Alberto Fernández y la guerra del cerdo

El presidente argentino Alberto Fernández (REUTERS/Mariana Greif/File Photo)

En Francia se viene debatiendo, no sin estrépito, el cambio de las leyes jubilatorias. Macron quiere abrogar los 42 regímenes especiales (empleados de transporte público, de la energía, de la ópera, etc), que implican retiros a edades menores (que van entre los 50 y los 59 años, contra 62 del régimen general) y tienen una distinta fórmula de cómputo de la mejor remuneración (tomando por ejemplo los últimos seis meses, contra los últimos 25 años en el régimen general). El debate gira en torno a quiénes serán los jubilados a los que se aplicará el nuevo sistema, ya que se discute si quedarán abarcados los de la generación nacida en 1963, con lo cual se aplicaría a partir de 2025, o la generación nacida en 1972, en cuyo caso la entrada en vigor de la reforma quedaría pospuesta para 2034.

En cuanto a la edad, ya en 2010 había habido una reforma que llevó la edad de 60 a 62 años, inferior a la de España que es a los 65 y a la de Alemania que es a los 67. Macron aparentemente baraja la posibilidad de llevarla a los 64. En cuanto concierne a este punto sin duda que la mayor expectativa de vida hace que sea natural elevar la edad, no sólo porque los seres humanos pueden trabajar normalmente hasta los 70 años o más, sino además porque al aumentar la cantidad de años en que el Estado debe pagar las jubilaciones se hace cada vez más difícil afrontarlas.

Francia tiene hasta ahora uno de los sistemas más beneficiosos para los jubilados y es ínfimo el porcentaje de viejos que corre riesgo de caer en la pobreza, pero a la vez representa un enorme peso fiscal, que Macron ha decidido rebajar con estos cambios. Estas propuestas de Macron, puestas en consideración desde hace varios meses, han desatado inmensas huelgas y manifestaciones, dada la sospecha de que lo que está en juego es perder la red de protección y el Estado de bienestar.

Resulta particularmente interesante contrastar este fenómeno francés, tan precavido y a la vez complejo, con la improvisada experiencia argentina reciente. En 2017, y luego de un largo proceso de lucha de los jubilados que coronó en un fallo judicial emblemático, el llamado “caso Badaro”, se logró una ley que ajustaba los haberes con el índice inflacionario, e incluso le otorgaba algún punto extra por arriba de la inflación. Ya no dependían de la gracia del gobernante de turno, sino que tenían un porcentaje del haber del activo actualizado trimestralmente por la inflación. Increíblemente, y tal vez por el solo hecho de que no era un gobierno peronista el que lo impulsó, ese logro se vio envuelto en una gran polémica, con el Congreso sitiado y apedreado. Al llegar al gobierno, Alberto Fernández advirtió que gran parte del déficit fiscal obedece al peso de las jubilaciones y por eso quiere cambiar la fórmula de ajuste. La ley fue enviada sorpresivamente y los diputados y senadores ni tuvieron tiempo de leerla, como ellos mismos lo confesaron. El mal hay que hacerlo todo junto y de golpe, según la recomendación de Maquiavelo.

Lo que no se dice es que ese enorme peso fiscal no obedece a que se le pague a los jubilados lo que corresponde, sino a que en el período kirchnerista, de 2003 a 2015, se incorporó al sistema jubilatorio a una enorme masa de personas que nunca habían aportado. Por eso el sistema colapsó y se torna impagable. Paradójicamente aplaudieron a Cristina por otorgar beneficios que luego no se podrían pagar a gente que no le correspondía, apedrearon a Macri por otorgar lo justo a quienes sí le correspondía, y ahora, emparejando hacia abajo, quieren seguir beneficiando a los que no les corresponde (porque no aportaron) y perjudicar a quienes sí le corresponde (porque trabajaron y aportaron toda su vida). El mundo del revés.

No es raro que suceda esto cuanto la cultura que se intenta instaurar es la contraria a la meritocracia. La justicia ya no es dar a cada uno lo suyo, sino te doy una dádiva inmerecida a cambio de tu voto. Un favor igual un voto: un acto de “justicia poética peronista”, es decir una absoluta injusticia. Es el huevo de la serpiente. ¿Quién querría vivir en un país profundamente injusto? ¿Quién querría invertir en un país con reglas discrecionales y arbitrarias, donde además la justicia es colonizada por la política (de lo que dan cuenta las profusas liberaciones de presos por corrupción), los servicios de inteligencia quedan a cargo de una militante fanática de Justicia Legítima que supo decir que Nisman se había suicidado, y el periodismo otra vez es acosado (como lo prueba el “Sabelo, Alconada Mon” del presidente Fernández)?

Adolfo Bioy Casares escribió en 1969 su novela Diario de la Guerra del Cerdo, que no por casualidad está ambientada en el invierno de 1943, el año y hasta el momento preciso en que nace el peronismo. El personaje central es Isidoro Vidal, un jubilado, y la trama consiste en que un grupo de jóvenes comienza a hostigar a los viejos. Lo que se advierte es que los viejos ya no viven hasta los 50 o 60 años, sino hasta los 80 o los 100, con lo cual empiezan a molestar. Por eso el imperativo de los jóvenes es matarlos, sin advertir que al matarlos están suicidándose, están matando al viejo que van a ser. Es solo cuestión de tiempo: sabelo, Fernández.