En uno de los momentos más emotivos de su discurso de asunción, Alberto Fernández mencionó a sus padres, a Néstor Kirchner y a Esteban Righi. La mayoría de las personas que lo escuchaban en todo el país tal vez no conocían la interesante historia que escondía la última mención, pero para el flamante presidente se ve que era algo muy significativo. Por la mañana, en un reportaje radial, también había mencionado a Righi entre sollozos. “Es una de las personas que me gustaría que vieran lo que me pasa”, dijo, también, varias veces, durante la campaña electoral.
Esteban “el Bebe” Righi fue el ministro del Interior de Hector J. Cámpora cuando era muy joven, en 1973. Fue despedido de ese cargo luego de la masacre que se produjo en Ezeiza el día del regreso de Juan Domingo Perón al país, el 20 de junio de ese año. Esa masacre fue la primera emboscada de la derecha peronista, que era respaldada claramente por el General. A ella siguió un rápido proceso de copamiento del Estado que incluyó, primero, la renuncia de Righi y, luego, la del propio Cámpora. Todo este proceso está muy bien contado en el libro Ezeiza, de Horacio Verbitsky.
Con el correr de su vida, Righi se convirtió en una autoridad del derecho penal. En función de esos antecedentes, en el año 2003 Nestor Kirchner lo designó como procurador general de la Nación. Fue un hombre leal, hasta que Cristina resolvió echarlo, enfurecida porque un juez de primera instancia había decidido allanar un departamento del entonces vicepresidente Amado Boudou. El despido de Righi fue precedido por una bravuconada de Boudou, quien lo ensució en una virulenta conferencia de prensa sin preguntas, cuyo contenido Cristina respaldó al día siguiente. Como era de costumbre en esos años, la decisión de la Jefa fue acatada disciplinadamente por todos sus seguidores, incluidos aquellos que conocían bien a Righi.
Para Cristina debe haber sido duro escuchar que su Presidente, a pocos centímetros, y frente a todo el país, reivindicaba la memoria de una de las personas que ella había maltratado en los peores años de su Gobierno. Pero al día siguiente tuvo revancha, porque impuso en el gabinete bonaerense a Julio Alak, quien ocupaba el Ministerio de Justicia cuando ocurrió el segundo despido de Righi. Durante la gestión de Alak se intentó poner en marcha un proceso de copamiento del Poder Judicial, donde personalidades muy respetables, como el ex ministro de la Corte Carlos Fayt, eran escrachadas como enfermos psiquiátricos seniles.
En la reivindicación de Righi, por un lado, y de Alak, por el otro, hay dos concepciones muy distintas de la sociedad, de la Justicia y de cómo deben ser las relaciones entre los seres humanos. La relación entre esas dos visiones estalló en 2008, cuando Alberto Fernández se fue del gobierno de Cristina y siguen en tensión hasta hoy, aunque ahora vuelvan a convivir en un mismo proyecto de poder: de cómo se salden esas diferencias depende una parte importante de la estabilidad del Gobierno que arranca, especialmente porque los Fernández caminarán largo tiempo en campo minado.
Algunos ejemplos tal vez sirvan para entender la fragilidad de la situación. La inflación de noviembre superó el 4 por ciento, la de diciembre probablemente supere el 5. Los efectos sociales de estos números son terribles por más que, obviamente, no sean responsabilidad del actual Gobierno. Pero, además, todo esto ocurre con el dólar y las tarifas planchadas. Si los precios suben así y el dólar se queda quieto, ya se sabe lo que ocurre. Pero si, en este contexto, encima se devalúa, el riesgo de espiralización es muy alto. Ese tipo de dilemas tremendos enfrentan los Fernández.
Otro ejemplo. Los Estados Unidos prácticamente amenazaron al nuevo Gobierno por haber tomado la justa decisión de asilar a Evo Morales. El ex Presidente boliviano no tiene ninguna condena judicial en su contra. El lugar donde debería estar es Bolivia, su país, donde ya no será candidato. No hay ningún motivo para que ande por el mundo perseguido como un paria. Pero los argumentos racionales no son los que imperan en este momento en el planeta. Y Estados Unidos tiene un poder definitorio para que la Argentina pueda resolver bien -o no- la angustiante y perentoria negociación de la deuda externa. A esta altura, soltar a Evo sería una concesión humillante ante un reclamo de una potencia que actúa con métodos patoteros. Pero esa potencia define mucho del destino del Gobierno y del país. ¿Qué hacer?
En ese contexto complicadísimo, una de las cosas que definitivamente no necesita el nuevo Gobierno es que se desate un proceso de inestabilidad desde adentro. Los Fernández han logrado construir una coalición que les permitió derrotar a Mauricio Macri. Cada uno de ellos hará su propio cálculo sobre cuánto aportó para que ese triunfo se produjera. Pero, en las semanas que rodearon a la asunción, la tensión se hizo demasiado visible.
Cristina fue la única candidata a vicepresidente que no acompañó a la cabeza de su fórmula a los debates. “No lo pude ver. Tenía gente en casa”, explicó sobre eso. A diferencia de Gabriela Michetti, Cristina no concurrió a la misa convocada por la Iglesia donde se produjo el primer abrazo entre Alberto Fernández y Mauricio Macri. Tampoco fue a la presentación del gabinete, pero un rato después se hizo tiempo para concurrir al teatro junto a su delfín, Axel Kicillof. En el acto que se realizó la noche de la victoria electoral, Cristina decidió que no subieran al escenario los gobernadores que se incorporaron a la coalición tras la designación de Alberto Fernández como candidato. Pocas horas después que Alberto Fernández recibiera cordialmente a Horacio Rodriguez Larreta, Cristina pronunció en La Matanza un discurso de alto nivel de confrontación, justamente, contra Rodríguez Larreta.
Esta línea de puntos tuvo dos episodios estelares. Uno de ellos fue en el recinto, el martes. Alberto Fernández había abrazado a Macri en Luján, lo volvió a abrazar en el Congreso, había conducido la silla de ruedas de Michetti hasta el recinto. Cuando Macri se acercó a saludarla, en cambio, Cristina le dio vuelta la cara frente a todo el país. Por la noche, frente a una multitud, Cristina le dijo a Alberto: “Presidente, confíe en su pueblo. Olvídese de la tapa de los diarios”. En los momentos en que se llevaban mal, Cristina echaba a correr la idea de que Alberto era “un topo” de Clarín. Si no se trataba de un eco de aquellas peleas, lo parecía bastante.
Está claro que el Presidente y su vice piensan parecido en muchas cosas y diferente en otras. De eso se trata una coalición. La experiencia que empiezan a transitar ambos es, ciertamente, exótica. Habitualmente, un presidente designa a su vice. En este caso, fue al revés. El presidente tiene el enorme poder que le da su cargo. Pero, en este caso, la vicepresidenta tiene el poder que le da su enorme popularidad. Si quiere ser presidente, Alberto Fernández no tiene espacio para quedar como un títere y así lo hizo saber tanto en la designación del gabinete como en el discurso de apertura. Y eso presenta un dilema para Cristina: el bastón presidencial le correspondía a Macri hasta el 10 de diciembre y ahora no ha vuelto a sus “manos naturales” sino a las de Fernández. La única manera de ser constructiva, en este contexto, consiste en aceptar la situación que ella produjo y que los llevó a ambos a la victoria. De no hacerlo, el Gobierno tendrá un problema muy serio: a los problemas serios que enfrenta, le añadirá su propia implosión.
“Yo no puedo ser hipócrita, no puedo ser mentirosa. Podré tener errores. pero hipócrita y mentirosa no soy”, ha dicho varias veces esta semana. Son frases que, naturalmente, mucha gente podrá aceptar o discutir. Tal vez la alternativa para ella no sea entre hipocresía y franqueza sino consista en pensar cuál es la mejor forma de contribuir a la estabilidad del proceso que recién empieza. De su equilibrio, de su estabilidad personal, depende el destino de muchas personas. Por ahora, no encuentra comodidad en un rol que, necesariamente, debe ser subordinado.
Tal vez sea solo cuestión de tiempo y acostumbramiento.
Esto recién empieza.
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