“Lo supieron los arduos alumnos de Pitágoras: los astros y los hombres vuelven cíclicamente”.
Jorge Luis Borges no incluyó a las emergencias económicas en su poema “La noche cíclica”, porque los centauros romanos o las esquinas de los arrabales que allí menciona tienen mayor espesura poética que las delegaciones de facultades en el presidente de la Nación.
Pero las emergencias son una parte fundamental de la noche cíclica de la Argentina. Diría más: son nuestra esencia. Vivimos en emergencia. Muchos gobiernos, como el que comenzó hace unos días, las abrazan desde el inicio. Y luego las cuidan. Riegan cotidianamente sus plantas para que las emergencias crezcan lozanas.
La emergencia es la excepción, el atajo hacia la concentración del poder y el decretismo, la eliminación de los enojosos debates y la búsqueda de consensos en el Congreso, y de los trámites parlamentarios que exige la Constitución para la formación y sanción de las leyes.
Por eso, si no hay emergencia, se la crea. Vivir fuera de la emergencia es perderse en las tinieblas del Estado de derecho.
Es cierto que nuestro país ha sido fecundo en producir emergencias reales. Y nadie niega que, cuando ellas son muy agudas y súbitas, no es irrazonable que el Poder Ejecutivo disponga, por un corto tiempo, de instrumentos excepcionales que le permitan actuar con la celeridad que le permite su carácter unipersonal para conjurar la crisis. El problema es que una vez instalada la emergencia el presidente se acostumbra a gobernar con esas atribuciones y no admite hacerlo de modo normal.
El mejor ejemplo es la ley de emergencia económica sancionada con ocasión de la crisis de fines de 2001 que el kirchnerismo hizo prorrogar por muchísimos años, pese a que al mismo tiempo, y sin sonrojarse, sostenía que la Argentina crecía a tasas chinas.
Estamos sin dudas atravesando una situación económica delicada, que exige de todos, y en especial de quienes ejercemos funciones dirigenciales, la mayor responsabilidad. Pero no existe una emergencia que justifique que el Congreso abdique de gran parte d sus facultades en el Poder Ejecutivo.
Cambiemos llegó al poder en 2015 en una situación muchísimo peor, con un Banco Central con reservas líquidas negativas, sin crédito internacional, con tipos de cambio múltiples, sin estadísticas confiables, sin generación de empleo durante varios años, sin una matriz energética y vial y no pidió facultades extraordinarias. No son necesarias. Pronto se cumplirán cien años de un fallo histórico, “Ercolano”, en el que la Corte Suprema convalidó por primera vez una ley de emergencia; en ese caso, una emergencia ocupacional. Lo hizo con los mejores propósitos y hasta es ponderable que jueces que habían sido designados por presidentes conservadores, en una época en que regían como dogmas el más amplio liberalismo económico y una concepción individualista de los derechos, hayan advertido la necesidad de garantizar ciertos derechos sociales.
Pero lo que ellos no podían ver entonces es que el camino del infierno se estaba empedrando de las peores intenciones. Desde ese momento, la restricción de derechos y la concentración de facultades en el Poder Ejecutivo pasaron a ser una prerrogativa del Príncipe, al que solo le bastaba invocar la palabra mágica: emergencia.
La Corte fue elaborando una doctrina, que exige la declaración de la emergencia por ley del Congreso, la necesidad de un fin legítimo, la no alteración del núcleo esencial de los derechos restringidos, la razonabilidad de las medidas que se adopten en función de la finalidad declarada y el carácter transitorio de esas medidas. Pero la Corte misma fue siempre demasiado deferente en estos casos respecto de la actuación del Congreso y del Poder Ejecutivo.
El Presidente de la Nación expresó en su mensaje inaugural su predisposición al diálogo y al consenso. Es contradictorio con ese loable propósito comenzar su gobierno pidiéndole al Congreso facultades extraordinarias. ¿Con quién pretende de ahora en más practicar el diálogo? ¿Con su gabinete?
Que no le tenga miedo al Congreso. Nosotros haremos una oposición seria, constructiva, cooperativa, como la que el actual oficialismo no ejerció cuando desde el primer día del gobierno de Mauricio Macri lo tildó de ilegítimo. Estaremos a su lado en todo lo que signifique dejar atrás el populismo y sentar las bases de un desarrollo económico sostenible con equidad social. Debe saber que los países que mejoran realmente su calidad de vida se apoyan en instituciones fuertes. El Estado de Derecho no es un obstáculo para el progreso: es su requisito esencial.
En 1960, al dictaminar como Procurador General en uno de los casos más famosos de la jurisprudencia de la Corte en materia de poder de policía en la emergencia, “Cine Callao”, sostuvo el gran jurista Sebastián Soler:
“Cuando un determinado poder, con el pretexto de encontrar paliativos fáciles para un mal ocasional, recurre a facultades de que no está investido, crea, aunque conjure aquel mal, un peligro que entraña mayor gravedad (…). Poco a poco la autoridad se acostumbra a incurrir en extralimitaciones, y lo que en sus comienzos se trata de justificar con referencia a situaciones excepcionales o con la invocación de necesidades generales de primera magnitud, se transforma, en mayor o menor tiempo, en las condiciones normales del ejercicio del poder. Ocurre después algo peor. Los mismos gobernados se familiarizan con el ejercicio, por parte del gobierno, de atribuciones discrecionales para resolver problemas. Y entonces, consciente o subconscientemente, pero siempre como si el derecho escrito vigente hubiera sido sustituido o derogado por un nuevo derecho consuetudinario, cada sector de la comunidad exige, si está en juego su propio interés y es preciso para contemplarlo, que la autoridad recurra a cualquier desvío o exceso de poder (…).
De esto se hace después una práctica. Así se va formando lo que se da en llamar “una nueva conciencia”. Nada va quedando ya que sea pertinente por imperio de la ley o a través de sus instituciones, y el derecho se adquiere, se conserva o se pierde sin más causas que la propia voluntad del gobernante o la benevolencia sectaria con que hace funcionar su discrecionalidad.
El logro de cualquier aspiración, aunque se funde en el más elemental de los derechos, pasa entonces a depender de decisiones graciables (…), llevando así al ánimo del pueblo la sensación de que un sistema de derecho estricto no es compatible con el progreso.
El Estado de derecho queda así suplantado por el caos de hecho. Desaparece la estabilidad jurídica y el pueblo, única fuente de soberanía, advierte, cuando es tarde, que la ha ido depositando paulatina y gradualmente, en manos de quien detenta el poder.”
Hemos vivido un siglo en la emergencia y no nos fue nada bien. Es hora de probar otro camino, el camino de la Constitución, que a veces es más largo pero siempre es más sólido.
El autor es diputado nacional por la ciudad de Buenos Aires (Cambiemos)