Desde que han nacido los Estados modernos no ha sido fácil construir un modelo de resguardo de la dignidad del ciudadano. Tanto poder concentrado por un lado (presidentes que ejecutan decisiones y toman el control total de la conducción del país –o eso parece-, legisladores que dicen lo que debe ser y lo que no debe ser de modo universal, para todos -y todas-) y, del otro lado, un ciudadano con la única invocación de su dignidad y la pretensión de no ser avasallado en el goce de un amplio abanico de derechos. La totalidad frente a la unidad. Lo general frente a lo individual.
Allí surge la indispensable incorporación de dos ideas que debían conducir a equilibrar este dilema: por un lado, la generación de una contradicción logística dentro del Estado (división de poderes y sistema de frenos y contrapesos, destinado básicamente a evitar el reino del autocontrol) y por otro, el rol del Poder Judicial como resguardo de la dignidad del ciudadano, como sublimación de lo individual frente a lo general. Se trata del eventual triunfo del caso de José, Pedro o María, de la angustia de cada uno de ellos, frente a la ley de todos.
El juez representa, y el Poder Judicial garantiza, el templo de la individualidad. Una ley se legitima en la bondad para muchos casos; una sentencia se legitima en la justicia de este caso.
Ello plantea la necesidad de un Poder Judicial con capacidad epidérmica para absorber los detalles de la realidad, del caso único, de la individualidad: los colores, gustos, olores y textura de cada una de las angustias que invoca el ciudadano y su dignidad. Esa destreza requiere jueces cercanos a la gente, al ciudadano, a la comunidad.
Llamativamente, el Poder Judicial ha hecho todo lo contrario: ha desarrollado un completo, eficaz y multidimensional plan de alejamiento del ciudadano, del vecino, del sujeto individual, de Pedro y de María.
Hagamos un sencillo y conocido paneo: a) como sabemos, para la cercanía se necesita comunicación y ella requiere un lenguaje común y comprensible. Sin embargo, los jueces se expresan en un idioma raramente compatible con el español (al que llaman, cual dialecto, lenguaje forense), prácticamente inentendible; b) han buscado con tenacidad las estructuras mas tediosas para organizar sus resoluciones, al punto de transformarlas (y no solo por ello), en ilegibles; c) los jueces se han dejado seducir por resoluciones de extensiones ridículas, procesamientos de 500 o 600 páginas; d) los conflictos transitan su (mala) suerte en oficinas mal iluminadas escondidas en laberintos arquitectónicos que han girado alrededor del leiv motiv de que el dueño del conflicto o no aparezca o en su primer intento se le desvanezca cualquier deseo de un contacto posterior con los señores magistrados (los verdaderos expropiadores de sus angustias); e) Las oficinas judiciales desarrollan sus actividades cotidianas en lugares geográficos de casi nula densidad poblacional (en la zona de Comodoro Py, por ejemplo, no vive nadie); f) si el dueño del conflicto quiere hablar con el juez, se enfrentará con un empleado que le dirá oralmente que si quiere hablar con su señoría debe pedirlo por escrito (un escrito que debe ser firmado con tinta negra), g) en los juicios orales la mayor cantidad de prueba ingresa por la lectura de actas escritas; h) los jueces normalmente deciden sobre si determinado encierro puede perjudicar la salud de un ciudadano preso sin conocer ni el lugar del encierro ni al ciudadano preso; y el listado puede seguir.
Este cuadro en general demuestra que los jueces, que deben defender al individuo frente a las excesos del poder, se encuentran desprovistos de los datos esenciales que otorga la cercanía, no conocen en verdad las texturas del dolor, de la tristeza propia de quien sufre una conflictividad, sea cual sea esta. Al contrario, los jueces mientras han recorrido en ocasiones de modo múltiple todos los caminos de la cercanía con los factores de poder a quienes deben controlar, han hecho un culto paralelo a la lejanía comunitaria, a la lejanía de los hechos. Como si algun personaje sombrío los hubiera convencido de que independencia judicial es igual a independencia de la gente.
Ello explica la pétrea insensibilidad que se apodera de a poco de las almas de algunos magistrados o desorientados aspirantes a serlo (algunos fiscales). Esa lejanía del dolor es la que permite legitimar prisiones preventivas ilegítimas de mas de dos años, sin razón procesal que las justifique, y hacerlo sin sentir la necesidad de fijar la vista en los ojos de quien los interpela.
Esa desconexión del dolor del dueño del conflicto es lo que protege a estos magistrados de pensar en las familias de quienes sufren sus decisiones.
Ese doloso no saber, esa consciente falta de visibilidad o la distancia imperturbable propia de la etiqueta judicial más reprochable, es lo que necesita la amoralidad para ganarle a la culpa el debate interno.
Cuando la culpa o la vergüenza pierden, ya no hay ley, constitución, tratado internacional o derecho humano que pueda correr a salvar a quien en este proceso morirá de modo indefectible: el Estado de Derecho.
El autor es doctor en Derecho y profesor titular de Derecho Penal (UBA)