Educación: la pregunta no es qué hacer sino qué evitar

En mi último libro, titulado El Misterio de la Educación, analicé casos y situaciones de innovación educativa de varios países de la región en donde se vislumbran agendas de trabajo algo más audaces y atractivas que la agenda local. Países que, en materia educativa, y a pesar de las situaciones de inestabilidad que se viven en las calles de la región desde hace unas semanas, están avanzando, convencidos de que hay futuro, de que el porvenir es un punto en el horizonte que debe impulsar la acción colectiva y colegiada de toda una Nación en materia educativa. Se puede hacer. Las situaciones allí desarrolladas sobre Uruguay, Perú, Panamá, por mencionar casos puntuales, son casos que inspiran y animan. Entonces, si conocemos los problemas, y sabemos que hay países y gobiernos que abordan esos problemas con la firme intención de resolverlos, nada indicaría que otros no lo puedan hacer de la misma manera.

¿Por qué en Argentina las cosas no acontecen en materia educativa? ¿Por qué nos rasgamos las vestiduras sin que nada relevante o significativo trascienda? ¿Por qué solo actuamos preocupación, sin verdaderamente ocuparnos?

Tal vez, y digo solo tal vez, nos estemos haciendo la pregunta equivocada, incorrecta. A veces, solo este pequeño giro, clarifica todo. En vez de preguntarnos qué hacer, tal vez deberíamos preguntarnos qué evitar. Y aquí tengo algunas respuestas que pueden echar luz sobre el asunto.

En primer lugar, debemos evitar sentirnos tan únicos, tan particulares, tan peculiares, que no podamos ser comparados con nadie en ningún momento, y nada que se haga en otro lado pueda ser considerado seriamente para hacerse en nuestro territorio frente a nuestros propios problemas. Nadie es así en el mundo, nadie puede atribuirse una condición tal de particularidad que lo haga incomparable con el resto del mundo. No estamos hablando de ADN, sino de procesos y metodologías de combinación y asignación de recursos mayoritariamente públicos. Estamos hablando de educación, de que los chicos aprendan a razonar, a interactuar mejor con otras personas y con los problemas, de que desarrollen autogobierno personal y sensibilidad, de que se hagan responsables y desarrollen conductas éticas. Todos queremos lo mismo en todo el mundo, y casi todos desplegamos herramientas similares para hacerlo, así que no es cierto que seamos tan, tan particulares como para no hacer caso a lo que a otros les funciona. Si algo se hace bien en Panamá, ¿acaso no deberíamos poder considerarlo seriamente para hacerlo en Chaco, Entre Ríos o Río Negro?

En segundo lugar, debemos evitar sentirnos tan pobres, tan desposeídos de recursos materiales y económicos, tan marginados del planeta, que nada de lo que hagamos finalmente alcance. Todos los países del mundo, hasta el más próspero y pudiente, en algún momento de su historia no tuvo recursos, ni instituciones, ni mapas de los ríos, ni evidencias científicas, ni docentes preparados, ni salarios dignos, ni leyes inteligentes, ni instrumentos de medición de ninguna índole, y así y todo se las arregló para prosperar. Inventando o replicando, los países que finalmente lograron alcanzar altas tasas de alfabetización, bajas tasas de desempleo y altos estándares de calidad de vida han desarrollado un recorrido que ha logrado superar todos los obstáculos, todos esos obstáculos que desde nuestro territorio estamos diciendo que nos anclan para siempre. No es verdad, no somos tan parias, tal vez si más hipócritas y sin dudas peores administradores, pero la pobreza como condición no nos estanca. Diría, ¡todo lo contrario! ¿Acaso alguien puede suponer que el pobre y desposeído, sea persona o comunidad, vive realizado en tal condición? Debemos evitar escudarnos en este argumento pueril.

En tercer lugar, debemos evitar sentirnos tan inteligentes, tan creativos, tan brillantes, como para creer que podemos encontrar una solución que nunca antes nadie ideó para enfrentar a los problemas que todos desean resolver. Puede pasar, está claro, que alguna vez tengamos como sociedad un momento Eureka. Pero no podemos descansar en ello como sistema estándar de resolución de problemas. Debemos tener más procesos que mentes brillantes, debemos amigarnos con las metodologías por encima de los personalismos, debemos acordar metas y métricas, y convertir la supervisión de ello en un diálogo entre los problemas y los diseños institucionales. La inteligencia colectiva no surge de la sumatoria de las inteligencias individuales, sino de la armonización de diseños institucionales que permiten abordar problemas complejos o de gran escala.

Y, en cuarto lugar y por último, debemos evitar sentirnos tan condicionados por las acciones u omisiones de otros, creyendo (o intentando hacer creer a otros) que ello nos deja reducidos a ser solo un grano en un médano, una gota en un océano, o simplemente un rehén perpetuo de quienes siempre deciden por nosotros. Claro que solos no podemos, pero la verdad es que nunca estamos solos, y en conjunto se pueden impulsar una cantidad impresionante de cambios, a pesar de que siempre haya ‘otros’ mirando para otro lado o con algún interés en minar nuestro accionar.

Corrernos de esos lugares en donde a veces nos estacionamos y aburguesamos es una buena manera de liberarnos de ataduras culturales, de etiquetas sociales, de trampas intelectuales, que a veces solo han sido instituidas para evitar el cambio. En la región en general y nuestro país en particular, territorio que tanto nos desafía y entusiasma, debemos pechar con valentía y convicción a todo lo que nos ubique en un lugar de inacción, de asilamiento, de torpeza, de retroceso. Solo así conseguiremos que aquello que hacen unos, también puede ser impulsado por nosotros, a pesar de todas las restricciones y diferencias. Para ello, debemos comenzar evitando realizar la pregunta incorrecta.

El autor es presidente de la Asociación Civil Educación 137.