“No hay guerra más bella que aquella que libra un pueblo por la libertad en su propio territorio” Carl Von Clausewitz
En la madrugada del 8 de noviembre de 1810, Juan José Castelli, desde su campamento de Yavi, escribía a la Junta Gubernamental, el parte de la victoria de las fuerzas patriotas en Suipacha. Cerrando la descripción del combate afirmaba: “…no se sabe de nuestra tropa entrando las de Tarija, qual es la que mejor se ha portado…”. En esta escueta distinción de tropas que se describe, encierra una problemática que la historia militar argentina no ha prestado mucha atención: la composición social y territorial de las expediciones militares de la Guerra de la Independencia.
En su monumental obra “De la Guerra” ,Carl von Clausewitz había reflexionado que el conflicto bélico era una manifestación más del quehacer social y que los ejércitos expresaban la composición política y territorial de una sociedad.
Tulio Halperín Donghi caracterizó al período iniciado, con la Invasión Inglesa de 1806, como una revolución social que se desarrolló a través de una guerra que se prolongó por 20 años en la lucha por la ruptura del vínculo colonial que barrió con la sociedad estamental indiana y con el orden político y económico preexistente. Otro notable historiador, Juan Carlos Garavaglia estudió cómo la movilización política se expresó en la militarización de la sociedad urbana y rural que se extendió a todo el proceso de la organización nacional.
Clausewitz, contemporáneo a estos hechos, también protagonista y observador de las guerras napoleónicas, particularmente, de la resistencia española de 1808 y de la posterior invasión a Rusia, infirió que, en los conflictos armados de su tiempo, existía un cambio de naturaleza respecto de aquello que denominaba “la guerra de los reyes”. En la nueva guerra tomaban parte actores sociales que, hasta entonces, eran marginales en los asuntos del Estado e irrumpían en la lucha por el reconocimiento de canales alternativos de participación política.
A este fenómeno, que se expresaba en términos de identidades nacionales, el pensador alemán lo denominó “la guerra de los pueblos” y lo definía, sosteniendo que“…Se han roto sus antiguas barreras, por consiguiente, como una expansión y un fortalecimiento de todo el proceso fermentivo que llamamos guerra…”. También afirmaba que la participación de los nuevos sectores sociales sería percibida: “…como un medio revolucionario, un estado de anarquía declarado legal, tan peligroso para el orden social de nuestro país como para el del enemigo…”.
Su agudo análisis sociológico le permitió advertir que los cambios que se estaban desarrollando alrededor del arte militar como el sistema de requisiciones, el reclutamiento general y el empleo generalizado de las milicias debían ser estudiados ya que: “…La nación que hiciera un uso acertado de este medio adquiriría una superioridad…”.
En sus consideraciones de orden táctico, Clausewitz sostuvo que la guerra del pueblo requería un profundo conocimiento del terreno y el aprovechamiento de las destrezas particulares de una población pobre acostumbrada a las privaciones, afirmando que los campesinos no son soldados y deben atacar dispersos en combates de “encuentro” que les permitan golpear y salir.
Volviendo a la Guerra de la Independencia, la organización de fuerzas milicianas en el Virreinato estaba reglada por las Ordenanzas de Carlos III, cada ciudad disponía de un cupo de milicianos a movilizar en casos de emergencia que se ejercitaban regularmente. Sin embargo, en 1806, tras la Reconquista de Buenos Aires, la Convocatoria de Liniers “…al esforzado y fiel americano…” invirtió el orden de importancia de las mismas respecto de las tropas regladas, convirtiéndolas en el elemento central de su sistema militar.
En este marco, si bien las tropas de Buenos Aires, desde el 29 de mayo de 1810 fueron reconocidas como regladas no dejaban de ser los mismos vecinos armados de 1806 que marcharon hacia el Norte y, a su paso, se le sumaron contingentes de las provincias.
Como refiere el historiador boliviano Edgar Murillo Huarachi, en Villazón se produjo el llamado “Encuentro de Mojo”, el 10 de Octubre de 1810, donde confluyeron el Ejército Auxiliar al mando de Castelli y González Balcarce con las tropas salto jujeñas, bajo la jefatura de Martín Güemes; y las de Tarija dirigidos por el comandante José Antonio Larrea y el Alcalde José Mariano Echazú. La relación establecida entre estos contingentes fue una alianza precaria que expresaba la naturaleza del vínculo entre Buenos Aires y el Interior, mientras que la tensión entre las tropas regulares y milicias, exponía la frágil articulación entre el Estado virreinal y la sociedad.
También Castelli, en otro parte, refiere a la presencia indígena “…Concurren sin escasez, con cuanto tienen, y sirven personalmente sin interés, y a porfía”… “Sin que nadie les mandase, los indios de todos los pueblos con sus caciques y alcaldes han salido a encontrarme y acompañarme…”.
Así conformada, la vanguardia del Ejército avanzó hasta Cotagaita donde encontró una fuerza realista, apreciada en 1200 hombres, bajo el mando del coronel José de Córdoba y Rojas, ocupando una posición defensiva, cuya resistencia no pudo doblegar y se vio obligada a iniciar una retirada hacia Tupiza.
En esta acción, tuvieron su bautismo de fuego las caballerías gauchas realizando incursiones que permitieron despegar a las tropas empeñadas en el combate, dar seguridad a la marcha del grueso y desorganizar al enemigo retardando su avance. En estas acciones, se destacó el capitán Martín Güemes, un militar de carrera salteño, perteneciente al Regimiento Fijo de Buenos Aires.
Al llegar al río Suipacha, Balcarce dispuso dar batalla. En la noche del 6 de noviembre había recibido refuerzos que le envío Castelli y un contingente de gauchos chicheños y tarijeños que ocultó en las elevaciones del terreno. En la mañana del 7 formó su infantería en cuadro en la margen Sur del río Suipacha e inició fuegos con partidas de cazadores para provocar un movimiento del enemigo. El coronel Córdova respondió adelantando sus tropas y Balcarce, entonces, simuló una retirada similar a la de Cotagaita que tuvo el efecto deseado pues al cruzar el río, los realistas fueron sorprendidos por la caballería patriota que, en pocos minutos, los pusieron en retirada produciendo más de 200 bajas entre muertos, heridos y prisioneros.
Si bien la victoria no fue un triunfo aplastante, podría haber tenido consecuencias estratégicas significativas de no ser por la decisión política de la Junta de Buenos Aires, de detener el avance en el Río Desaguadero, límite del Virreinato del Río de la Plata, que había sido alterado por Lima tras la represión de la sublevación de 1809 de Chuquisaca y la Paz. En ese momento, la capital del virreinato del Perú no disponía de una fuerza militar para oponerse al Ejército vencedor de Suipacha.
Pero la realidad era mucha más compleja, Buenos Aires, siguiendo al pie de la letra los lineamientos planteados por Lord Stranford, representante británico ante la corte imperial portuguesa en Río de Janeiro, había manifestado la oposición de su país a extender la guerra más allá del territorio del Plata. Años más tarde, Martín Güemes va a señalar al armisticio firmado por Castelli como la “criminalísima decisión de Suipacha” que permitió a los realistas recomponer sus fuerzas y derrotar en junio de 1811 al Ejército patriota en Huaqui.
Otro tema que complicó las decisiones de Castelli fue la relación con las milicias gauchas, a las que trató, sin éxito, de incorporar de manera orgánica al Ejército, dejando planteada las limitaciones del Estado central para imponer su autoridad en un territorio que, a medida que la guerra se desarrollaba, se fragmentaba políticamente. Siendo este proceso, una consecuencia lógica del principio de retroversión de la soberanía por el cual “los pueblos”, es decir las ciudades con Cabildo, asumían el control de su destino, dando lugar así, al surgimiento de una nueva legitimidad, las provincias.
En conclusión, la batalla de Suipacha expresa como pocas, el carácter continental de la gesta de la emancipación, a la misma concurrieron los pueblos unidos por un mismo ideal de libertad y, a la vez, fragmentados porque ese mismo ideal implicaba una profunda transformación en la creación de nuevas formas políticas.
* Licenciado en Historia de la UBA