Las calles de París tomadas por las protestas de los chalecos amarillos, las barricadas en Cataluña, lo que está sucediendo en Ecuador, el Líbano, Egipto, Hong Kong y el estallido social producido en Chile, reflotan un viejo y circular debate constitucional, el referido al “derecho de resistencia a la autoridad”.
Lo de antiguo tiene que ver con que bien temprano en la historia -podríamos comenzar con Aristóteles, Santo Tomás, Francisco de Vitoria o John Locke, pero voy a evitarle al lector retroceder tanto en el tiempo- la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano aprobada por la Asamblea Nacional francesa el 26 de agosto de 1789, en su primer artículo proclamó la existencia de los derechos fundamentales a los que consideró imprescriptibles e inalienables, al tiempo que reconoció expresamente la libertad e igualdad entre las personas.
Pero vayamos al punto. Aquello que importa ahora es que en medio de esa revolución normativa, la célebre declaración, en el artículo segundo sostuvo que el objeto principal de toda asociación política es la de preservar ciertos derechos, entre los que destacó -nada más ni nada menos- que el derecho de resistencia.
Aclarado el tema acerca de lo poco novedosa que resulta la discusión, vayamos al segundo adjetivo calificativo que utilicé en la introducción: circular.
Efectivamente, el derecho de resistencia a la autoridad es uno de esos derechos que te hacen girar por el borde del constitucionalismo; caerse o mantenerse dentro depende de la respuesta que demos al siguiente interrogante: ¿frente a que casos y en que circunstancias se está constitucionalmente habilitado para ejercer el derecho de resistir a la autoridad? Veamos.
Lo primero que corresponde señalar es que lamentablemente la cuestión no puede definirse mediante este único interrogante, por consiguiente veremos que -a mi entender- el asunto es significativamente más delicado, pues en el preciso instante en que superemos positivamente esta primera incógnita, se abrirá otra –igual o más compleja que la anterior: ¿qué órgano, institución o autoridad tiene la competencia legal/constitucional para decidir si el derecho de resistencia fue regularmente practicado?
Es decir: ¿quién tiene el poder de definir, y en todo caso la última palabra, para decidir si está justificada o no la resistencia ejercida?
Imaginemos por un momento que ya resolvimos el primero y el segundo de los interrogantes planteados y en consecuencia ya tenemos bien en claro cuando y bajo qué circunstancias está justificado resistir y quien es la autoridad con la competencia para definir si el derecho de resistencia fue ejercido regular o abusivamente.
¿Qué sucedería en el caso que la resistencia se haya ejercido precisamente contra esa autoridad que tiene en sus manos la decisión institucional mencionada?
En definitiva, el asunto del derecho de resistencia a la autoridad puede atraparnos en una rotonda, debido a lo cual corremos el riesgo de girar alocadamente sin avanzar hacia ningún lado, o bien, elegir la salida que nos regresará una y otra vez al punto de partida.
¿Cómo resuelve (si es que lo hace) nuestra Constitución Nacional esta cuestión?
En primer lugar hay que destacar que en el tercer párrafo del artículo 36 –incorporado en la reforma del año 1994- el texto constitucional reconoce expresamente a todos los ciudadanos el derecho de resistencia y aclara que podrá ser ejercido “contra quienes ejecutaren los actos de fuerza enunciados en este articulo”.
Ahora bien, ¿cuales son los actos de fuerza que enuncia ese artículo? Son los mencionados en el primer párrafo: aquellos actos ejercidos contra el orden institucional y el sistema democrático, a los cuales agrega luego (a modo de aclaración) los actos de usurpación de funciones previstas para las autoridades de la Constitución o las de las provincias.
Como se lee, la cláusula constitucional es víctima de una deficiente técnica legislativa, una fenomenal vaguedad en la redacción y una pésima elección de las palabras, pues pareciera que reduce los actos de fuerza a los dos últimos señalados, cuando sin embargo -es fácilmente observable- que existen actos de fuerza contra el orden institucional o el sistema democrático que no se materializan exclusivamente en la usurpación de las funciones mencionadas.
En definitiva, los constituyentes del 94 no fueron capaces de establecer pautas verdaderamente objetivas, concretas y precisas que impidan -o al menos dificulten- la discrecionalidad en un tema tan delicado y fundamental como el derecho de resistencia, pues claramente la amplitud y opacidad de su texto solo consiguen mantenernos atrapados en aquella rotonda.
Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas y Especialista en Constitucionalismo. Profesor Adjunto Regular de derecho constitucional de la UBA y Titular de la Cátedra de derecho político de la Universidad de San Isidro- Placido Marín