El primer pecado colectivo

Mientras la diplomacia internacional navega en las aguas indisimulables del fracaso en materia ambiental y encima debe soportar los embates de aquellos que, como los presidentes de Estados Unidos y Brasil, desacreditan toda chance de salir de la lógica del progreso como sinónimo de la destrucción de la naturaleza, el liderazgo y el señalamiento de la imperiosa necesidad de desarrollar políticas de Estado que cambien ese paradigma lo encarnan dos extremos etarios: los jóvenes (sintetizados en la sueca Greta Thumberg) y el Papa Francisco.

La Encíclica Laudato Si, hace más de cuatro años, no fue la invocación pastoral al cambio y la solidaridad individual para ser más amigables con la naturaleza. Fue un potente documento de ecología política contra el sistema imperante, que ningún líder político (hoy casi un oxímoron) se había atrevido a enunciar. “No hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental”, había fustigado el Papa en esa Encíclica ambiental (la primera en la historia, dicho sea de paso) reactualizando una sentencia de otro argentino, Tomás Maldonado, quien a comienzos de los 70, cuando la ecología parecía apenas una moda, pronosticó que “el escándalo de la sociedad termina en el escándalo de la naturaleza”.

Y por si quedaban dudas de que el Papa no nos mandaba a “separar la basura” para ser “cuidadosos con el ambiente”, su lectura de la economía actual y su desapego progresivo y cruel respecto de lo natural (y lo social) quedaba de manifiesto sin posibilidad de malentenido: “El ambiente es uno de esos bienes que los mecanismos de mercado no son capaces de defender o de promover adecuadamente”. Donald Trump y Jair Bolsonaro lo saben y por eso, por elegir del lado del mercado y admitir que en ese esquema el ambiente lleva las de perder, abandonan los compromisos globales contra la crisis climática porque –aducen tácitamente- serán inconvenientes para el modelo de acumulación actual de la riqueza.

Ahora, el Papa da otro paso. Y vuelve a “defraudar” a quienes esperan de un líder religioso monoteísta, sea cual fuere, una monserga a favor de la bondad, la conciencia o el amor a la naturaleza y el prójimo. Su propuesta eclesiástica esta vez sugiere incorporar un nuevo pecado: el Ecocidio. Es un neologismo que desde hace un par de décadas, y por impulso de ambientalistas y académicos, hace referencia a cualquier daño masivo o destrucción ambiental de un territorio determinado, que se hace irreversible cuando un ecosistema sufre un daño más allá de su capacidad de regenerarse. La sistemática devastación de los bosques nativos del norte de la Argentina, a una tasa sin precedentes, es un ejemplo casero y actual de ecocidio. Y lo fue también hace cien años en Santiago del Estero cuando La Forestal decidió que pasara de ser un bosque de quebrachos a un páramo sin sombra. El asunto, sugiere la notoriedad actual del ecocidio, es que en la actualidad esa devastación es la norma.

El pecado, propone el Papa, sería no solo la comisión de ecocidio, sino también la omisión de “actos y hábitos de contaminación y destrucción de la armonía ambiental”. Acción y/u omisión de ecocidio, podríamos sintetizar. Una conducta necesariamente colectiva.

Demás está decir que desde hace décadas también quienes acuñaron el término ecocidio pretenden introducirlo en la jurisprudencia internacional y equipararlo por ejemplo a genocidio u otras atrocidades equivalentes. Pero con escasa suerte, pues la diplomacia internacional tan afecta a promover acuerdos que jamás se cumplen (todos los indicadores de la crisis climática están empeorados desde que se puso en marcha la Convención de Cambio Climático de Naciones Unidas, allá por comienzos del los 90), se resiste a que adquiera carácter normativo un término por el que quizás luego se los acuse.

Lo subrayable, una vez más, es la cualidad colectiva de la postura papal. La lujuria, la gula o la soberbia se perciben como actitudes individuales más allá de que puedan, por acumulación, convertirse en comportamientos colectivos. Pero, el propio Papa lo ha indicado en su Encíclica, las conductas colectivas que dañan el planeta derivan de un modelo económico y de consumo que no se altera por la suma algebraica de las conciencias individuales. “El nosotros que siempre se invoca es una abstracción que ignora soberanamente las influencias del poder y del sistema”, escribió el alemán Harald Welzer en “Guerras climáticas”, demostrando una vez más que cuando se nos ordena no usar bolsitas de plástico se está enmascarando la verdadera responsabilidad –a escala- de la promoción de un modo de producir y consumir atentatorio para la naturaleza y representante de una definición arcaica y lesiva de progreso.

El pecado ecológico, entonces, presupone ser el primer pecado colectivo al que apunta el Papa. Y como es un pecado colectivo se lo debe neutralizar con acciones que apuntan a modificar las conductas colectivas: las políticas públicas. Suena en ese acorde la indicación del Papa de que cada jurisdicción eclesiástica tenga un “ministerio especial” para cuidar “el territorio y las aguas”.

La paradoja es que mientras el Papa avanza en una mirada colectiva, la de la humanidad, algunos otros líderes políticos antepongan su “derecho” a seguir destruyendo ecosistemas para lograr una mejora de la economía de sus poblaciones que, además, tampoco llega. Conviene reiterar que la peor crisis ecológica de la historia conjunta de la humanidad coincide con la de peor desigualdad al interior de la sociedad mundial.

Habrá, suponemos, otros lideres políticos que, aun cuando sea para evitar ser atormentados por el pecado ecológico, tomen la definición del Papa y la conviertan en acción política. Como decía Brian Barry: “En materia ambiental se sabe lo que hay que hacer; solo falta el sujeto (político) que lo haga”.

Entre el Papa y Greta, quizá la política le dé forma a ese sujeto.

*El autor es biólogo, periodista ambiental y conductor de “Ambiente y Medio” por la TV Pública