El gobierno anterior convocó a propios y a otros…propios, bajo el lema “Justicia 2020”.
Según los ejes comunicacionales, se trataba de buscar una Justicia cercana a la comunidad, moderna, transparente e independiente.
Seguramente quienes participaron en ese proyecto defenderán con tanto ahínco las actividades realizadas y sus efectos institucionales como pedirían un misericordioso olvido, en quien esto escribe, sobre las identidades de quienes, con buena o mala fe, dieron su apoyo personal a esa iniciativa.
Mientras el angustiante plazo del 2020 se acercaba, la Justicia seguía con su maquiavélico y varias veces centenario plan de alejamiento de la comunidad, se sacaba lustre a los procedimientos más deplorables y arcaicos de ejercicio de un poder construido bajo laberintos inquisitivos, se presionaba a jueces para fallar como era esperable desde el poder de turno, se echaba a los “incumplidores”, se nombraba sin mérito alguno a los futuros “cumplidores”, se enviaban proyectos de Código Penal tan grises como algunos uniformes de las fuerzas de seguridad a quienes se quería proteger y el Consejo de la Magistratura manipulaba los resultados de los concursos manteniendo una coherencia digna de elogio: con la misma arbitrariedad que lo caracterizó de modo vergonzante desde su mismo nacimiento institucional.
Para no ser menos, y mientras fiscales y defensores oficiales de perfil “académico” (como dice mi hijo: “ponele”) eran invitados a legitimar entre brindis los “logros” anticipados de la Justicia 2020, sus respectivas cabezas institucionales, según el artículo 120 de la Constitución Nacional, ponían a trabajar sin descanso a algún fiscal y algún defensor (de perfil más acostumbrado a trabajar en el barro –para referirme a alguna sustancia no estigmatizante-) que “acordaban” ciertos relatos, de ciertos arrepentidos, que beneficiaban a cierto poder de turno y perjudicaba a ciertos ex funcionarios caídos en desgracia.
Al unísono, algún que otro juez mejor valorado interpretaba las garantías bajo un raro sistema de vasos comunicantes: las garantías que se respetaban en algún ex funcionario de extrema importancia se desvaloraban en algún ex empresario de cierta cercanía ideológica y patagónica, a la inversa de algún otro Juez de desprestigio intenso que hacía lo mismo pero al revés, beneficiando a los empresarios.
Mientras tanto, algunas diputadas y alguna no abogada (pero procesada) cuyo amor al Presidente no le impidió conducir al desatino a la Oficina Anticorrupción (no hace falta el lenguaje inclusivo, ya que se incluyeron solas por méritos e indignidad propia), maravilladas por un “servicio” de Justicia (nunca mejor dicho) que transformaba cualquier zapatazo errático en un pase gol, se encargaban de no descansar en el abastecimiento selectivo a ese “servicio” federal.
Como sabemos, diciembre es un mes de reflexiones, y aquí no queremos excepcionar esa tradición: hoy reflexionamos que menos mal que el 2020 no llegó de la mano de los que se fueron, y también reflexionamos que ese mismo y tan cercano 2020 debe ser el inicio claro, contundente, enfático, de un cambio que recibe y se nutre de la energía del emocionado y emocionante NUNCA MÁS que pronunció el Presidente en una oportunidad que no facilita el pase al olvido.
Hoy hay nuevo titular de la Oficina Anticorrupción, seguramente habrá nuevo Procurador, nuevas autoridades en el Ministerio de Justicia y ello nos hace por un lado renovar las esperanzas y por otro expresar los deseos para este (ahora resguardado) 2020.
No se trata de deseos muy personales ni originales. El lector advertirá rápidamente que el listado refleja casi tanto sentido común como porcentaje de obviedad. No sería bueno equivocarnos: la vuelta al Estado de Derecho es, justamente, la vuelta a lo obvio, la vuelta a la racionalidad, al automatismo institucional.
Es eso mismo. Debemos volver a lo obvio, esa es la agenda. Debemos volver a la obviedad de jueces elegidos por sorteos transparentes que aseguren el azar, a la obviedad de fiscales que no influyan en la Justicia de los clubes de fútbol de los cuales son simpatizantes y cumplen funciones de alguna jerarquía, a que, naturalmente, un camarista no pueda influir en las actividades de investigación que realiza la oficina de escuchas, a que a un fiscal que se lleva mal con el juez no se le ocurra ir a preguntarle a la instancia superior de ese juez si, en el caso de presentar un recurso de queja, esa instancia daría la razón al fiscal, o a la obviedad de fiscales que no inician investigaciones preliminares sin control judicial siempre dirigidas al mismo sector ideológico, a la obviedad de que no se modifiquen por razones inexistentes los órdenes de mérito de los concursos judiciales, a lo natural de que la reglas de conexidad no puedan ser manipuladas hasta el infinito solo al efecto de poder cumplir con las mandas del Presidente o de la propia maldad. Debemos volver a lo predecible de la libertad durante el proceso, a lo lógico de que nadie sea castigado sino luego de una sentencia firme de condena, a lo natural de una valoración razonable de la prueba, a que a la víctima de un delito se la contiene y la protege, pero ello no debe implicar asociarnos a los discursos demagógicos que transforman a la víctima en un sujeto del cual deben salir todas las razones de las políticas públicas, a que este claro que nadie debe defenderse más de una vez de un mismo hecho y cuestionar el escándalo que significa que un funcionario deba asistir a ocho o nueve procesos en su contra por el mismo hecho, debemos volver a lo obvio de que la sociedad civil organizada tenga voz en el diseño de las políticas de persecución criminal del Ministerio Público Fiscal, a lo usual de defensores cercanos al imputado y fiscales cercanos a la gente.
Se trata de volver a valorar lo esperable de fiscales que rompan el monopolio del contacto comunitario que hoy sigue detentando la instancia policial, fiscales que actúen y vivan donde el vecino vive. Debemos construir un futuro en el cual no haya discursos de presidentes de la Corte que cuenten cómo fue que se “armó” un tribunal que estuviera a la altura del castigo y pena de quienes hayan estado vinculados con una tragedia. Volver a jueces-jueces y abandonar el estilo de jueces-sheriff que creen que la sociedad espera de ellos que manipulen la intervención de los peritos para que concluyan con dictámenes alejados de su ciencia pero cercanos a las pretensiones punitivas de cierto contexto político y social. Queremos disfrutar de la “obviedad” de jueces formados, que respondan al nivel científico del entorno académico, jueces que no se sorprendan cuando se les dice que deben definir el hecho con precisión en la indagatoria, o cuando se les solicita que dentro del listado interminable e indiscriminado de prueba citada en ese acto, se les recuerda que solo deben resaltar la prueba que es “de cargo” y que en definitiva de esa prueba de cargo es de la cual debe defenderse exclusivamente el acusado. Allí es cuando al abogado le viene la imagen de que el mejor modo de esconder un elefante es que desfile en medio de una manifestación de elefantes.
Deseamos gozar de la normalidad de jueces que permiten de buen grado el acceso a los expedientes, que no esconden ciertos trámites incidentales, que no ignoran y dan el debido trámite a los planteos que realizan los letrados defensores.
El deseo final también es obvio: que todos tengan un memorable 2020 y que nuestro país sea salvado una vez más del temible default de garantías constitucionales.
El autor es doctor en Derecho (UBA), profesor titular de Derecho Penal y Procesal Penal (UBA)