El gobierno del ego

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El ego elevado complica la vida tanto del que lo padece como de los que lo rodean (Getty)
El ego elevado complica la vida tanto del que lo padece como de los que lo rodean (Getty)

El Oráculo de Delfos había hablado: Sócrates era el hombre más sabio del mundo. Sin embargo, Sócrates mismo descreía de lo que la profecía decía de él, e insistía: “Sólo se que no se nada”. Intentó entonces investigar las palabras del oráculo, inquiriendo a los hombres. Al hablar con los políticos, que siempre dicen saberlo todo y escucharlos hablar acerca de la justicia, descubrió rápidamente que nada sabían. Escuchó a los poetas y supo que sus palabras eran sólo fruto de las musas. Indagó a los artesanos que saben de su oficio, pero que a la vez creían que por saber de algo sabían de todo, por lo que nada sabían. Comprende entonces que en reconocer su ignorancia reside el tesoro de su sabiduría.

En el gran Libro del Tao, unos 2500 años atrás y 100 años antes del pensador griego, Lao-Tse, filósofo chino, decía: “Saber que no sabemos es un gran conocimiento. Pensar que sabemos, cuando no sabemos, es una gran enfermedad”.

Sin embargo, por más difícil que sea de corroborar, Lao Tsé y Sócrates habrían leído al personaje del texto bíblico de esta semana para inmortalizar su pensamiento acerca de la sabiduría.

Jacob es uno de los personajes más terrenales, tiernos y complejos que nos trae la Biblia. Su vida es una historia de pasiones, enfrentamientos familiares, amor profundo, sufrimiento y pérdida, una historia de distancia y reencuentro, de engaños y perdón, de pobreza y riqueza, de exilio y renacimiento. Pero también de sabiduría.

Desde Rembrandt hasta Chagall pintaron su sueño. Jacob se escapa de su casa, perseguido por su hermano y con sus relaciones familiares en caos, y de pronto se encuentra en lo profundo de la noche en un monte en medio del desierto. Con una piedra como almohada, duerme y sueña. Sueña un sueño inmortal, que uniría cielo y tierra a través de una escalera con ángeles que subían y bajaban.

Al despertar por la mañana, Jacob exclama: “Ciertamente, Dios estaba en este lugar y yo no lo sabía... Este lugar no es otra cosa que la Casa de Dios y la Puerta de los Cielos”.

Su encuentro con lo divino es casi casual, espontáneo, lo invade la sorpresa. No es un Dios que se le manifiesta, sino que es él mismo quien descubre su propia dimensión espiritual. De pronto, una piedra en medio del desierto puede transformarse en la Puerta de los Cielos. No son los lugares, sino la experiencia emocional que invade el tiempo en cualquier lugar.

Jacob dice: “Anoji lo iadati” (“Yo no lo sabía”). Es en este pequeño concepto que nace la filosofía de Jacob acerca de la sabiduría.

En el idioma hebreo, el verbo conjugado incluye generalmente al pronombre personal. Por lo que en la frase en cuestión resulta redundante el pronombre “Yo”. “Lo iadati”, en hebreo significa “no lo sabía”. La letra “i” al final de la palabra “iadati” nos indica ya el pronombre personal “Yo”. Por lo que al decir solamente “lo Iadati”, el sentido ya quedaría claro: “Yo no lo sabía”. El problema de nuestro texto es que al incluir antes la palabra “Anoji = Yo ”, estaría repitiendo el pronombre.

Sin embargo nada está de más. Allí está la clave de lo que sabe, o mejor aún, de lo que no sabe Jacob, su “Yo”. Lo que grita desde su alma es que para el descubrimiento de la dimensión espiritual y el intento de lograr unir el cielo a nuestra vida terrenal, debemos poder abstraernos de nuestro Yo. Jacob exclama: “Anoji, lo iadati” – “Es a mi Yo, al que yo no sé, al que yo no conozco”.

Para poder ver en qué lugar de la escalera de nuestra vida estamos, el desafío es corrernos de nuestro Yo, apresar al ego, aprender a movernos del lugar desde donde vemos lo que nos atraviesa y posicionarnos diferente, para mirarnos desde otra perspectiva. Solemos responder a cualquier pregunta y a toda problemática desde nuestro Yo. Nuestras malas decisiones y los problemas que nos generamos encuentran siempre algún tipo de auto justificación, de auto exculpación, y un auto perdón. Perdonamos cosas en nosotros que no perdonamos en nuestros padres o en nuestros hijos. Indultamos nuestras conductas al encontrar responsabilidades afuera, que parten desde el ego de no asumir nuestra parte.

Jacob se ve en medio del desierto solo, sin rumbo, y entonces comprende: “Para saber qué es lo que quiero de mi vida, tengo que salirme del lugar en donde estoy. Correrme del centro de la escena. Tengo que no saber mi Yo. Desde allí, desde la anulación de mi ego, descubrir mi alma, reencontrarme para redefinirme, y recién entonces volver a encauzarme. Necesito no saberme, para tener la capacidad de ser objetivo conmigo mismo”.

El ego nos invade de soberbia y a la vez es el principal motor de la falta de autoestima. En ambas enfermedades del espíritu nos domina el ego, y entonces todas nuestras respuestas comienzan con la palabra Yo. Desde nuestra soberbia respondemos: “Yo me lo merezco. Yo quiero. Yo digo. Yo puedo. Yo necesito. A mí me lo deben. Yo que hice tanto”. Desde nuestra falta de autoestima es el ego el que también responde: “Yo no puedo. Yo no me lo merezco. Yo nunca lo voy a lograr. A mí nadie me quiere. Yo, Yo, Yo”.

Jacob comprende que la sabiduría radica no sólo en desconocer lo que se sabe, sino en no saberse siquiera a sí mismo. En el cuestionamiento del propio ser comenzamos la ruta del auto descubrimiento. Desde allí el desafío espiritual será lograr que dentro nuestro, deje de gobernar el ego y comience a gobernar el alma.

Amigos queridos, amigos todos.

Desde el cielo nos regalan escaleras. El reto al espíritu es salir en búsqueda de esos escalones que nos transforman, desde las experiencias emocionales. Dejar a un lado el ego, observarnos objetivamente y, peldaño a peldaño, redescubrir nuestra ruta al cielo. La sabiduría en sí misma de nada sirve, sin la comprensión del para qué sabemos, y la inteligencia para desplegar en acciones creativas, nuestro saber.

Porque tal como dijo Dostoievski: “El secreto de la existencia no consiste solamente en vivir, sino en saber para qué se vive”.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.

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