Cuando Mauricio Macri afirmó que debía juzgárselo por la disminución de la pobreza estableció una medida significativa para evaluar su mandato. Podríamos creer que eligió esta forma de autoevaluación en un rapto de entusiasmo proselitista. No creo que sea así. En 2015, Macri necesitaba sacarse el mote de insensible y sus renombrados consultores le aconsejaron hacer de la lucha contra la pobreza una prioridad de campaña que, una vez conquistado el poder, quedó relegada a la categoría de las metáforas. En tiempos de posverdad y fake news, creyeron que con asesores publicitarios y técnicas de Big Data podrían sustituir el buen gobierno y el valor de la palabra empeñada. En caso de emergencia, rompa el vidrio y busque a quien echarle la culpa.
Lo de Macri, estoy convencido, no fue un error: fue un fraude. Una estafa pergeñada con el objetivo de conquistar el poder político para luego imponer una estructura de costos y una dependencia financiera en beneficio de los intereses económicos ultra minoritarios que representa su gobierno. Se trata, en efecto, de un gobierno de empobrecedores que considera los derechos sociales desde la óptica patronal: son meros costos en sus planillas de cálculo. Su reducción es condición indispensable para aumentar la rentabilidad y apropiarse de los excedentes.
La radiografía que nos ofrecen las estadísticas divulgadas refleja las consecuencias escandalosas de esta política inmoral. No quiero aburrir al lector reiterando los trágicos guarismos que todos conocemos. Me parece más importante recalcar que no sólo aumentó la tasa de pobreza sino la denominada “brecha de pobreza” y el índice Gini: hay más personas pobres, los pobres son más pobres, la clase media es más pobre y las desigualdades sociales se acentuaron significativamente.
En efecto, el deterioro de los ingresos no afecta únicamente a más de 14 millones de argentinos sumergidos bajo la línea de pobreza: se extiende al 90% de la sociedad. La clase media, los asalariados registrados, los profesionales, los jubilados, los chacareros, los pequeños empresarios: todos y todas somos más pobres. Si se observan el deterioro del ingreso per cápita vemos que únicamente el último decil, el 10% de mayores ingresos, tuvo ingresos superiores a los de 2015, mientras que los otros nueve perdieron.
El relato macrista indica que este deterioro se compensaría con un aumento de la obra pública. Nada más lejos de la verdad. Con la misma liviandad que prometieron pobreza cero, prometieron 100% de acceso al agua potable y 75% a las cloacas. En el primer caso, la cobertura se mantuvo en los mismos niveles del gobierno anterior. En cuanto a las cloacas, el aumento que sus dudosos reportes informan fue de un mísero 3%. Las tarifas, sin embargo, aumentaron el 800%. La construcción de rutas y otras obras de carreteras también es un mito: de 7800 kilómetros anuales en el ciclo anterior pasamos a 1800 con un aumento sideral de los peajes que colocó a las concesionarias de autopistas entre los escasos ganadores de la etapa.
Las proyecciones de corto plazo son ominosas. No es osado pronosticar que el gobierno macrista dejará la Casa Rosada con más de un 40% de pobreza, una inflación superior al 54% y una deuda externa equivalentes al 100% del PBI. Una pinturita. Más allá de la imputación de perjuro doloso y empobrecedor masivo que le cabe a Mauricio Macri y su club de empobrecedores, quisiera aportar al lector algunas reflexiones sobre una realidad que se proyecta como el principal desafío político, moral y económico de nuestro país en los años porvenir: revertir la precariedad de la vida.
Enfrentamos la instauración de una verdadera “cultura de la precariedad” que tiene en la emergencia alimentaria su cara más cruel. Es alarmante cómo el bloque gobernante ha logrado reducir los derechos sociales de la inmensa mayoría de los argentinos en un marco de relativa normalidad quebrando una cultura igualitaria que permitió niveles relativamente elevados de desarrollo humano en comparación con el resto de Latinoamérica. Nuestros niveles de pobreza, desempleo, y salario mínimo son hoy peores que los de Perú, Bolivia y Paraguay. Bienvenidos al mundo.
Esta notable “conquista” es producto de una multiplicidad de factores. No es menor la capacidad que tuvo el macrismo para demonizar todo conato de oposición social y sindical, tildando a quienes reclamamos contra semejante atropello a los derechos sociales de golpistas, ladrones, desestabilizadores. Debilitaron así a un pueblo consciente de sus derechos y siempre dispuesto a defenderlos. Tenemos hoy, entonces, un piso muchísimo más bajo que hace apenas cuatro años y peores condiciones culturales para enfrentar este calamitoso estado de cosas.
Para muestra, basta observar que el salario mínimo orilla la línea de indigencia y el salario medio está por debajo de la línea de pobreza. Un empleado registrado apenas llega a cubrir las calorías indispensables para sobrevivir. Millones de trabajadores formales que cumplen sus ocho horas diarias no tienen los suficiente para alimentar a su familia. Sin embargo, cualquier dirigente sindical que osara pedir un aumento del 54% para empatar la inflación pasaría automáticamente a ser blanco de la poderosa maquinaria de hostigamiento oficial. Así operan los procesos de disciplinamiento que normalizan la precariedad.
Esta cultura de la precariedad tiene su epicentro en los ingresos monetarios de las grandes mayorías argentinas pero se expande a todos los demás ámbitos de la vida social: la educación, la salud, la vivienda, el ambiente. En todo hemos retrocedido. La degradación integral acelerada que produjo Mauricio Macri es verdaderamente antológica y bien merece el título de “tratamiento de shock”. El golpe ha sido tan duro que nuestra sociedad sigue grogui preguntándose dónde está parada mientras se tambalea al borde del precipicio, esperando que el cambio de gobierno traiga un poco de alivio al tremendo castigo recibido.
En ese contexto, la facción que podríamos denominar ultra-macrista, acaudillada con el fervor de los conversos por los camaleónicos Pichetto y Bullrich, profundizan la canallesca técnica que aplican los populismos de extrema derecha en todo el mundo: culpar de los males sociales a quienes los sufren y demonizar a quienes los enfrentan. Mientras niegan el hambre o mienten sobre el gasto social, evaden descaradamente su responsabilidad histórica acusando a los movimientos sociales de promover una cultura de la pobreza. No comprenden que respetar y revalorizar a los pobres -en particular a sus prácticas comunitarias que contra viento y marea mantienen unido el tejido social- es la premisa esencial para luchar contra la miseria que ellos sembraron.
Dicen que el ser humano es un animal de costumbre. Cuando nos acostumbramos a la precariedad, la vida que nos ofrecen nos parece normal, naturalizamos el sufrimiento que nos rodea y nos penetra. Nos conformamos entonces con el triste destino que han diseñado para nosotros. Hay que romper el espejismo que muestra como estático, determinado e inamovible el escándalo de la pobreza. Rebelarse contra esta realidad fabricada es una obligación moral. Nadie puede ser feliz en una sociedad que se ha llegado a estos niveles de indignidad.
El autor es dirigente social y líder de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular (CTEP)