El 27 de noviembre se conmemoran ochenta años desde que, en su tercera visita a la Argentina, José Ortega y Gasset dictara una conferencia en la Municipalidad de La Plata, titulada “Meditación del pueblo joven”. A esta altura de 1939, ya había completado un curso sobre “El hombre y la gente” en la Asociación Amigos del Arte y finalizaría ese año con un ciclo radial al que denominó “Meditación de la criolla”. Sin embargo, la “Meditación del pueblo joven” contiene una frase que se haría tan famosa como su creador. Allí pronunció el filósofo español, frente a un numeroso público de devotos oyentes, casi en el comienzo mismo de sus palabras introductorias, la exclamación que perduraría hasta nuestros días como una impostergable invitación: “¡Argentinos, a las cosas, a las cosas!”.
La vehemente afirmación, que a lo largo de tantos años ha servido para sintetizar muy diversos significados, sin embargo, está contenida en un párrafo que requiere una lectura completa para calibrar la intención de su autor. Por eso, aunque parezca un exceso para nuestro tiempo de acelerados procesos, me animo a proponer su texto completo:
“El filósofo es el hombre que rumia pausadamente, vacunamente. Ya ven que no me adorno mucho ante ustedes, que no muestro excesivo empeño en aventajarme ante su consideración. Con ello quiero indicar que yo no importo; que importan sólo las cosas de que vamos a hablar y sugiero que tengo una gran fe en mi prédica –paladina o solapada, pero constante, ante lo argentinos-, mi prédica que les grita: ¡Argentinos, a las cosas, a las cosas! Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas, directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales, que son egregias, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental secuestradas por los complejos de lo personal.” (OC IX, p. 263)
Ortega se había referido a los argentinos muchas veces desde su primer viaje a Buenos Aires en 1916; incluso, cuando su fama crecía sin pausa al cariño de los auditorios porteños, los desafió con los artículos “La pampa… promesas” y “El hombre a la defensiva”, ambos de 1929, que desataron una polémica en diarios y revistas que duró por meses. En la última visita que, en rigor, fue una alternativa de exilio provocada por la Guerra Civil, continuó con el análisis de la psicología del argentino a través de los escritos que ya fueron mencionados. Lo interesante de la conferencia de La Plata es que no fue reseñada por los principales periódicos nacionales y hubo que esperar hasta el año 1958 para que la editorial Emecé la publicara como inédito en el volumen Meditación del pueblo joven que incluía, además, otras intervenciones de Ortega. Es decir, sólo después de esa fecha la frase tuvo circulación pues, hasta ese momento, la conocían exclusivamente los asistentes a la conferencia de 1939.
Como se sigue del párrafo transcripto, es el propio Ortega quien prefiere apartarse, en primer lugar, del foco de atención –en especial, por su historia previa de alusiones a la idiosincrasia nacional- para ceder el lugar a lo que llama “las cosas” y que podría traducirse como “las verdaderas cuestiones importantes” que nunca consisten en las perspectivas subjetivas y cambiantes de los protagonistas de la historia. Por el contrario, así definidas, “las cosas” se proponen como el punto de convergencia que obrará como el gran liberador de las potencias espirituales reprimidas del argentino (curiosidad, perspicacia, claridad mental).
Han pasado ochenta años y aún seguimos sin comprender el mensaje orteguiano que nos sigue solicitando abandonar el terreno de las controversias personales para construir una sociedad con ideales compartidos y al servicio de un destino común.