A pesar de lo inadecuado del formato, que favorece los monólogos dirigidos al propio silo comunicacional, y a diferencia de lo visto en ocasión debate por la Ciudad de Buenos Aires, el primer tiempo del debate presidencial sí fue un debate. Si se disminuyera el tiempo destinado a la interminable rotación de periodistas y sus correlativas presentaciones y despedidas, y se dedicaran esos minutos a cerrar cada tema con tres rondas de 30 segundos por candidato, el debate sería más debate y menos tiempo muerto. Debería también existir un mecanismo (un tercer debate reducido, por ejemplo), que sin dejar de darle participación a todos los candidatos priorice a aquellos que tengan una chance real de acceso a la Presidencia.
Dicho esto, la cosa transcurrió por carriles previsibles; con los cuatro candidatos testimoniales tratando de demostrar que los dos con chances reales eran lo mismo y de hablarle al propio electorado. Lavagna, el más desdibujado, centrándose en la economía; Del Caño, insistiendo en la situación social; Espert, con su decálogo de propuestas liberales, y Gómez Centurión reduciendo su entero programa de gobierno a la cuestión del aborto. Tampoco Macri se apartó del decálogo PRO para estos casos: evitar la confrontación y concentrarse en el propio mensaje. Lo sorprendente, aunque no tanto, fue la actitud de quien desde las PASO ha intentado, con una pequeña ayudita de sus amigos, instalarse como el inevitable presidente de los argentinos y considerar al período eleccionario en curso como una simple “transición” entre mandatos.
Cualquiera habría esperado que quien intenta camuflarse bajo el disfraz de la conciliación y cree que el resultado de las PASO es inmodificable adoptara el manual de estilo de los que van ganando: bajo perfil, moderación, tono amable y propuestas. Nada de esto tuvo Fernández en su aparición, sino todo lo contrario. Fernández no adoptó el perfil de un candidato que se sabe ganador sino el de un opositor que intenta recuperar terreno porque se sabe en dificultades. O no está tan seguro de ganar como dice o no puede ocultar su verdadero temperamento; no ya el de la publicidad de “Cristina dice que soy un conciliador. Es cierto”, sino el de quien agredió a un ciudadano borracho, lo golpeó y lo tiró al piso, lo pateó en el piso y luego declaró ante el juez que él había sido el agredido.
¿Hay algo de sorprendente en todo esto? No para quienes recordamos quién ha sido Alberto: un autoritario que aún en los tiempos de bonanza del kirchnerismo se dedicó, desde la Jefatura de Gabinete, a apretar periodistas, perseguir opositores, alentar la guerra contra el campo e intervenir el INDEC, convirtiendo a la mentira en una política de estado. Lo que sorprende es otra cosa: el grado inconmensurable de la desmemoria argentina que le permite hoy presentarse como el candidato de la verdad al mismo tiempo que vuelve a la carga con estadísticas truchas.
“Pasaron siete semestres y no entró un centavo de inversiones extranjeras”, dice Alberto mientras basa todas las esperanzas de sustentabilidad de su eventual gobierno en el fruto de esas inversiones: Vaca Muerta. “[La deuda] era el 38% del producto bruto y ahora es el 100%”, miente de nuevo (era del 53% y es del 80%, incremento debido al pago de las deudas dejadas por el kirchnerismo y el financiamiento de un déficit fiscal que en 2015 era del 7%). Alberto miente hasta cuando no lo necesita. Para dejar en evidencia uno de los fracasos de Cambiemos le bastaría decir la verdad y señalar que la pobreza subió cinco puntos porcentuales (para una población de 44 millones, unos 2.200.000 nuevos pobres). Pero no puede con su genio: “Hay cinco millones de nuevos pobres”, miente, trayendo a nuestra memoria el inmortal “menos pobres que en Alemania” y el 30.4% de pobres que dejaron después de 12 años de mayorías parlamentarias y soja por los cielos.
Peor aún me parece esa actitud de quien nunca ha gobernado, legítima en Espert, Del Caño y Gómez Centurión pero escandalosa para el kirchnerismo y el peronismo, que han gobernado catorce años e impedido gobernar los cuatro siguientes. Esa actitud de quien parece aterrizado ayer en un plato volador y, con el dedito levantado, exige cuentas a la actual administración por no haber solucionado los problemas que ellos mismos dejaron. “No voy a permitir que la apertura se lleve puesta a las industrias y al trabajo argentino”, dice quien fue funcionario menemista, candidato cavallista y entre 2003 y 2008 fue parte de un gobierno que triplicó las importaciones. La actitud de quien se queja de la inflación cuando asumió la Jefatura de Gabinete en 2003 con 3.7% anual y la dejó en 2008 en el 25%, sextuplicándola mientras la soja volaba arriba de los 600 dólares y la tasa del dólar era cero. “El Presidente está preparando la ruptura de relaciones para poder intervenir. Que ningún soldado argentino termine en tierra venezolana", afirma sin pruebas, corriendo así en apoyo del régimen chavista mientras al mismo tiempo se queja de que el Gobierno lo identifique con Venezuela.
Por estos ejes transitó lo sustancial del debate. Propuestas de un gobierno que fue exitoso en todo menos en un punto de altísima sensibilidad: la economía de corto plazo, el bolsillo, la heladera. Chicanas y ausencia de propuestas, del otro lado, el de los que gobernaron más que nadie y nunca se hicieron cargo de nada. Y una máscara de moderación, de diálogo y de prudencia construida durante meses que se fue cayendo a medida que pasaban los minutos: la máscara de Alberto.
Dirán que hay mucho de sesgo personal en lo que vi, y no lo niego. Aún peor: es más fuerte todavía la antipatía instintiva que me genera un cínico como Alberto, un personaje al que ningún argentino le compraría un auto usado pero al que millones parecen creer razonable confiarle el destino del país. “Ya todos saben lo que pienso”, dice Alberto, pero nadie sabe si se refiere a lo que pensaba cuando decía que Cristina era una corrupta y una encubridora de atentados terroristas o al Alberto de ahora, que la llama “mi amiga” y acepta ser el mascarón de proa de su intento de retorno al poder.
Lo que nos lleva a la gran ausente, Cristina, el personaje central de todo este drama que no fue nunca (salvo error u omisión) mencionada en el debate. Cristina Fernández, la que no tendrá intervención en la formación del gabinete según Fernández pero decidió todos los cargos electivos del Frente de Todos, comenzando por el de Fernández, candidato a presidente. Cristina cuadrazo, la oradora sin par a la que no le dio el cuero para que hubiera también debate entre los vicepresidentes. Cristina la escondida, la innombrable, el factor oculto de una ecuación de poder incapaz de elaborar un plan, un programa que vaya más allá de “plata en los bolsillos, encender la economía y poner de pie a la Argentina”. Cristina, la máscara que oculta otra máscara, la de Alberto. El eterno retorno del “Fulano al gobierno, Mengano al poder” argento. Cuántos recuerdos… Cuánto sufrimiento.
El autor es diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires (Cambiemos)