Un presidente de izquierda renuncia tras una huelga policial y una sugerencia explícita del jefe del Ejército. El presidente norteamericano se apresura a felicitar a los militares. Asume como presidenta una señora muy conocida por sus exabruptos racistas en una sesión completamente irregular, que recibe la banda presidencial de manos de un militar de uniforme. El Ejército intenta controlar las calles. En cumplimiento de ese objetivo, fusila literalmente a manifestantes. La presidenta firma un decreto que exime de responsabilidad penal a los militares que participan de esos operativos. Distintos dirigentes de la oposición huyen del país o piden asilo en embajadas. Los periodistas son acorralados en las calles. La ministra de comunicación promete aplicarles el delito de “sedición”. En ese contexto, se queman banderas indígenas, se celebra en actos multitudinarios la derrota de Satanás y la presidenta de facto entra a la Casa de Gobierno enarbolando una Biblia gigante.
Hace muy poquitos años, una ínfima parte de eso hubiera bastado para que los líderes de la región aislaran inmediatamente al país donde ocurrieran esas cosas. Sin embargo, en pocas horas, la presidenta de facto de Bolivia, Jeanine Áñez, recibió el reconocimiento de las potencias más poderosas del planeta y de la región. Esos gestos ayudaron para que el nuevo gobierno pudiera hacer algo de pie. Y todo abre un gran interrogante sobre el futuro de la región. Si los bolivianos lo logran, ¿por qué no intentarlo en otros lugares? Y, en sentido contrario: si existe esa amenaza latente, pensarán otros, ¿no se justificará barrer con las formalidades democráticas para abortar esa posibilidad? En otras palabras: ¿cuántos Maduros surgirán de un Camacho? ¿Cuántos Camachos surgirán de un Maduro?
El espanto boliviano se produce en un contexto donde, paso a paso, los unos y los otros van aceptando que se quiebren las reglas que, con mucha dificultad, las democracias fueron estableciendo en la región en los últimos 35 años. Uno de los consensos básicos de las democracias renacidas en la década del ochenta consistía en reducir el rol del Ejército al ámbito específicamente militar. La corriente ahora va en sentido inverso. La sumatoria de hechos es muy elocuente.
En Bolivia, justamente, fue un pronunciamiento del Ejército el que produjo la renuncia de Morales y, en estas horas, el Ejército intenta controlar a sangre, fuego y gases lacrimógenos todas las calles del país. En Brasil gobierna una camarilla surgida de las Fuerzas Armadas y fue un pronunciamiento militar el que reclamó el fallo que impidió la candidatura de Lula en las últimas elecciones. En el Perú hubo un conflicto entre el Presidente y el Congreso, que se saldó luego de que el Ejército emitiera un comunicado a favor del primero: desde entonces, el Parlamento permanece cerrado. En Venezuela, el Ejército tiene un rol completamente partidista: gracias a eso, el régimen encabezado por Nicolás Maduro ha cometido atroces violaciones a los derechos humanos y se ha sostenido en el poder. En Chile, el presidente de centro derecha Sebastián Piñera dijo que estaba en guerra y sacó al Ejército a reprimir a las multitudes que lo desafían. “Yo soy un hombre feliz, no estoy en guerra con nadie”, se burló de él el jefe del Ejército.
Es sencillo percibir hacia donde puede llevar la recta que se forma de la unión entre estos puntos.
En la Argentina, la irrupción de la derecha rabiosa boliviana puso en aprietos al presidente saliente Mauricio Macri. No es necesario tener una ideología determinada para sentir horror por el desarrollo de los acontecimientos en Bolivia. Basta con ser democrático o, simplemente, buena persona. Sin embargo, hace una semana que Macri hace malabares para no pagar el costo interno de reconocer a un gobierno violento e ilegítimo y, al mismo tiempo, no distanciarse demasiado de la línea que llega de Washington.
Muchos referentes públicos de Cambiemos, en esta semana, imitaron al Presidente: les resultó más cómodo polemizar con el kirchnerismo -eso que siempre les resulta cómodo- que establecer una posición clara frente a lo que ocurre en Bolivia. Esa actitud abre serias preguntas sobre las reales motivaciones de sus denuncias contra el régimen de Nicolás Maduro. ¿Les molestaba que Maduro persiguiera disidentes y ahogara a la democracia venezolana o, simplemente, su reacción era motivada por el alineamiento con los Estados Unidos o el intento de dañar a sus adversarios locales? ¿Qué autoridad les puede quedar para denunciar eventuales abusos del próximo gobierno si callan o tartamudean ante la brutalidad que hoy está ante sus propios ojos?
Durante los últimos años, la denuncia contra las atroces violaciones a los derechos humanos en Venezuela fueron un arma letal contra los aliados de Nicolás Maduro en la región, entre ellos Cristina Kirchner. Si tanto les preocupaban los derechos humanos, ¿por qué seguían tan amigos de la dictadura que más los violaba en América Latina? Esa pregunta nunca tuvo respuesta. Ahora, la situación se empareja. Más aún cuando la oposición venezolana entró rapidamente en relaciones sumamente cordiales con la señora Áñez. Otra vez: ¿cuanto mejor que Maduro es alguien que brinda con el grupo racista que acaba de tomar el poder en La Paz?
Unos y otros parecen muy limitados en su capacidad de pensar por encima de la grieta. Todos consienten las violaciones a los derechos humanos de sus aliados. Entonces, un gobierno puede perseguir opositores, matar, torturar, que igualmente va a tener el respaldo, o la complicidad silenciosa, de gran parte de la dirigencia democrática del continente. En la historia de la humanidad, hay ejemplos muy notorios sobre cómo este tipo de pasividad --o especulación-- de dirigentes democráticos abrió las puertas para que se produjeran tragedias irreversibles.
En cualquier caso, lo que ocurre en estos días en la región termina por consolidar un bloque mayoritario de países que oscilan entre la centro derecha democratica y la ultra derecha. Con diversos matices, los gobiernos de Chile, Brasil, Bolivia, Ecuador, Perú, Paraguay y, tal vez, a partir de la semana que viene, Uruguay, se ubican en algún punto de este esquema. La reunión del Grupo de Puebla, la semana pasada, en Buenos Aires, refleja también esa situación. La figura estrella era el presidente electo de Argentina, Alberto Fernández, porque a su alrededor no había nadie con poder: todo era una sombra de lo que no fue. El Grupo de Puebla excluyó prolijamente de sus filas a los venezolanos, pero su silencio sobre ese tema refleja que sigue siendo un problema no resuelto. Sea como fuere, Fernandez deberá convivir en este continente, donde los Bolsonaro, los Camacho y los Maduro empiezan a dominar la escena.
La Argentina es una notable excepción en este panorama. En pocos días, su democracia saldará una de las pocas deudas institucionales que le quedan: un presidente no peronista entregará el poder en tiempo y forma. En los últimos tres meses, además, los diálogos informales entre el presidente saliente y el entrante lograron lo que parecía imposible: llegar a destino en medio de una muy turbulenta crisis financiera. Una comisión parlamentaria acaba de aprobar el establecimiento de condiciones estrictas para que ningún gobierno pueda perseguir a opositores por medio del dictado de prisiones preventivas arbitrarias. Nadie conoce aquí el nombre ni la cara del jefe del Ejército y las barbaridades que se producen en Venezuela o Bolivia parecen de otro mundo. En pocos días se inaugurará el séptimo período presidencial consecutivo en democracia: otro hecho inédito en la historia.
La única pregunta al respecto es si esas instituciones, que parecen tan sólidas, sobrevivirán a sus propios límites para resolver la crisis social que las debilitan. Antes de que sea tarde, tal vez sea momento para que los líderes de la democracia reconozcan el peligro que la acecha y empiecen a explorar los antídotos necesarios para derrotarlo.
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