Un giro copernicano en la política argentina

El presidente argentino, Alberto Fernández, habla cerca de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner en un escenario frente a la casa de gobierno después de su asunción, en Buenos Aires, Argentina, 10 de diciembre de 2019. (REUTERS/Ueslei Marcelino)

Ante la posibilidad de que después de cuatro años de destrucción sistemática de la Argentina Macri fuera reelecto, se produjo la posibilidad de un giro copernicano. Hasta ese momento, la política argentina giraba no alrededor del sol, sino alrededor de Cristina: ¿la amás o la odiás? ¿Es la mejor o la peor? La frontera se colocaba en ese nombre, que sigue siendo la figura política que más pasiones de todo tipo despierta en la sociedad. Por el motivo que fuera, esa situación le era funcional a Macri y a Durán Barba. Dispuestos a estigmatizar adversarios y a debilitar la democracia para ganar una elección, ellos confiaban en el famoso “techo electoral bajo” de la ex presidenta. Mucha gente la ama y mucha gente no la quiere.

El giro copernicano del que hablamos consiste en que el debate electoral y futuro de la Argentina se centre, por el contrario, en pensar cómo evitar otra recaída neoliberal. Más allá de las opiniones sobre los doce años anteriores al gobierno de Cambiemos, el problema y el eje central del debate es Macri. Para ello, la pregunta debería ser sobre el balance de su gobierno. Sobre la economía. Sobre su gestión, la “pobreza 0” y su colección de promesas incumplidas.

Antes de abundar sobre este 2019, quisiera explicar por qué creo que este giro copernicano, que puede ser profundo y persistente, es la única manera de resolver uno de los grandes problemas del país: la débil sustentabilidad política de los gobiernos populares. Asumir este problema es crucial para el futuro de la Argentina. Puede haber una solución y puede estar germinando.

El mundo gira en torno del peronismo

En el surgimiento del peronismo, en su derrocamiento, en el regreso de Perón, es decir, en momentos decisivos para la historia argentina, todas las variantes políticas giraron en torno del peronismo. En 1945 y 1946, el antiperonismo se llamó a sí mismo “Unión Democrática”, ya que acusaba al peronismo de ser nazi-fascista. Que la extensa y rica tradición antifascista argentina escindiera su devenir político de la clase obrera fue una tragedia para el país.

Necesitamos que el “peronismo”, es decir, los dirigentes, intelectuales y militantes del peronismo, piensen que mientras el antiperonismo se arrogaba toda la democracia para sí, el peronismo hizo lo propio con el pueblo. Su identidad en aquel momento y en etapas posteriores estuvo muy ligada a la idea de que “el pueblo es peronista”. Si los antiperonistas designaban como fascistas a los peronistas, los peronistas acusaban de oligarcas y cipayos a los antiperonistas. Sin embargo, enestos setenta años, el antiperonismo casi siempre obtuvo más del 35% de los votos. Y a veces logró el apoyo de más de la mitad del electorado. Eso significa que hay una parte de la sociedad y del pueblo que no votó por el peronismo, que no es peronista y también que es antiperonista.

La pregunta es si esa manera de organizar el discurso y las identidades puede ser útil y potente setenta años después. O si hay que repensarla para poder construir, lentamente, una mayoría política contundente que apoye un modelo de desarrollo con justicia social, con democracia profundizada y mayor igualdad.

Nada de eso puede hacerse sin el peronismo y sin el kirchnerismo. Pero si aceptamos lo que ha decidido la sociedad en las urnas en 2013, en 2015 y en 2017, es muy evidente que con el peronismo y el kirchnerismo no alcanza para darle sustentabilidad política a ese proyecto.

Ahí es donde entra a tallar una cuestión muy concreta acerca de a quién se quiere representar. ¿Cómo nombrarlo? ¿Es el pueblo, la sociedad o la gente? ¿Son los excluidos, los trabajadores o las clases medias? Esas cuestiones conceptuales resultan decisivas si se quiere avanzar realmente en el giro copernicano que aquí analizamos.

La primera cuestión es comprender que mientras la categoría clásica de “pueblo” imagina una comunidad homogénea y unificada, la sociedad argentina es profundamente heterogénea en términos sociales, culturales y políticos. Por lo tanto, de poco sirve proclamar la unidad del pueblo si no se reconocen esas heterogeneidades constitutivas. Y una vez que se comprenden, lo cual es sumamente difícil y desafiante, hay que articular esas heterogeneidades. No es posible derrotar el proyecto neoliberal sin esas articulaciones, lo cual a su vez implica una política y un discurso que apunten a generar divisiones entre quienes apoyan a esas fuerzas. Hay muchas personas que respaldan con su voto al gobierno de Cambiemos aunque han sido perjudicadas con sus políticas. Suelen ser acusados de “poco conscientes”. El hecho de que quienes pierden con el neoliberalismo no apoyen un modelo de desarrollo con justicia social representa un enorme desafío para quienes promovemos ese proyecto.

Hay que asumir que la estrategia de polarizar entre dos identidades compactas y homogéneas ha fracasado. Esa polarización es una forma específica de organizar el conflicto social inherente a todas las sociedades complejas, que coloca el acento en las identidades y no en el acceso a derechos. Pero la heterogeneidad económica, social, cultural y política de los sectores subalternos desborda siempre a cualquier identidad popular. Eso implica que esa posición identitaria debe trabajar de modo constante en la expansión y en alianzas con aquello que la excede.

Al mismo tiempo, en la medida en que realmente los dirigentes y militantes de movimientos populares creen representar el todo, pierden herramientas teóricas y políticas para comprender la posibilidad de una derrota electoral.

Un discurso que reclame el monopolio de la representación homogénea del pueblo puede generar una rispidez, una distancia, un malestar significativo con los sectores que no se identifiquen con él. En la medida en que esa frontera se profundiza, se genera una ruptura y una confrontación. Nótese que no es un malestar económico, sino subjetivo e identitario. Es decir que la división se profundiza por motivos estrictamente políticos y culturales.

Al final, eso puede generar procesos de adhesión y expulsión de dirigentes, agrupamientos, sindicatos e individuos. La fidelidad tiende a ser total, o la confrontación tiende a ser absolutizada. La escisión de dirigentes y agrupaciones puede ser despreciada en la etapa de ampliación de la base electoral, pero se torna un problema de primera magnitud ante las grandes confrontaciones electorales.

Clases medias: autopercepción y cambio social

La segunda cuestión conceptual es que no se puede hacer política, al menos no de modo eficaz, sin comprender cómo los diferentes sectores de la sociedad se autoperciben, cómo se definen a sí mismos, cómo constituyen sus imaginarios y sus deseos. En el límite, si los dirigentes aluden a categorías de identidad que no tienen significación para quienes pretenden representar, solo tienen asegurado el fracaso.

El 80% de los argentinos se autopercibe como perteneciente a la clase media. Por eso debemos distinguir entre las concepciones sociológicas objetivas de las clases medias por tipo de empleo, nivel educativo o niveles de ingresos, por un lado, y las autopercepciones de clase, por el otro. Mientras en los análisis sociológicos objetivistas cada persona o familia es parte de una clase o estrato, las visiones subjetivas plantean dos diferencias cruciales. Primero, las personas utilizan otros elementos para considerarse a sí mismas dentro de una clase: tener o no un trabajo, el cambio en la calidad del empleo, en la calidad y propiedad de la vivienda, la asistencia de sus hijos a la universidad, la posibilidad de irse de vacaciones aunque sean modestas. Segundo, para el objetivismo cada persona solo puede pertenecer a una clase, como si fuera un equipo de fútbol. Pero si uno observa cómo hablan los trabajadores asalariados de sí mismos notará que muchos consideran que pueden pertenecer a dos clases simultáneamente. Mientras “clase alta” y “clase baja” son términos mutuamente excluyentes, “trabajadores” y “clases medias” no lo son. No en la Argentina actual.

Esto se vincula a largas tradiciones del país, tanto respecto de las dinámicas de movilidad social ascendente a inicios del siglo XX como durante el peronismo. Con todas sus diferencias, hay cuestiones relativas a los deseos de desarrollo, individual y colectivo, al acceso a sitios económica o culturalmente vedados. Más que una tradición igualitarista, hay una vocación de ser parte. Lo que produce más rechazo es quedar excluido.

Cuando se dan procesos de crecimiento con redistribución, como en la Argentina después de 2003, se originan también transformaciones subjetivas en la sociedad. Es necesario comprenderlas. De otra manera, se continúa hablando con la sociedad anterior al cambio y deja de haber diálogo, un problema de comunicación que puede cobrar una relevancia fatal.

Las fuerzas y los actores políticos jamás están solos. La política es intersubjetiva. Por eso, no es posible dejar de considerar la fuerza y las capacidades del adversario. Una situación política no se define por un único elemento. Es clave comprender los aciertos y errores de las propias fuerzas. Una cosa es hablar de “aciertos y errores ideológicos”; otra cosa es hablar de “aciertos y errores de construcción de hegemonía”.

Para esa construcción política es clave tener en cuenta las múltiples subjetividades, las configuraciones de sensibilidades, las polisemias, los excedentes de sentidos, los dobles significados, las contradicciones.

Aquello que apasiona, por ejemplo, a las bases propias, puede incrementar el distanciamiento de las bases adversarias. Si son fuerzas relativamente equivalentes, la pregunta recae una vez más sobre la intervención sobre los no convencidos. De poco sirve que los propios estén hiperconvencidos si los otros se desplazan a una posición adversativa.

En las disputas más álgidas, una cuestión central es qué intereses representan las medidas desde los puntos de vista de distintos actores sociales. Es en ese terreno de construcción de significaciones y de subjetividades que se juega una parte crucial de la batalla cultural y de la disputa hegemónica.

La capacidad hegemónica

Los proyectos políticos deben preguntarse por su propia eficacia política. La capacidad hegemónica se refiere a la articulación de alianzas que permitan la dirección intelectual y moral de la sociedad, la construcción de un sentido común, cediendo lo que se considera no esencial para preservar lo esencial. La capacidad hegemónica no puede colocarse en algún punto de tensiones como izquierda-derecha o purismo-pragmatismo. Cambian los contextos económicos e internacionales. Los climas y humores sociales se modifican de modo constante. En ese sentido, los puntos de articulación de esa capacidad hegemónica se van desplazando con el tiempo. Se transforman las diferencias sociales, territoriales, simbólicas. Las fuerzas políticas o los gobiernos deben atender a esos desplazamientos para ser eficaces en el trabajo de articulación de la heterogeneidad.

Si observamos en qué lugar se sitúa la división política argentina desde 2013 hasta por lo menos 2017, es claro que la sociedad parece dividida en dos, con intensidades muy variables al interior de esas partes.

Sin embargo, si analizamos qué porcentaje de la sociedad se perjudicó económica y socialmente con el gobierno de Mauricio Macri, estaremos mucho más cerca del 90%. ¿Cómo se explica que con una inmensa mayoría perjudicada las fuerzas populares consigan cerca de la mitad de las adhesiones? ¿Por qué pueden ser mayoría en una elección y perder, como ha sucedido, ante fuerzas neoliberales? ¿Qué elementos debilitan la sustentabilidad política de los proyectos populares?

La explicación más habitual es que las acciones del poder económico, los medios de comunicación y el Poder Judicial producen una combinación letal que origina esas derrotas populares. Esa teoría no explica por qué en ciertas circunstancias los poderosos han sido derrotados en las urnas. Una explicación complementaria es que las sociedades tienen “mentes en blanco” que pueden ser llenadas por los contenidos de los medios y los argumentos de los poderosos, o que carecen de conciencia. Si la primera afirmación puede llevar a la desmoralización, ya que sería muy improbable lograr derrotar poderes tan inmensos, la segunda desprecia comprender las subjetividades sociales y dialogar con ellas. Se alienta una desvalorización de las creencias o deseos de amplios sectores sociales y se alimenta una cerrazón ideológica que tiende a la arrogancia y a la autoproclamación.

Hay que comprender que existen distintos sectores en la sociedad argentina. Un 25 o 30% de la sociedad tiene claros rasgos racistas, de desprecio de clase, misoginia, homofobia y xenofobia. La pregunta política es en qué circunstancias esa minoría crece y puede ganar una elección. La respuesta puede incluir elementos ya mencionados. Lo que no puede excluir jamás es un análisis de las propias acciones, de las consecuencias de los propios discursos.

Hay factores exógenos y endógenos, objetivos y subjetivos. Esto ya lo sabía Maquiavelo. Decía: “Acepto por cierto que la fortuna sea juez de la mitad de nuestras acciones, pero que nos deja gobernar la otra mitad, o poco menos”. Propone el ejemplo de un río que provoca inundaciones: “Así sucede con la fortuna, que se manifiesta con todo su poder allí donde no hay virtud preparada para resistirle y dirige sus ímpetus allí donde sabe que no se han hecho diques ni reparos para contenerla”. Y remata: “como la fortuna varía y los hombres se obstinan en proceder de un mismo modo, serán felices mientras vayan de acuerdo con la suerte e infelices cuando estén en desacuerdo con ella” (Maquiavelo, 2012).

La pregunta es cuál puede ser un objetivo político de las fuerzas populares en el mediano plazo y qué acciones pueden hacer esas mismas fuerzas para alcanzarlo. Evidentemente, en la Argentina el desafío mayor es desplazar la frontera de la “grieta” para representar a una inmensa mayoría. Es decir, empujar esa frontera hacia el 60 o 70%. En otras palabras, la solución política que encarna hoy Alberto Fernández es transformar la conflictividad constitutiva de la democracia argentina en una frontera de grandes mayorías contra pequeñas minorías.

Quienes queremos un modelo de desarrollo con justicia social tenemos dos desafíos. La Argentina ya no soporta otra frustración, de ninguno de sus partidos. Para la oposición, el punto no es solo ganar. Porque ganar sin estrategia de articulación de heterogeneidad, sin capacidad hegemónica, podría llevar a una frustración tan grande como la que emerge de una estafa.

Se trata de gobernar una Argentina otra vez en ruinas. No caben imitaciones de la falacia macrista de “dejar lo que está bien y cambiar lo que está mal”. Hay que reconstruir todo, de a poco, paso a paso. La pregunta no es “¿qué pensás?”, “¿quién te gusta o te disgusta?”, sino “¿estás mejor o peor?”. Fuera de quienes juegan en la timba financiera o de sectores muy minoritarios, nadie ganó en el país en estos cuatro años. Ni los empresarios, ni los trabajadores, ni las clases medias.

Entonces, la clave es saber que la elección es el primer problema para llegar al desafío mayor. No se trata de ganar para homogeneizar. Eso fracasó. La apuesta pretende trascender la elección. Porque, de otra manera, la elección misma carecería de sentido.

La estrategia de Macri y Durán Barba fue desconocer a Alberto Fernández y polarizar con una Cristina que ya había sido estigmatizada. Pero desde la oposición la decisión era contundente: el centro de la política debe ser, como corresponde, un balance del actual gobierno. El centro es Macri y la Argentina. Y ese fue el inicio del giro copernicano para la política. Un gobierno que procure ampliar la unidad no puede perder de vista que así como se gana una elección, en otro momento se pierde. Pero tampoco se trata de pensar en términos de “alternancia” con el modelo neoliberal. No hay que olvidar que “lo otro” del desarrollo con inclusión es el neoliberalismo. La existencia persistente de esa alteridad política es la que debe ordenar la unidad.

No hay gobiernos sin heterogeneidad y por lo tanto sin distintas visiones. No hay gobierno sin disputas y conflictos. Pero fortalecer y potenciar la capacidad hegemónica implica regular esas disputas, conducirlas, como suele decirse, con un ritmo y un horizonte de sentido. Eso implica realmente abrir. Abrir el frente, las cabezas y la imaginación política. Axel Kicillof ha dejado esto en claro para quien quiera entender a qué se refiere en el subtítulo de su último libro: “Desengrietar las ideas para construir un país normal” (Kicillof, 2019). Hay que tomarse los libros en serio.

La política, nunca, en ningún país, en ningún contexto, con ningún líder, significa realizar todos los deseos juntos como si no existieran el tiempo, la historia y los adversarios. Recuperar la política es muy importante, caer en el voluntarismo político es un error. El 18 de mayo de 2019, Cristina citó una frase de Perón: “Primero la patria, después el movimiento y después los hombres”. Y las mujeres.

No siempre se presta atención a esa frase (por decir lo menos). No muchos, incluso, están dispuestos a ir en ese camino dentro de las fuerzas populares. Pero “primero la patria” también tiene otra implicancia: ¿preferís que todos se conviertan a tu identidad política (cosa que jamás va a suceder) o que la gente empiece a vivir mejor? La cuestión aquí es que de las diez peleas políticas máximas que cualquiera que provenga del peronismo, la izquierda o el progresismo puede imaginar para construir una alternativa a Macri, hoy hay que priorizar una o dos, ligadas a las condiciones de vida y a la democracia, y potenciar una articulación amplia.

Por eso, los principales dirigentes tienen la tarea de leer los contextos y delimitar qué es posible. De buscar mejorar la vida de sus ciudadanos y su pueblo de inmediato. Ese objetivo era inviable con los peronismos y la oposición fragmentada. Nunca se puede regresar a ningún pasado. Además, hay nuevos conocimientos de la experiencia histórica y nuevos protagonismos de movimientos sociales que estarán presentes (como el feminismo y los trabajadores de la economía popular).

Ahora toca apropiarse de toda la experiencia histórica vivida en América del Sur en este siglo y traducirla a la política concreta. A las estrategias electorales, a las formas de gobierno, a no dejar libradas áreas de gobierno a una “rosca”, a no construir mayorías como sumatorias de minorías. Será necesario que el Presidente logre dialogar con infinidad de sectores postergados por la crisis que se acelera. No solo dialogar con gobernadores, con operadores, con el círculo rojo. Los movimientos sociales y los especialistas (parte de ese conocimiento científico y técnico argentino) también tienen que estar sentados a la mesa.

La articulación no será un lugar de armonía, con todos de acuerdo ni con el espíritu mítico del Pacto de la Moncloa. La unidad requiere que el proyecto político ordene la articulación de heterogeneidades. Desde menos injusticia social hasta mayor igualdad, con un epicentro en defender la democracia y profundizarla.

La potencia de la política intersubjetiva

El carácter intersubjetivo de la política no tiene que ver con saberes previos a los contextos, ni con convicciones exentas de procesos dialógicos. Hay saberes y convicciones, pero estos se potencian al comprender que ellos mismos se transforman al transforman realidades. Por eso, quisiéramos enfatizar algunas implicancias.

Primero, jamás se puede dejar de dialogar con las nuevas demandas de la sociedad, cada una de las cuales requiere un análisis y una respuesta específica. Deben considerarse las fuerzas y capacidades del adversario; jamás una situación se define por un único elemento. La política es relacional, conflictual. Quizá lo más desafiante es en el propio transcurso comprender los aciertos y errores propios.

Segundo, tener en cuenta que lo popular es polisémico, porque sus bases son heterogéneas. El mayor entusiasmo del propio público puede estar significando, en medio de ovaciones, una mayor desconfianza por parte de los ausentes. La política no es solo una cuestión de datos. Es también, y a veces especialmente, una cuestión de percepciones. Por ejemplo, no alcanza con saber qué intereses representan las medidas políticas. La lucha incluye establecer con claridad quién es responsable de la conflictividad y de sus niveles. Puede suceder que sectores de la población simpaticen con ciertas medidas pero no con el alto costo de conflictividad que implica alcanzarlas.

Tercero, las fuerzas populares argentinas tienen la tarea de superar sus límites históricos, porque está en juego el país. Y es necesario comprender que ciertas formas dicotómicas de las batallas de identidades generan resultados muy distintos a lograr ubicar a un gobierno popular en la defensa de los intereses de las inmensas mayorías, de los intereses nacionales. Los actos del Bicentenario, por ejemplo, implicaron ubicarse en un nivel distinto al de cualquier fuerza partidaria. Una parte de las leyes y medidas de los gobiernos kirchneristas dejaban a la oposición sin argumentos, como una minoría, intensa, pero sin posibilidades. Fueron las medidas que se elevaron por encima de la grieta, nacionales, democráticas, claramente vinculadas con el interés general. Ni siquiera esas medidas tuvieron pleno consenso (recordemos la oposición a la exitosa reestructuración de la deuda), pero sí apoyos muy amplios que, además, fortalecieron al gobierno. Otras medidas, en cambio, debilitaron su propia capacidad hegemónica.

Repensar estos y otros elementos ampliará los campos de posibilidad, los horizontes sociales de lo posible. Desplazará la frontera de la imaginación y podrá permitir la reconstrucción de horizontes emancipatorios. No necesariamente porque se vaya a lograr, sino porque la utopía ayuda a caminar.

El giro copernicano de la política argentina no es algo que haya sucedido, es lo que puede desplegarse con un nuevo gobierno. La controversia acerca de cuánto dependerá del Palacio y cuánto de la movilización social no tiene una solución matemática, sino contextual. La realidad es que sin un protagonismo social fuerte e intenso de los jóvenes, las mujeres, los trabajadores de la economía popular y de otros movimientos sociales y culturales, ningún gobierno podrá lograr enfrentar a poderes muy concentrados. Al mismo tiempo, la dirección política del gobierno tiene el desafío de sintetizar esas y otras heterogeneidades que, además, serán cambiantes en los años que vienen, de gobernar con los movimientos sociales y de desplegar una gran capacidad de gestión. En los extremos hay dos errores igualmente riesgosos: la tecnocracia y el movimientismo. No hay márgenes amplios para el ensayo y error.

Entendemos que es falsa la controversia acerca de si la prioridad es la gobernabilidad o la transformación. Simplemente, porque no habrá en esta Argentina devastada gobernabilidad sin transformación, ni tampoco podrán consolidarse los cambios sin gobernabilidad. El desafío es que cada quien, desde el lugar que ocupa, busque ser parte del giro copernicano. Y cambiar, dejar atrás polémicas que han perdido vigencia. Colocar en primer lugar a la Argentina.

El autor es antropólogo, escritor e integra el Consejo de Asesores del Gobierno. Este artículo forma parte de “Hablemos de ideas” (Siglo XXI)