Vestidos de época

El primer debate expuso algunos sobregiros que hablan de la época a los gritos. El cambio de moderadores a medio camino (cuya explicación podemos eludir de punta a punta), la solemnidad desmedida sobre la locación (“¡estamos en el interior!”), la ponderación del cupo (que hubiera una mujer en cada dupla). E incluso la obsesión por “hacer cumplir” el tiempo, cuando era claro que los candidatos estaban ya redondeando su idea, pero los periodistas cometían el secreto placer de hacer callar a los candidatos. En fin. ¿Qué cambió en este segundo debate? Casi nada. El debate funciona como un dispositivo autocelebratorio en un formato que es un random insólito que abona al caos de opiniones, donde en medio del ruido los cruces polarizados son previsibles: entre Macri y Fernández se sostiene el hilo de tensión. La pregunta es: ¿por qué el formato no se adaptó a la realidad política y se prefirió adaptar la política al formato? Son preguntas que no invalidan la existencia ni el valor del debate.

“Seguridad” fue el primer eje y fue el festín de esa ensalada que va del narcotráfico al garantismo, que reduce derechos humanos a derechos humanos de los delincuentes, y así, toca todos los puntos ciegos de un discurso que la izquierda social no sabe, no puede o no quiere simplificar. Centurión, Espert y Macri pretendieron en este bloque producir el quiebre del debate anterior, donde Alberto Fernández se lució. Lavagna utilizó la amoldable tercera posición (ni mano dura ni garantismo) como para establecer su domicilio conceptual fijo. Y Del Caño se aupó en las consignas de tribuna con agilidad (metió doctrina Chocobar). Alberto tuvo la intervención más pacífica de la noche: se retrotrajo a las raíces sociales del delito.

¿Pero qué quedó claro? Que cuando se habla de seguridad no hay comunidad de sentido, no hay acuerdo acerca de lo que se está hablando: y al final casi todos llevan agua para su molino. Pero ese arranque resumió la noche: los candidatos de “la derecha” organizaron la sintaxis del debate. Espert fue el más lucido porque pretendió exponer con lógica una consecuencia del estilo del oficialismo: que Macri se lleve la marca, y que el fracaso macrista entonces parezca solo personal, y no lo que es… otro fracaso liberal argentino. Tan así que Espert lo dijo al final como si nada: “El futuro es liberal”. Pero se enfrentan a las virtudes de los candidatos del Frente de Todos (de Alberto y también de Axel) que no se solazan en la discusión “cultural”, que no esquivan el discurso sobre las cosas. Es decir, que dan precisiones concretas a las soluciones de esta crisis.

En los dos últimos meses, si ponés a un argentino con amnesia a mirar las imágenes mudas y le preguntás quién gobierna y quién es oposición te dirá que gobierna Alberto y que Macri es el principal candidato opositor. Macri, esa máquina de tercerizar poder (“devalúan los mercados, no los gobiernos”, como dijo su jefe de gabinete), perdió en agosto y después de despotricar en polaco se fue a caminar por las ciudades. Para los inversores, para el mundo, para el pequeño ahorrista, para cualquiera de a pie que revisa el homebanking y espera un golpe de suerte, se supo desde el 11 de agosto que el nuevo Boletín Oficial es la cuenta de Twitter de Alberto Fernández. Como no existe el vacío en política el poder se ocupa. Alberto Fernández se impuso no sólo con los votos: hizo de la política un sistema a su alrededor.

Los candidatos de los extremos parecieron siempre vestidos de época. De esta época, sí, pero demasiado de época. Un neoliberal duro, un nacionalista duro y un trotskista con pañuelo verde. No tienen los votos de la época, pero tienen su clima, sus símbolos, sus canciones de moda. Sabemos de memoria que este es el mundo de los cisnes negros. Pero inesperadamente la Argentina se propuso un camino de certezas políticas que achiquen el abismo de la incertidumbre económica. La candidatura de Alberto Fernández provino de un sitio paradójico e inesperado: del centro de la política, del histórico peronismo, del “círculo rojo”. Una novedad en el centro de lo conocido. Alberto tiene el garbo de un político clásico: docente universitario, abogado, hombre de partido, la silueta de la clase media porteña, un blend de todas las culturas políticas. El espíritu de los 80, la velocidad de los 90 y el sentido de los 2000. Esa normalidad resulta excepcional. Y suena aún más después del ninguneo programático a la actividad política que significó la gestión de Marcos Peña como ideólogo del macrismo (venían a llevarse puesta la política). Vista así, la candidatura de Alberto parecería moverse con la simple fuerza pendular (primero la sociedad fue a la anti política, ahora vuelve a la política). Pero lo que arrastra es otra cosa: es la fuerza de una sensatez perdida. Pensar la Argentina en el camino de sus virtudes y no sólo en la corrección de sus “defectos”.

¿Qué decir de Roberto Lavagna? En su mesura, en su invocación a la salida virtuosa de la peor crisis (2002, 2003), allanó el camino conceptual para la decisión de mayo de este año: cuando se forjó la candidatura de Alberto Fernández. Lavagna ocupa un no lugar, es la parte independiente de un “desarrollismo” que también está contenido en el Frente de Todos. Alberto en el debate lo hace notar cuando lo cita, o cuando asiente mientras Lavagna coloca el eje en la pobreza. ¿Y Macri? Macri conquista un lugar: la oferta de un oficialismo que después de cuatro años se reduce a ser oposición de la oposición, como en la plaza de ese sábado, ahí donde confirmó que aún si se va queda su pueblo. Macri ocupa un lugar “histórico”. Y ese fue su límite. El tercio de sus sueños.

Argentina camina esta crisis y parece en la contundencia de los votos dar una contraseña: replegarse en lo seguro, en las melodías del primer kirchnerismo, en las virtudes de una política que miraba obsesivamente a la sociedad y se dejaba invadir por ella. Un “vivir con lo nuestro”, por ahora político, que remonta sus esperanzas a esa memoria reciente, la de cuando empezó este ciclo, la reconstrucción argentina después de la implosión del 2001. Un esquema que funcionó bien. No sabemos qué es un país “normal”, pero Alberto nos recuerda ese momento que lo fuimos.

Macri, Espert y Centurión organizaron el debate con lo que Cambiemos quiso organizar su gobierno: los supuestos setentas años de fracasos, la “corrupción”, el “sindicalismo”, la grieta, la imagen de toda acción colectiva vista como “mafia”. La mejora de Macri en el desempeño del debate es un puro resultado televisivo. Porque justamente lo que fracasó en estos cuatro años fue su política económica y la capacidad de organizar la vida social en torno a esa misma agenda del debate. La economía impuso su realidad. Alberto Fernández reparó su discurso al hablar del hambre y Lavagna marcó otro eje de la política futura: el fracaso del federalismo expresado en los conurbanos y sus colapsos. Con Comodoro Py no se come, ni se cura, ni se educa.

El autor es escritor y periodista