El pensamiento económico denominado “liberal” (las etiquetas ideológicas son sólo eso: etiquetas) sintetizaba, en un final acto de fe casi religiosa, un aspecto sustancial de su estructura sistémica: el mercado es el mejor método para producir y distribuir los bienes; es tan perfecto que, mediante una suerte de potencialidad connatural, hasta corrige automáticamente sus propias imperfecciones. Esa potencialidad fue representada a través de una acertada figura: la “mano invisible”, una especie de “providencia” (en este caso, no divina, sino bien terrenal) que da sustento a toda la vida económica, siempre que no interviniese la satánica mano (esta vez, visible) estatal. Es un acto de fe (como lo es la creencia en la providencia divina) aunque pretendidamente demostrada por los hechos.
Es cierto que la moderna economía de mercado ha traído enormes progresos a la humanidad. Vivimos mejor que en la Edad Media, o que en los siglos sucesivos. Vivimos mejor (no todos) pero vivir mejor significa también vivir con mayores expectativas, las que deben ser colmadas, generándose nuevos deseos y necesidades, en un ciclo permanente, que no es otra cosa que el ciclo del progreso.
Aparece aquí otro dogma de fe del liberalismo, complementario del anterior: el derrame. La riqueza se expande –se derrama– por si misma: a mayor capital, mayor inversión, a mayor inversión mayor trabajo, a mayor trabajo, mayor demanda, a mayor demanda mayor capital, y así sucesivamente. También es cierto que la economía de mercado produce derrame, mucho más que el capitalismo salvaje (y ya prácticamente inexistente) del siglo XIX. Pero igual hay insatisfacción.
Una pequeña minoría de ricos (considerada proporcionalmente a la población mundial) concentran la mayor cantidad de la riqueza. El resto, se va esparciendo entre capas cada vez más pobres y cada vez más numerosas. La pirámide de la riqueza es invertida (hay más riqueza en la parte superior) mientras que la pirámide de los pobres es regular y de base anchísima.
Es una desigualdad hiriente, que el derrame no corrige. Lázaro (el pobre, no el revivido) “ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico”, nos cuenta el Evangelio (lc.16, 19-31). Seguramente no lo lograba, ya que la parábola dice que yacía a la puerta del millonario, no en el comedor. ¿Le enviaba este último las “migajas” (ni siquiera las sobras)? Probablemente si, siquiera un poco, pero igual se condenó: el “derrame” de las migajas no fue suficiente.
Claro que “el libre mercado es el instrumento más eficaz para adjudicar los recursos y responder eficazmente a las necesidades” (Juan Pablo II, encíclica Centesimus annus, 34), pero esto sólo con respecto a ciertos bienes y no a todos, especialmente no con respecto a aquellos que, conforme con las circunstancias, es “debido al hombre por su condición de hombre”, como aclara el Papa santo en el mismo lugar.
El mercado, por sí mismo, se ha manifestado incapaz de atender las necesidades de los excluidos (así también lo enseña Franciso, en Evangelii gaudium, 54, entre otros lugares). El mercado sólo no sirve para incluir, al contrario: sólo es excluyente, divide, no une, diferencia incluso en lo sustancial, sin igualar. “Entre ustedes (los que recibieron los bienes en vida) y nosotros (los que recibieron los males, los excluidos) se abre un gran abismo” (lc. 16, 19-31). Aunque el texto se refiere al abismo entre los condenados y los justos, también puede prefigurar a la “grieta” que separa a ricos y pobres, a los auto incluidos y a los excluidos.
Entonces ¿no existe el derrame? Si existe, pero para que sea suficiente (no sólo las migajas que recibía, o esperaba recibir, el pobre Lázaro) se necesita la mano visible del Estado como órgano supremo conductor hacia la concreción del bien común en la Comunidad Organizada.
Tratemos de explicar el problema con la “alegoría del balde”. La teoría del derrame sería lógicamente correcta si el “balde” o recipiente del “líquido de la riqueza” no tuviese un crecimiento desmedido, rapidísimo e ilimitado. La comunidad (los dueños del balde y los que esperan el derrame, en distintas proporciones de aporte según las circunstancias) vierte el líquido en el balde para que, cuando este se llene y de continuar el vertido, el líquido comience a derramar. Pero el balde tiende a crecer en capacidad (de lo contrario los dueños del balde no producirían líquido). Esto puede ocurrir de tres maneras principales: mayor cantidad de vertido que el crecimiento del balde; iguales dimensiones en ambos casos; mayor crecimiento del balde que la cantidad de vertido. En el primer caso se produce un derrame que beneficia a todos, de manera que la actividad sanamente “egoísta” de cada sujeto económico beneficiará espontáneamente al bien común, como lo sostenía Adam Smith. En los dos últimos casos, la teoría del derrame falla, ya sea porque no modifica el statu quo (la segunda) o porque lo agrava en perjuicio de los sedientos de la periferia, y en beneficio de los peces gordos que están dentro del balde. Probablemente el mundo se encuentre sufriendo esta última experiencia, aun cuando la situación de los sedientos siempre tienda a mejorar (en el mundo desarrollado se encuentran incomparablemente mejor que en el siglo XIX; en el subdesarrollo bastante mejor pero siempre muy mal) ya que aun cuando el balde tenga un crecimiento exponencial, siempre habrá algo más de líquido derramado. Pero no todo el líquido necesario, siempre frente a las circunstancias.
¿Cómo hacer para armonizar, en favor de la inclusión (para que a Lázaro no solo le lleguen las migajas, sino para hacerlo sentar a la mesa del banquete), el crecimiento del balde y el crecimiento del vertido?.
Esta es la responsabilidad del Gobierno, a través de la ley, la que, precisamente, es un ordenamiento racional, emanado del Gobierno, para orientar todas las conductas individuales y sociales al bien común, como lo enseñaba Tomás de Aquino.
Es el marco jurídico que debe ser sostenido con la prudencia y sabiduría de los gobernantes elegidos y controlados por el pueblo. Es el imperio de la denominada por los clásicos “justicia general o del bien común”, hoy también la “justicia social” que debe ser perseguida, fomentada, establecida, por un sistema justicialista (que alienta la justicia social, sin mengua de la subsidariedad), siempre de acuerdo con las circunstancias de tiempo y de lugar.
Francisco nos advierte que “ya no podemos confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado” (lug. cit., 204); “el crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico” (ibid.), requiere de marcos jurídicos y políticos “orientados a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a una promoción integral de los pobres que supere al mero asistencialismo” (ibid.). Y antes (n. 202) advierte: “Mientras no se resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas estructurales de la inequidad, no se resolverán los problemas del mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males sociales”.
*Ex Juez de la Corte Suprema de Justicia; ex Ministro de Justicia