Caracas tiene el mejor clima del mundo. El promedio es de 19,5 centígrados, oscilando entre 14 y 21 grados, dependiendo de la estación. Es por eso que cuando uno pasea un domingo de diciembre a la noche por la Avenida Andrés Bello -doble, con un cantero arbolado al medio- uno puede quejarse de varias cosas, pero no del calor.
Dicen que la avenida -que atraviesa de este a oeste varias zonas de la ciudad y corre semi paralela a la Avenida Libertador- tuvo épocas doradas. Los vecinos afirman que uno de los comercios -una tienda por departamentos al estilo americano- era tan popular que funcionaba como centro de reunión, a la invocación de nos vemos en el VAM, un sitio mítico para los caraqueños, ahora reconvertido en una clínica médica.
Al llegar a la Cuarta Transversal me sorprendió un cartel que rezaba calle ciega, un localismo para lo que habitualmente se conoce como calle sin salida. El edificio de la esquina tiene 11 pisos de alto, una torre doble de 20 metros de largo por 12 de ancho y una entrada por la calle transversal. Sobre el costado de la Avenida Andrés Bello, dos negocios ofrecen servicios muy distintos: un cartel asegura cambiar rizos por cabello lacio y viceversa, mientras otro vende pasajes a Cartagena.
Una alta reja blanca separa la calle del ingreso del edificio, de elegante puerta de vidrio con bordes de bronce, a la que se ingresa luego de atravesar un piso con piedras blancas, grises y verdes. Si el ingreso del edificio mantiene su dignidad original, el costado de la avenida Andrés Bello ofrece una imagen desolada.
Hacia el este y el oeste, de día y de noche, hay gente que ofrece verduras y frutas en unas mesas de madera. En la Cuarta Transversal, una familia ha desplegado un Mercado de Corotos (localismo por cacharros y vasijas, por el paisajista francés Jean Camille Corot) que gana la calle.
Aunque ya es tarde y es una inestable noche de domingo, sigo observando detenidamente el edificio, mientras en la misma la esquina de la edificación una joven hace señas a un bus -que lleva en su parabrisas un pequeño cartel verde oscuro que indica UCV/Plaza Venezuela- que apenas disminuye la marcha para permitir que la joven suba de un salto y amarrada a su mochila, rumbo a la noche.
Estiro, miope, mi mirada y por momentos alcanzo a ver el último piso. Me imagino a mí mismo, en esa misma posición, intentado ver, en 1956. Se sabe que alguien se sentaba todos los días, de espalda a la ventana, para revisar los diarios y tipear -con dos dedos- sobre una máquina de escribir Royal.
Luego de 10 años de ser el dirigente político más importante de su país y el líder indiscutido de las masas populares, había sido despojado de todo el poder político, perseguido por varios países y cambiado varias veces de vida en menos de un año, bajo el ritmo implacable de la política latinoamericana.
Sin dinero ni poder militar, con sus compañeros de lucha defeccionando, esa máquina de escribir se volvería su arma predilecta. Con ella escribiría miles de cartas y enviaría instrucciones para su país, especialmente para los luchadores que vivían en la clandestinidad.
Durante su breve exilio en Venezuela, Juan Domingo Perón habitó el departamento 19, casi desde su arribo, el 10 de agosto de 1956 (tras un breve paso por un departamento en Urdaneta y Pelotas), hasta su mudanza a la Quinta Mema, en El Rosal. Venía de un breve raid por Paraguay, Nicaragua y Panamá, para instalarse en ese pequeño departamento que compartió durante un año con María Estela Martínez -quien sería conocida, sucesivamente, como Isabel y Chabela- a quien Perón nombraba, cariñosamente, la nena.
El círculo íntimo inicial -que atosigaba los 90 metros cuadrados del departamento- se completaba con su chofer Isaac Gilaberte, el secretario privado Ramón Landajo, el periodista Abel Reynoso, el Mayor Aldo Vicente, Olimpia (una señora española encargada de la limpieza) y Rodolfo Martincho Martínez.
Martínez -quien fuera su hombre de confianza en esa etapa y lo ayudara a pergeñar la primera estrategia de la resistencia- debió dejar imprevistamente Caracas tras una infortunada pelea en un bar, que generara un conflicto con Pedro Estrada, el atildado pero siniestro Director de Seguridad Nacional de Marcos Pérez Jiménez, encargado de reprimir opositores y lidiar con la seguridad del entorno peronista.
La breve sala estaba poblada con muebles comprados de apuro, un sofá y unas sillas de una austeridad espartana, así como un simple ropero de metal sobre el que Perón guardaba su Colt 38 Smith and Weson. Una simple mirada a esa discretísima morada desarmaba la propaganda que aseguraba que el tirano prófugo disfrutaba de la riqueza, producto de la corrupción.
Inicialmente con un círculo íntimo, pero luego llena de visitantes, esa sala le permitió a Perón organizar, desde la nada, un movimiento sindical y político de resistencia a la Revolución Libertadora, que perseguía implacablemente al peronismo y a sus militantes. Perón se sentaba en la ventana que daba a la Avenida Andrés Bello durante 12 horas diarias para escribir cartas personales, enviar consignas, girar instrucciones, armar planes de lucha, encumbrar o difuminar dirigentes, nombrar y descalificar representantes, responder agravios, agradecer apoyos, en frenética actividad.
Luego, Perón usaría, en su largo exilio en Madrid, cintas magnetofónicas, discos, filmaciones y todo tipo de mecanismos para enviar mensajes, reorganizar el movimiento y recapturar el poder. Pero, en Caracas, sólo tendría esa máquina de escribir, esa breve sala y la ventana -a la que le daba, peligrosamente, la espalda- para recibir la intensa luz de las montañas de El Ávila sobre el papel.
De la interminable lista de visitantes que Perón recibió en ese departamento, los historiadores destacan dos personalidades notables: Rogelio Frigerio y John William Cooke. Frigerio, enviado del candidato de la Unión Cívica Radical Intransigente -UCRI- Arturo Frondizi, intentaba armar una alianza política con el peronismo: a cambio de los votos populares, prometía sacar al peronismo de la ilegalidad y levantar la intervención a los sindicatos. El contexto político mostraba la ineludible presencia del peronismo en la política argentina: en las elecciones para constituyentes a la reforma constitucional de 1957, el voto en blanco -ordenado por Perón- lograría la primera mayoría.
Frondizi creía que el peronismo y el radicalismo intransigente podrían conformar una alianza política mutuamente beneficiosa, pero otro sector del radicalismo, liderado por Raúl Balbín, mostraba un anti-peronismo atávico cercano al de la Revolución Libertadora. Naturalmente, Frondizi quería ganar las elecciones y para ello necesitaba los votos peronistas. Pero, además, imaginaba una suerte de camino paralelo, un entrismo, que luego sería intentado desde la izquierda en los años ´70, combinando el apoyo popular con una nueva agenda política. La desconfianza a la propuesta radical intransigente del ex presidente está plasmada en la correspondencia de Perón con líderes del movimiento en Argentina.
El pacto entre el peronismo y la UCRI fue negociado, entre otros, por Rogelio Frigerio, Ramón Prieto (un exiliado español) y John William Cooke, quien mantenía informado detalladamente a Perón. Frigerio llegó a Caracas en enero del 1958, en los prolegómenos de la insurrección popular que terminaría con el gobierno de Pérez Jiménez. Si bien el pacto se empezó a instrumentar en Santo Domingo (la próxima parada en el exilio), todo fue acordado en Caracas.
Perón, consciente de que Frondizi no podría cumplir con las expectativas del pacto, pidió que el mismo fuera por escrito y estuviera firmado, lo que generaría un inmenso debate en los años ´60 sobre la veracidad del pacto, negado durante décadas por los radicales intransigentes. Otro aspecto polémico es la supuesta existencia de una fuerte suma de dinero (se habla de medio millón de dólares) que habría formado parte del acuerdo y habría sido entregado, gradualmente, durante 1958 y ya con Perón en República Dominicana, mediante el empresario argentino Luis Gonzáles Torrado.
Finalmente, el 3 de febrero de 1958, Perón envió un mensaje para el “Comando Táctico Peronista", de tres páginas, que incluye un párrafo ordenando "votar por el doctor Arturo Frondizi, candidato que ha declarado solemne y públicamente su propósito de rectificar la política económica antinacional, restablecer las conquistas del Justicialismo y permitir la libre expresión política y sindical de la masa popular". Varios sindicalistas hicieron copias que fueron distribuidas entre los votantes peronistas. Las elecciones del 23 de febrero de 1958 otorgaron la victoria a la fórmula Frondizi-Gómez.
Frondizi, bajo presión de los militares anti peronistas, sólo pudo cumplir parte del pacto, devolviendo los sindicatos a sus líderes, pero otorgando una amnistía parcial al peronismo. Enfrentó la lucha sindical con la implementación del Plan Conintes, una estrategia represiva que sentó un aciago precedente.
Frondizi intentaba gobernar entre múltiples presiones: la autorización a una fórmula neoperonista a participar en las elecciones generaría el triunfo de Andrés Framini en la provincia de Buenos Aires. El desconocimiento del resultado por parte del gobierno, medida exigida por los militares, no impediría el golpe de Estado que terminaría con la experiencia desarrollista y generaría la animadversión de Perón a Frondizi, hasta su reencuentro en Madrid en marzo de 1972.
Por fuera de esa frustración, el acuerdo tuvo un efecto deletéreo en la política argentina: la idea de pacto como acto espurio atravesaría la historia política nacional, consolidando la reputación de Frondizi como un político sin escrúpulos.
Obran como antecedente la crítica al contubernio por parte de Hipólito Yrigoyen al radical Marcelo T. de Alvear (porque su acuerdo electoral con demócrata progresistas y sociales, que llevara Alvear al poder en 1922, no respeta los ideales originales de la UCR). El Pacto de Olivos entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem, para negociar la reforma constitucional de 1994 es otra supuesta mancha de inmoralidad, en un planeta en que las alianzas políticas y los pactos son habituales.
El acuerdo propuesto por Frondizi sería también el primer intento de muchos otros de incorporar al peronismo a la vida política argentina sin sus rasgos anti sistémicos. La postura de John William Cooke –quien, paradójicamente, luego derivaría hacia posiciones radicales- sería clave para convencer a un colérico Perón de abandonar la tentación insurreccional e integrar al peronismo al sistema político argentino mediante estrategias electorales, intentando superar la proscripción mediante el atajo propuesto por la UCRI.
Otros intentos posteriores de pasteurización del peronismo fracasarían ineluctablemente, generando un antiperonismo infame, enfrascado en desmontar sus conquistas. Sin embargo, en ese momento, la temprana noción de que el indudable valor del peronismo -como fenómeno de ingeniería social que integrara a la vida social y política a los trabajadores fuera del sistema- debía ser mejorado con rasgos republicanos no provino –precisamente- de la derecha peronista. Fue John William Cooke quien, con su habitual lucidez, declarara al peronismo no se lo reemplaza, se lo supera.
Como ahora bien sabemos, el acuerdo pergeñado en el departamento de la Avenida Andrés Bello, finalmente, fracasó. La pugnacidad (¿política, cultural?) entre el peronismo y el antiperonismo atravesó la historia argentina hasta diciembre de 2019, cuando escribo estas líneas.
En ese departamento y durante su breve estadía en Caracas, Perón lidió con las adversas circunstancias que lo rodeaban, asumiendo su derrota política, pergeñando estrategias, viviendo frugalmente, pensando la Argentina, tomando mate, turbado inicialmente por el deseo de venganza (“tengo un odio inextinguible que no puedo ocultar”, le escribió a Cooke ), iniciando una vida íntima con Isabel, lidiando con su pobre economía, celebrando la fuga de presos peronistas de una cárcel en río Gallegos, sobreviviendo a un atentado que volara su adorado auto Opel Kapitän, disputando la atención de los diarios con el Embajador argentino en Caracas Carlos Toranzo Montero, paseando sus perros caniches, escuchando tangos, nombrando heredero político a John William Cooke, hablando con emisarios y escapando raudamente a República Dominicana con la caída de Pérez Jiménez.
Perón estaba desolado, aturdido por las inequidades de su nueva vida y tan despojado de todo poder que sólo le quedaba pensar, leer, escuchar y escribir. Así, un momento colérico y vengativo inicial parecía dar paso a una etapa realista y heterodoxa, llevando a Perón a optar por el tiempo en vez de la sangre. Como todo hombre en la intemperie de la derrota, esa, quizás, haya sido una de las mejores versiones de Perón. Es significativo que otra inesperada derrota haya generado el -para mí- mejor peronismo: creativo, racional y tolerante, en los años de la renovación peronista, entre 1983 y 1987.
En la esquina de la avenida Andrés Bello y la cuarta transversal la noche me cubre completamente. Algunos vecinos pasan, raudos y desconfiados, a mi alrededor. Subo a mi auto y busco el camino a casa. Prendo la radio: hay un programa de astronomía.
Un periodista comenta que Betelgeuse se ha comportado rara últimamente y ha perdido brillo, lo que podría anunciar su definitivo final o un cambio brusco en su existencia. Betelgeuse, una de las estrellas más grandes del firmamento -situada en la constelación de Orión y a 700 años luz de distancia y cientos de veces más grande que el sol- es una supernova moribunda que ha sido estudiada por científicos y astrónomos durante siglos. Recordé entonces que el avión que trajo a Perón desde Madrid, el 20 de junio de 1973, se llamaba Betelgeuse. Juan Domingo Perón -dice Tomás Eloy Martínez, en su inolvidable novela- le habría puesto ese nombre a instancias de su inefable secretario José López Rega.
¿Qué hacemos -me pregunto- tan lejos de Argentina, sin dejar de pensar en ella? Quizás -en esta noche de domingo y en estas soledades- la miramos como a Betelgeuse, intentando -infructuosa, obsesivamente- adivinar desde lejos el significado de unos brillos, emitidos hace mucho tiempo.
Cambio la estación de radio buscando música y me sorprende un tango. Sonrío por la coincidencia. Es Por una cabeza. Tras todos estos años, Gardel sigue diciendo que -aunque nos salga mal- nos jugamos por lo que amamos. Esquivo un bache de tamaño jurásico y presto atención a la letra de Alfredo Lepera. Gardel me recuerda que algunas locuras borran la tristeza y calman la amargura. Acelero y el auto sigue raudo por la avenida Andrés Bello. Cruzo La Salle, rumbo al este de la ciudad, sólo para recordar, entonces, que Cortázar tenía razón: ser argentino, es estar lejos.
*El autor es diplomático argentino en Venezuela