Los años buenos de vidas difíciles

Edith Eger

Rabi Meir fue uno de los más grandes sabios de la Mishná en el siglo II. Algunos en su tiempo solían criticarlo por estudiar con y de algunas personas que no eran afines a la ideología o la tradición judías. En su enorme aceptación a lo diverso y entendiendo que uno es aquello que aprende a leer, Rabi Meir solía responder: “Rimon matzati, tojó ajalti, veklipato zarakti”, “Encontré un fruto, comí su interior, y tiré su cáscara”.

Arthur Schopenhauer, si bien se inclinaba ante las religiones orientales, declaraba como la mayoría de sus colegas filósofos del Siglo XIX, su dosis anti-religiosa especialmente hacia el judaísmo. Sin embargo, y aprendiendo del gran Rabi Meir, cito una frase del fruto de sus dichos: “Los primeros cuarenta años de vida nos dan el texto. En los siguientes años recién viene el comentario”. Somos la interpretación de lo que leemos de nuestra vida.

El texto bíblico de esta semana lleva como título “La vida de Sara”. Sin embargo sólo nos habla de su muerte: “La vida de Sara fue de ciento veintisiete años. Ésos fueron los años de la vida de Sara”. Rash”i, gran exégeta francés del siglo X, comenta que el texto repite la palabra “años” como un modo de indicarnos que todos los años de la vida de Sara fueron igual de buenos. Sin embargo no es esta la impresión que deja, si se recorre la historia de la esposa del patriarca Abraham.

Sara debió dejar su tierra en la medialuna fértil entre el Éufrates y el Tigris, uno de los lugares más desarrollados y glamorosos del segundo milenio previo a la era común, para vivir en medio del desierto de Beer Sheva a la sombra de una tienda. La promesa incluía una descendencia como las estrellas que hay en los cielos, pero su vientre permaneció infertil por décadas. Fue secuestrada por el Faraón de Egipto, y debió pasar por la traumática situación de aceptar que su marido pueda finalmente tener un hijo, pero con otra mujer. ¿Dónde fueron a parar los buenos años de la vida de Sara?

Un capítulo más tarde, fallece Abraham y el texto lo honra diciendo: “Y Dios bendijo a Abraham en todo… y murió Abraham en una buena vejez, colmado de años”.

Tampoco Abraham tuvo una vida fácil. Abandona su casa y su familia, dejando todo tras una promesa que no termina de encontrar en una tierra hostil. Secuestran a su sobrino, su único familiar, y debe enfrentar la guerra. La sequía de la Tierra Prometida lo llevó a la extrema pobreza hasta mendigar en Egipto. La promesa de descendencia que a Sara se le negaba desde el vientre, a él se le agrietaba desde el vínculo. Uno de sus hijos exiliado al desierto, el otro casi ofrendado en sacrificio. Todas sus relaciones sufrieron quiebres y distancias. Distancia ideológica y geográfica con su padre, tensión y separación en el vínculo con sus hijos, y la dificultad de sostener el amor con su pareja después de tantas promesas que nunca llegaban.

¿Cómo se explica que nos digan que los años de la vida de Sara y de Abraham habrían sido buenos? Nos dan el texto, pero sólo después de varios años llega el comentario. Quizá para comprender la muerte, debiéramos interpretar mejor la vida.

De Nietzsche también sólo comeremos su interior, y dejaremos la cáscara. Él dijo: “Aquél que tiene un por qué puede tolerar y atravesar cualquier cómo”.

Abraham y Sara tenían un “por qué”. Su ruta tenía un destino que nos incluye. El comentario de los años de la vida, llega con el paso de los años. El “cómo” atravesarlos se lee diferente, cuando descubrimos nuestros “por qué”.

Solemos detener la marcha y hasta incluso cambiar la ruta del sueño primero, al obsesionarnos en los “cómo”: ¿cómo logro comprar o conseguir esto?, ¿cómo estar más cerca de mi hijo?, ¿cómo hablar o responder mejor a mi pareja?, ¿cómo llegar a reencontrarme con mis padres?, ¿cómo salir del lugar en el que estoy?, ¿cómo dejar de sufrir?, ¿cómo pudo pasarme esto a mí?

Cuando perdemos el por qué, comenzamos a priorizar los cómo. Pero si volvemos a preguntarnos acerca del diseño de nuestros destinos, del por qué queremos lograr o alcanzar tal meta, del por qué tiene sentido la familia, la pareja, la amistad, el compromiso, la trascendencia, la vida o la fe, entonces las respuestas al cómo atravezar la coyuntura nos resultarán más fáciles. Se trata de leer diferente, con otros ojos, los años. Entonces legar el texto del que se nutrirán nuestros nietos mañana. Porque serán ellos quienes relaten los años de nuestra vida, de acuerdo al modo en que enfrentemos nuestros “cómo”, en función de nuestros “porqué”.

En 2017 el libro The Choice, ópera prima de una mujer de 90 años de edad, se transformó en un best seller internacional. Edith Eger fue sobreviviente de Auschwitz, y una de las prisioneras obligadas a caminar la Marcha de la Muerte, cuando los nazis abandonaban los Campos de Exterminio ante la llegada de las tropas aliadas.

Fue trasladada a Auschwitz con su familia en mayo de 1944. Sus padres fueron llevados a los hornos crematorios el mismo día en que llegaron. Edith cuenta en su libro que en ese momento una mujer se le acercó, e indicándole las chimeneas y el humo, le dijo al oído que debía empezar a hablar acerca de sus padres en pasado. Era apenas una niña. Luego de la liberación, la encontraron en los bosques de Austria con tifus y neumonía, habiendo marchado por la nieve durante kilómetros, sin un lugar adonde ir. Años después, cuando recuperó su salud, viajó a los Estados Unidos, se casó y tuvo una hija. En su libro recuerda las palabras de su madre en el tren: “No sabemos adónde vamos, no sabemos qué va a pasar, pero nadie puede quitarte lo que metas en tu mente”.

Edith nos regala una potente diferenciación entre los conceptos de víctima y victimización: “Es probable que todos seamos víctimas de alguna manera en el curso de nuestras vidas. En algún momento sufriremos algún tipo de aflicción o calamidad o abuso causado por circunstancias o personas o instituciones, sobre las que tenemos poco o ningún tipo de control. Así es la vida. Esto es ser una víctima. Todo ello viene del exterior. Pero, en contraste, la victimización viene del interior. Nadie puede convertirse en una víctima más fatal que uno mismo. Nos convertimos en víctimas no por lo que nos sucede, sino cuando elegimos aferrarnos a nuestra victimización. Entonces desarrollamos la mente de una víctima, una forma de pensar y de ser, rígida, culpable, pesimista, atrapada en el pasado, implacable, punitiva y sin ningún límite saludable”.

Son muchas y diversas las circunstancias que nos suceden. Lo que escribiremos acerca de los años de nuestras vidas dependerá del modo de leerlas e interpretarlas. El qué y cómo lo fijaremos en nuestra mente.

Porque no somos aquello que nos pasa, sino lo que hacemos con aquello que nos pasa.

Amigos queridos, amigos todos.

Los años vividos son el texto. Si comenzamos a leerlo con nuevos ojos, podremos modificarlo al reinterpretarlo, y entonces cambiar nosotros. Aprendiendo a arrojar la cáscara de nuestras propias limitaciones, de nuestra propias malas lecturas, y comenzar entonces a disfrutar en armonía del fruto de los años del resto de nuestra vida.

El autor es rabino de la Comunidad Amijai, y presidente de la Asamblea Rabínica Latinoamericana del Movimiento Masorti.