Alberto Fernández, en su primer mes como presidente, ganó con comodidad la primera y más importante batalla que tenía que dar: su emancipación de Cristina Fernández de Kirchner.
El titular del Ejecutivo conformó su equipo, su discurso y su accionar con altísimo nivel de independencia de la dos veces presidente y consolidó su peso como conductor. No es poco. A pesar de que él detestó en campaña (lo sigue haciendo mientras gobierna) que le preguntaran amablemente quién gobernaría o con innecesaria maledicencia si sería el ̈Chirolita” de CFK, tenía que demostrarlo. Y lo hizo con holgura.
Una de sus habilidades para mostrarse potente fue cambiar el discurso y apoyarse en el propio. Menos bla bla en monólogo de cadena cual Telescuela Técnica que le explicaba todo a todo el mundo, y más concreciones de quien sabe qué es administrar. Introdujo discusiones como la pobreza, el acuerdo, la convocatoria amplia y la palabra presidencial directa mostrándose lejos del rol de director superior de gestión para acercarse al realizador directo que se “ocupa de las cosas” personalmente. De paso: quedó flaquito el consejo económico social amplio para consensuar ideas de Estado.
Tiene por delante otras batallas. En materia económica, supo ampararse en la espantosa crisis heredada (inflación desbocada, parálisis del sector productivo entero, salvo el especulativo, pobreza y demás) para tentarse con las soluciones que ama el peronismo: concentrar el poder. Defaultear a los jubilados (eso es, sin taparrabos semántico, suspender una ley del congreso que atribuía aumentos provisionales), atribuirse el derecho a incrementar ingresos de empleados públicos, privados y jubilados por decreto, devaluar un 30% la moneda (eso es, también desnudo, el dólar solidario) y asumir el rol constitucional de crear nuevas categorías de tributos discriminados por lugares de inversión (eso es el impuesto a bienes personales cobrado según la cara del que paga) es una invocación a los superpoderes que ya todos conocemos.
¿Se podía hacer de otra forma? ¿La crisis no admitía más que sacudir a los jubilados de forma dura? ¿La terca y torpe gestión de Macri no dejó lugar para cerrar más el cepo? Quizá las respuestas sean todas por el sí. Quizá. Pero si la crisis es inmensa y debe ser dicha en crudo, la descripción de la toma de medidas no admiten otra cosa más que esa crudeza ya hay que decir que Fernández goza de superpoderes que huelen feo al lado del concepto de división republicana.
Es verdad que gestiones como la de Daniel Arroyo, con sobrada legitimidad de origen y ejercicio en el tema social, pueden hacer ver mejor las decisiones. Es verdad también que el tono mesurado de los ministros (ahí hay que destacar como ejemplos, hay más, a dirigentes como Santiago Cafiero o Nicolás Trotta).
En resumen: el inicio fue correcto y sólo queda esperar el resultado de las primeras acciones encaminadas a dar vuelta un devenir que era solo negativo. Alberto Fernández logró conquistar una luna de miel en su gestión. Y hay que dejarla transcurrir
Corresponde decir que el área que se mira con atenta preocupación es la de las relaciones exteriores. Ya no hay más margen para titubeos o discursos ambiguos. Nisman, Hezbollah, Estados Unidos, la crisis de Trump e Irán, el alineamiento tácito con Maduro, los exabruptos verbales con Brasil dejan muy borroneada la idea central de este gobierno. Felipe Solá tendrá que explicar qué es Argentina en el mundo, quién es su socio y cuál es, esencialmente, el conjunto de naciones o de ideas con las que no se negocia por razones centrales.
Casualidad o no: se escriben estas treinta líneas a treinta días de la asunción. Quizá haya demasiada obsesión quirúrgica y el tema merezca más tiempo de andar. Otra vez, quizá merezca la espera.