Si el 10 de diciembre de 1983 es evocado todos los años, y con absoluta justicia, como la fecha emblemática de la restauración de la democracia en la Argentina, el 3 de diciembre 1990 merece ser recordado como la jornada histórica en la que esa democracia incipiente quedó inscripta para siempre en la vida de la República.
Cuando en aquella madrugada de hace 29 años un grupo de militares se alzó en armas contra el orden constitucional, tuve inmediatamente la firme convicción de que mi responsabilidad personal e intransferible como Presidente de los argentinos era que ese desafío tuviera una respuesta contundente y ejemplar, algo que significara un “antes” y un “después” en la memoria nuestro pueblo.
Esta decisión implicaba que los sublevados, que habían ocupado el Edificio Libertador, a escasas metros de la Casa de Gobierno, el cuartel del Regimiento de Patricios, en el barrio de Palermo, y la fábrica de tanques situada en la localidad de Boulogne, en las afueras de Buenos Aires, tenían que ser derrotados por los efectivos del Ejército Argentino, que de ese modo sellarían su reconciliación definitiva con la democracia
Quedando clara y definitivamente demostrado entonces, que las propias Fuerzas Armadas argentinas, serían las que defenderían el orden constitucional, frente a quienes pretendieran subvertirlo.
Como suele suceder en los momentos de incertidumbre, no faltaron quienes, aún dentro de nuestro propio gobierno, insinuaron la conveniencia de gestionar un armisticio con los jefes amotinados.
Estaba todavía fresco el recuerdo de lo sucedido en un pasado reciente, en las anteriores rebeliones castrenses contra el gobierno constitucional del doctor Raúl Alfonsín, cuando las circunstancias llevaron a las autoridades a establecer canales de negociación con los militares sublevados.
Puedo garantizar que jamás, ni por un solo instante, cruzó por mi cabeza la idea de aceptar esas sugerencias, sin duda bien intencionadas. Sentí que era imprescindible para la salud de la Argentina y para las propias Fuerzas Armadas demostrar que la autoridad presidencial, como máxima expresión de la voluntad popular, no podía quedar sujeta a la extorsión de grupos armados que pretendieran imponer condicionamientos de ningún tipo a las instituciones de la República.
De allí que en aquellas dramáticas dieciocho horas que mediaron entre el inicio y el fin del amotinamiento, la decisión irrevocable fue siempre la de exigir la rendición incondicional de los sublevados para que, como luego ocurrió, fueran juzgados por los tribunales competentes y en aplicación de las leyes de la República.
De esta forma, pocos días después de estos episodio de diciembre de 1990 la Argentina pudo vivir una Navidad en paz y tranquilidad, con la plena conciencia de que con la democracia no se juega y que un nuevo y rotundo “Nunca más” había dejado para siempre atrás los miedos derivados de las tantas noches oscuras de nuestra historia.