La sola invocación de las garantías constitucionales resuena como una suerte de mantra ante el que solo cabe el silencio. Pero se olvida que las garantías son resguardos, protecciones o defensas que preservan el orden de justicia, cuyo beneficiario es ante todo la comunidad y sus miembros, incluidos quienes violaron la ley. Pero no sólo ellos.
Todo hacía pensar que el nuevo gobierno profundizaría la ampliación de derechos y garantías constitucionales ganados en la administración anterior. Uno de los avances legislativos -sancionada por unanimidad en julio de 2017- fue la ley 27. 372, conocida como “Ley de Víctimas”, en virtud de la cual las personas víctimas de delitos gozan del derecho a participar en todas las dimensiones del Sistema Penal, el cual comprende la acción sistémica de las fuerzas de seguridad, jueces, ministerio público fiscal y de la defensa, auxiliares de la justicia (abogados, peritos, etc.) y el servicio penitenciario.
Adviértase que la Ley de víctimas no fue la resultante de un acto vacuo de demagogia sino el reconocimiento de una deuda pendiente desde la restauración democrática, cuando se enunció la Declaración sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su resolución 40/34, de 29 de noviembre de 1985. Dicha norma consta de dos partes. La primera de ellas se consagra a las víctimas de delitos, y se normativiza el acceso a la justicia y el trato justo; se especifica que, además de recibir la sanción penal, “los delincuentes o los terceros responsables de su conducta resarcirán equitativamente, cuando proceda, a las víctimas, sus familiares o las personas a su cargo”; y que “cuando no sea suficiente la indemnización procedente del delincuente o de otras fuentes, los Estados procurarán indemnizar financieramente a las víctimas” y se les proveerá de asistencia integral. La Declaración de las Naciones Unidas de 1985 fue refrendada por numerosos instrumentos internacionales, entre otros, por la Carta Iberoamericana de Participación Ciudadana en la Gestión Pública, firmada por nuestro país en el 2009, y catalizada por numerosos instrumentos internacionales.
En la Argentina, por razones ideológicas que sobra retomar aquí, no fueron prerrogativas gozadas por las víctimas de delito común sino que, en su lugar, fueron destinadas exclusiva y discriminatoriamente a un breve apartado con el que concluye la Declaración: las víctimas del abuso de poder, las que recibieron todos y cada uno de los beneficios estipulados para las víctimas de delito en general. Todavía hoy continuamos pagando las jubilaciones especiales para los “presos políticos” (sic), mientras una madre a la que mataron a su hijo por un celular debe mendigar justicia en fiscalía, sin facilitársele el acceso a la justicia, sin trato justo, sin recibir resarcimiento del delincuente ni indemnización del Estado.
En busca de una solución a la sobrepoblación carcelaria, se convocó a una Mesa de diálogo. En el escenario mundial del siglo XXI, era de esperar que la convocatoria formal a una “mesa de diálogo” integrada por la Justicia, el Gobierno y entidades de derechos humanos extendiera la invitación a organizaciones de derechos humanos de las víctimas de delito común, en especial a las víctimas de homicidio, las más numerosas y gravosas. Pero no lo hicieron, temerosos de que, para usar una gráfica expresión coloquial, “les escupiéramos el asado”. Puesto que sólo toman en cuenta factores extrajurídicos, confunden el contexto de explicación con el de justificación, insistiendo en que las cárceles bonaerenses "tienen una capacidad para alojar a 23.000 personas y hoy están detenidas 49.000” como si esa cuestión de facto avalara de jure la liberación de asesinos y violadores. Pero siguen debatiendo la cuadratura del círculo, en lugar de implementar la construcción o ampliación de las cárceles existentes.
Por añadidura, desconociendo que las organizaciones de la sociedad civil en defensa de los derechos y garantías de las víctimas poseen el derecho de estar presentes y ser escuchadas, asistimos a un manifiesto retroceso de sus derechos, otra vez ignoradas por una (sesgada) Mesa de diálogo. Nadie invitó a la Asociación Civil Usina de Justicia, y pese a su pertenencia como miembro de la sociedad civil de la Organización de Estados Americanos (OEA) de la cual usufructúan tratados internacionales interpretados unilateralmente, se nos “ninguneó”.
La contabilización de las muertes por violencia institucional es objeto de debate: el número de gatillo fácil fue cuestionado por CORREPI que lleva su propia estadística, según la cual son 78, si bien aclaran que ignoran el número real de muertes o la información les llega tiempo después. El CELS tiene su propia estadística. Y el Ministerio de Seguridad la propia: para el año 2018 solo reconoce 24 casos.
No falló la lista de invitados por error ni por olvido. En todo caso, la omisión es deudora de una naturalización de la doctrina de derechos humanos, aplicada en la Argentina desde 1985 a las víctimas del abuso de poder. Todavía hoy, las políticas de DDHH son sesgadas por una ideología que contradice los hechos. Si “la única verdad es la realidad”, según dijo el general Perón (precedido por Aristóteles), las victimas de “gatillo fácil” durante 2018 no superan las 100 víctimas, según diferentes fuentes, mientras que las victimas de Homicidio doloso durante el mismo lapso sumaron 2.362. Traducido a números proporcionales: por cada víctima de gatillo fácil se contaron 24 víctimas asesinadas por un celular o una moto, tomando en cuenta que la Argentina lidera mundialmente las tasas de robo.
Así como los terraplanistas afirman que nuestro mundo se sostiene sobre una gran llanura que flota en el espacio, la progresía sigue preocupada por la violencia institucional. Volviéndonos a otra de las políticas de Seguridad recién anunciadas, reflotar las causas “Maldonado” y “Nahuel” no sólo es desconocer las otras muertes, aquellas que nunca gozaron de privilegios pese a ser el resultado de la complicidad del Estado. Además, es erigir en chivo expiatorio a la Gendarmería. Con este retorno nostálgico a una causa resuelta, se renuevan los votos de fidelidad a la progresía setentista.
Es sabido que uno de los problemas de las especializaciones de la Academia es el reduccionismo en el que se suele incurrir: el cardiólogo ve cardiopatías y el traumatólogo ve lesiones traumáticas porque, espontánea e inconscientemente, se incurre en el sesgo de confirmación por el que procuramos fortalecer nuestras creencias. Es natural, entonces, que una antropóloga especializada en la fuerza pública intente reflotar una revisión de las responsabilidades en la “cadena de mando” que asocia con el ahogamiento de Santiago Maldonado y con la muerte de Rafael Nahuel, fallecido en acción de la Resistencia Ancestral Mapuche (RAM). De allí que ese retorno pueda ser explicado incluso por cierta deformación profesional. Ni cardiopatías ni lesiones traumáticas: gendarmes.
¿Sabe la nueva administración que, de cada cien delitos, menos de tres son investigados y menos de uno recibe sentencia? El ius puniendi es un derecho humano fundamental que debe ejercer el funcionario en nombre de la comunidad política, de la cual es un órgano.
Esperemos que los terraplanistas acepten los hechos como son. Y las normas que deben cumplir en atención a la paz social.
La autora es doctora en Filosofía (UBA), premio Konex de Platino en Ética de la última década y presidente de la Asociación Civil Usina de Justicia.