Existe una diferencia esencial entre multiculturalidad e interculturalidad, aunque frecuentemente sean utilizados como sinónimos. La interculturalidad es al multiculturalismo, como el rostro es al ensamble de nariz, boca, mejillas, frente y ojos. Así como el rostro, parafraseando a Emmanuel Lévinas, incluye ciertamente todos aquellos órganos, huesos y músculos, no se agota en estos sino que adquiere su propio y específico significado por la dimensión ética al percibir o captar un sujeto.
Esto es, la interculturalidad es una categoría moral mientras que la multiculturalidad es una existencia de hecho, una convivencia impuesta.
Al ser la multiculturalidad aquel ensamble y la interculturalidad, el rostro, se abre aquí la posibilidad que este rostro sea el del inmigrante, de la viuda, del huérfano, del menesteroso, del vulnerable y por ello la interculturalidad conforma una exigencia ética entre etnias, religiones y morales distintas. Y tomo la levinisiana figura del rostro porque además contiene la desnudez concretizada en el estar siempre expuesto a los demás, en el estar siempre amenazado, siempre susceptible de ser afectado y percibido por otros, y por ello vulnerable, habiente de una pobreza esencial.
Es esta interculturalidad y no la multiculturalidad la que justifica el discurso sociopolítico y jurídico por cuanto coloca la ética con antelación a la ontología, es decir, el deber en la relación con el otro y no el ser, como primer sentido u origen de toda significación. Es precisamente esa tensión entre la asimetría que da la alteridad cultural con la simetría que da la responsabilidad como par humano, aquello que constituye la exigencia ética de la interculturalidad. Y en términos prácticos, la asimetría cultural es la no prescindencia de ninguno de los dos para las respectivas conformaciones, mientras que la responsabilidad es la no indiferencia como matriz ética.
El resultado de la multiculturalidad sin interculturalidad es la permanente centralidad de la mismidad y la patente comprobación que toda reflexión centrada en el ser hace a un lado la situación del otro, del prójimo, y como consecuencia, forma una sociedad no entendida como asociación sino como conjuntos que se entienden a sí mismos como totalidades, constituidos en el ego cartesiano, desarrollando tendencias nacionalistas, populistas, chovinistas, de extrema izquierda o derecha, así como toda otra orientación individualista donde prima la mismidad o ensimismamiento, sin un talante ético. No es el to on (el ser) de los griegos, sino el bíblico Aieka “Dónde estás”, como primera pregunta que Dios hizo al hombre, demandándole la responsabilidad como esencia de su existencia; así como el Hineni de Abraham, el “Heme aquí”, con el cual responde al llamado de Dios como obligación, describiendo la disposición al otro que me convoca por su sola presencia y sin que ello presuponga simpatía. Por el contrario, donde uno siempre está más obligado que el otro e incluso contrariando su naturaleza que es por sí mismo un conato que engloba, reduce, iguala y totaliza; un yo cerrado y sin apertura como modo de ser sobreviviente, permaneciendo siempre el mismo. Y así, la cultura es precisamente aquello por fuera de la naturaleza, por fuera de ese to on o “ser” griego que es visual y por ende desiderativo, selectivo, dado que el ojo es direccional y además tiene párpados. La cultura fundada en el Aieka “Dónde estás” de Dios al hombre o en el Hineni de Abraham, en el “Heme aquí” como respuesta al llamado de Dios, es audible, y el oído no tiene párpados, escucha siempre e independiente de la voluntad, y como tal es tan vulnerable como el rostro, no puede escapar a la escucha, al llamado y por ende no puede deslindarse de la responsabilidad, está condenado a ella, aunque puede decidir ser indiferente.
Por ello, la interculturalidad se presenta al margen de cualquier razón, ideología e interés, es un espacio libre en el que las relaciones no son de hecho, naturales, sino éticas, culturales, y que resulta en un otorgamiento de sentido a esa misma relación, más allá del sentido particular de cada una de las partes que se interrelacionan. En otras palabras, de la misma manera que la subjetividad sólo puede entenderse a partir del otro, la interculturalidad, como espacio ético no intervenido por la razón de ningún sujeto, sólo puede concebirse teniendo en cuenta el encuentro con el otro, como otro y sin agotarlo en mi.
Más aún, el rostro y específicamente el del vulnerable, es el emblema del fenómeno de la interculturalidad. Y esto da la pauta para comprender los conflictos de diferente índole: éticos, morales, religiosos, políticos, económicos, etc., porque la interculturalidad, nuevamente parafraseando a Emmanuel Lévinas, es la “extranjería”, testimoniando el espacio de tensión ético intersubjetivo que es desconocido, porque está fuera de lo propio, de lo mismo, de la naturaleza. No hay allí un esto o un aquello, sino que la escena intercultural está abierta, es un hay esencialmente anónimo y dónde cada uno está expuesto.
Pero si las partes interculturalizadas son sólidas, constituidas en biografías bajo una praxis como formas de vida específicas y diferenciales, que definen reconocidamente a un pueblo, etnia o religión, la interculturalidad no amenaza al yo ni al colectivo, ni a la intensidad cultural de un particularismo o de varios conviviendo. Claro ejemplo el de Maimónides con Ibn Rushd así como el de Abelardo con Yehuda HaLeví.
El problema es cuando se reemplaza la biografía por las identidades líquidas constituidas por sentimientos, filiaciones partidarias, institucionales u onomásticas, o bien consumos de algún servicio social, simbolismos u otras marginalidades fragmentarias. Análogo al reemplazo de cultura por ideología, donde las construcciones y entramados de saberes, conocimientos, valores, principios y normas, acervos consuetudinarios y creencias, todo manifiesto en pautas de conducta que definen a un colectivo social determinado, se sustituye por estructuras yermas de todo lo anterior, cuyo objetivo es dominar por medio de fraseología aforística y provocativa, buscando construir identidades integrando al individuo a una asociación desheredada culturalmente, y cuyas demandas buscan en la gran mayoría de los casos, la mera no obstaculización en la consecución de sus deseos o intereses.
La interculturalidad es dejar atrás el natural concepto de autonomía del ser que conlleva el etnocentrismo y una libertad despótica que ensancha cada vez más lo propio y opaca o anula al otro, porque cualquier discurso intercultural que se asiente en la idea de un sujeto o cultura moralmente autosuficiente está condenado a ser violento, negador de lo distinto y excluyente de la diferencia. Y este es el aspecto cultural constitutivo de un humano que no sólo evita la clausura de todo diálogo, para no resultar en el dogmatismo y el fundamentalismo, sino que posibilita la matriz de la razón intercultural y de un espacio o discurso limpio entre culturas manteniendo las heterogeneidades sin homogeneizarse.
Es por ello que parafraseando al profeta Miqueas, del siglo VIII a e.c., judíos, cristianos, musulmanes y otras culturas, “Todos los pueblos, cada uno bajo el nombre de su Dios”, entendiendo que sólo quienes sean fieles a su propia cultura respetando la ajena, podrán discernirlas sin mezclarlas encarando el verdadero desafío del diálogo no sólo interreligioso sino intercultural, como un anónimo espacio ético de construcción superador.
El autor es rabino y doctor en Filosofía. Fue declarado Personalidad Destacada de CABA en el ámbito de la Cultura (2019), por la Legislatura Porteña