación semestral.
Ese solo dato representa uno de los rasgos más evidentes del primer mes de Alberto Fernández. Se trata de un gobierno que no tiene casi nada para repartir y deberá convivir por largo tiempo con la escasez, un elemento muy fastidioso para cualquier presidente. “Nosotros nos comprometemos a que los salarios no pierdan este año con la inflación”, se sinceró el ministro de Trabajo, Claudio Moroni. Si cumpliera la promesa, no habría recuperación luego de años de deterioro salarial.
Lo que ocurre con los salarios sucede también con las jubilaciones. Una de las primeras medidas de Fernández consistió en voltear la movilidad jubilatoria. La razón para hacerla fue explicada por el mismo Presidente: “La ley de Macri era impagable”. O sea: va a haber menos plata para los jubilados de lo que preveía la ley derogada. Esa decisión fue compensada con una suma fija, por dos meses, para jubilados que ganan menos de 19.500 pesos. No es necesario explicar demasiado para entender lo que ocurre: si hay alivio, para jubilados y trabajadores, el alivio deberá esperar.
El primer mes de gobierno ha incluido una batería de medidas que diferencian a Alberto Fernandez de Mauricio Macri. En sus primeros 30 días, Macri devaluó a partir de la liberación del cepo, eliminó retenciones y aumentó tarifas: eso generó una estampida de precios y un aumento del déficit fiscal para favorecer a los exportadores. Fernández, en cambio, contuvo las tarifas y el dólar mediante un estricto control de cambios, pero aumentó retenciones. En ese sentido, el peso del esfuerzo fiscal se distribuye de otra manera, y el control del Estado sobre la economía, en el corto plazo, permite evitar la angustia y la zozobra innecesarias que marcaron a fuego los cuatro años del macrismo.

Pero esas diferencias, que definen una parte significativa del perfil de un Gobierno, no alcanzan para ocultar un enorme punto en común: el esfuerzo de ambos por alcanzar el equilibrio fiscal y estabilizar la economía en base, en parte, tomando como ancla a los salarios. Y el peronismo, para hacer las cosas, siempre es más desenfadado. En los 80, con la democracia recién nacida, corría por izquierda a Raúl Alfonsín cuando este intentaba corregir los desequilibrios con algunas privatizaciones vergonzantes: luego llegó el poder y arrasó con el Estado. De la misma manera, en su primer mes, Fernández puso en marcha un plan de contención de jubilaciones y salarios que Macri ni siquiera se hubiera atrevido a imaginar. Por mucho menos, el país hubiera ardido. Así, despejó algunos fantasmas: no es chavista, no irá al default, no romperá con el Fondo Monetario Internacional y todo indica que los acreedores privados, en este contexto, aceptarían darle tiempo para que pague.
Todo eso pasó como si nada, gracias al recuerdo reciente del macrismo y también a un discurso moderado del Gobierno, cuyo presidente le dice a cada cual lo que quiere oír, en una especie de zigzagueo interminable, en el que cada gesto es precedido o continuado por otro gesto en sentido contrario. Si un día sienta a su lado a Martín Caparrós, duro crítico del kirchnerismo, al día siguiente lo ubica en esa silla a Ricardo Forster, armador de Carta Abierta. Si un día repudia un gesto de Nicolás Maduro y logra elogios de un halcón norteamericano como Elliott Abrams, al día siguiente le retira las credenciales a la embajadora de Juan Guaidó en la Argentina. Y así hasta el infinito y más allá.
En ese devenir, Fernández ha puesto en cuestión algunos de los postulados de la teología kirchnerista. Durante muchos años, se ha dicho que los enemigos del pueblo cumplían una función ordenadora. Bastaba ver cuál era la posición de los mercados o el FMI para saber dónde pararse. La política de Fernández es votada por La Cámpora y elogiada por el FMI. No importa la ideología ni los factores de poder que aplauden o reprueban: lo que importa es que funcione. Este último punto, que el experimento funcione, es lo que finalmente define el destino de un Gobierno. Igual, por repetidos que sean estos movimientos, no dejan de sorprender por su virulencia. En un partido puede haber dosis de dogmatismo y pragmatismo. Pero, ¿tantas?

Un lugar común del peronismo sostiene que “los días más felices fueron, son y serán peronistas”. Suena hermoso, salvo que dicho en esos términos resulta un recorte temerario: ha habido días peronistas felices y tristes, de bonanza y de malaria, de euforia y amargura, de paz y violencia extrema. Recordar solo los buenos tiempos e ignorar los difíciles reduce la capacidad de acción de un Gobierno: como si lo único que hubiera hecho el peronismo en su historia hubiera sido crecer y distribuir. El desafío de la conviviencia entre peronismo y escasez, de hecho, se inscribe en una tradición nada ajena a la historia peronista: casi todos sus líderes han chocado, tarde o temprano, con esa piedra.
Eduardo Duhalde, por caso, recibió el país destrozado y debió pilotear una devaluación cuyos costos sociales fueron inmensos. Carlos Menem debió renegociar la deuda y convivir con una hiperinflación desatada durante el primer año y medio de gobierno, mientras desguazaba el Estado, lo retiraba de la Economía y reducía los derechos de los trabajadores. El propio Néstor Kirchner redujo significativamente los salarios estatales apenas asumió como gobernador de Santa Cruz: repagó esos sueldos gracias a la privatización del petróleo argentino.
Naturalmente, entre los antecedentes también figura el Juan Perón de 1952, cuando empezó a hablar de productividad. Hay un párrafo suyo de esos tiempos, que casi nadie recuerda: “La economía justicialista establece que de la producción del país se satisfacen primero las necesidades de sus habitantes y solamente se vende lo que sobra: lo que sobra, nada más. Claro que aquí los muchachos, con esa teoría, cada día comen más y consumen más, y como consecuencia cada día sobra menos. Pero han estado sumergidos, pobrecitos, durante cincuenta años; por eso yo les he dejado que gastaran y que comieran y que derrocharan durante cinco años todo lo que quisieran; se hicieran el guardarropa que no tenían, se compraran las cositas que les gustaran, y se divirtieran también, que tomaran una botella cuando tuvieran ganas (...) pero, indudablemente, ahora comenzamos a reordenar para no gastar más”.
Cada peronista tiene una frase de Perón que lo justifica.
Reordenar para no gastar de más, es una buena síntesis de los primeros pasos de Alberto Fernández.
Esto recién empieza.
Falta mucho para saber si el experimento funciona.
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