Hablar del sistema penitenciario argentino implica referirse a un universo muy amplio y complejo, por lo que las generalizaciones pueden resultar panoramas incompletos e inexactos. Dando cuenta de esta afirmación, basta con referir que para fines de 2018 (última estadística oficial disponible) en la República Argentina teníamos unas 103.000 personas privadas de la libertad y 308 centros de alojamiento (sin contar comisarías).
De todos modos, hecha esa salvedad, podemos arriesgar alguna opinión sobre los comunes denominadores de la pena de prisión en la Argentina que, en definitiva, son opiniones que en buena medida aplican al resto de la región, con sus respectivas particularidades.
El primer tema, insoslayable, es la sobrepoblación penitenciaria.
La sobrepoblación es un común denominador indiscutido que caracteriza a las cárceles del país. La tendencia ascendente se repite inalterada desde 2007 a la fecha, superando con creces la tasa delictiva (la tasa delictiva es una tercera parte de la tasa de encarcelamiento), lo que indica que, contra la percepción de algunos sectores de la población que aún insisten con la cantinela de la puerta giratoria, año a año se encarcelan más personas, pese que la cantidad de delitos se mantiene relativamente estable.
Puede atribuirse este fenómeno (el crecimiento de la población penitenciaria) a múltiples factores que seguramente tienen su incidencia (endurecimiento de la ley penal, discursos oficiales de corte represivo, reclamos de parte de la sociedad, influencia de los medios de comunicación, etcétera), pero lo cierto es que hay un aspecto poco tratado y a mi juicio determinante: el encarcelamiento indiscriminado que cotidianamente disponen juezas y jueces y la falta de liberación de personas que se encontrarían en condiciones de permanecer en un régimen diferente al de las prisiones. En este punto no podemos soslayar que prácticamente la mitad de la población carcelaria se encuentra bajo el régimen de la prisión preventiva, sin que se haya realizado un juicio que determine su culpabilidad.
La sobrepoblación carcelaria tiene innumerables efectos deletéreos que configuran la peor faceta de las prisiones: hacinamiento, facilitación de los episodios de violencia entre las personas privadas de la libertad y entre estas y los funcionarios penitenciarios, deterioro de las instalaciones por su uso intensivo e incremento de la dificultad de acceso a los derechos básicos y esenciales (alimentación, salud, trabajo, educación) ya que, como es obvio, a mayor cantidad de usuarios se torna más dificultoso acceder a los escasos recursos que dispone el sistema.
Este rápido repaso refleja lo que, a mi criterio, constituyen las peores facetas, indisimulables, del sistema penitenciario argentino.
No obstante, en un análisis retrospectivo, podemos apuntar algunos cambios positivos, que deben ser reconocidos, ya que sobre la base de ese reconocimiento de la realidad se pueden trazar políticas públicas y estrategias de abordaje para las personas que estamos interesadas en los procesos de cambio y que tenemos responsabilidades en los mismos.
El primer dato relevante en punto a los cambios experimentados por la prisión es su apertura y transparencia. Naturalmente, si cotejamos lo que era una cárcel hace veinte años a lo que son ahora, no existe punto de comparación (en lo positivo y negativo). Hace veinte años ni siquiera los jueces y juezas sabíamos lo que ocurría dentro de las cárceles. La opacidad era un rasgo distintivo. Hoy, no obstante los problemas que apuntamos precedentemente, la cárcel es un espacio constantemente transitado por personas del medio libre y organizaciones de toda índole que ingresan a los establecimientos para llevar múltiples propuestas: culturales, educativas, laborales, religiosas, deportivas, etcétera. Tanto lo bueno como lo malo trasciende de modo inmediato a la opinión pública.
Siempre me gusta poner como ejemplo lo que ocurre con los centros de estudiantes que funcionan en la mayoría de las unidades más o menos grandes. Naturalmente, el Centro Universitario Devoto es pionero y emblemático, pero también se han desarrollado en Olmos, en San Martín, en Florencio Varela, en Batán y otros sitios. Pensar, hace veinte años (con la excepción del CUD) que las personas privadas de la libertad se pudieran organizar en torno a estas experiencias era francamente utópico. Y hoy son experiencias francamente consolidadas, de las que afortunadamente resultará imposible retroceder.
Otro tanto en lo relativo al trabajo. Por supuesto, debe decirse antes que nada, el peculio que reciben las personas privadas de la libertad por las tareas que desempeñan para el Estado (con la relativa excepción de las cárceles federales y el sistema denominado ENCOPE) es vergonzoso y denigrante. Sin embargo, de modo incipiente comienzan a aparecer algunas experiencias autogestionarias, donde las personas privadas de la libertad han comenzado a organizar emprendimientos productivos que comercializan sus productos en el medio libre. Insisto, se trata de experiencias incipientes y que de ninguna manera caracterizan al sistema pero que, me parece, marcan un camino que debe ser profundizado.
Este enfoque no implica una visión idílica o ingenua de la realidad penitenciaria y del día a día de las personas privadas de la libertad. Por supuesto que es muy difícil acceder a estos derechos en el contexto de encierro. Pero, para dimensionar debidamente las cosas, no tenemos que perder de vista que “en el afuera” también es muy complejo tener un trabajo estable y con remuneraciones dignas, poder mantener la escolaridad o atenderse en forma conveniente de las afecciones de la salud.
Un párrafo aparte para los funcionarios penitenciarios. Venimos de una tradición y una historia muy triste de abusos y violencia que, en buena medida, aún ocurren. De hecho, las solas condiciones de alojamiento representan, por lo menos, un trato cruel, inhumano y degradante. Sin embargo, las recorridas por distintas unidades del país exhiben, como es lógico, un recambio generacional de funcionarios y funcionarias (debe destacarse el progresivo avance de la mujer en un trabajo históricamente relacionado con los hombres) con una sensibilidad y compromiso diferente frente a la realidad, proclives a generar intercambios sobre las prácticas profesionales, pese al serio condicionamiento que implica pertenecer a una burocracia vertical y jerarquizada.
En resumidas cuentas, la cuestión penitenciaria exige una mirada crítica ya que implica la pérdida de uno de los valores más preciados de las personas, como es la libertad. Nos encontramos muy lejos de cumplir el ideal constitucional de las cárceles sanas y limpias, pero quienes tenemos distintas responsabilidades en su funcionamiento no podemos agotarnos en la descripción del paisaje desolador, sino que tenemos que proponer formas que, por lo menos, adecenten estas parcelas de nuestra sociedad.
103.000 personas esperan que lo hagamos.
El autor es juez penal bonaerense y director ejecutivo de la Asociación Pensamiento Penal