Algunos afirman que Henry Ford cambió el mundo, y eso no se puede negar. No solo lo hizo desde la tecnología sino también desde el trato a sus trabajadores: el 25 de septiembre de 1926 instituyó la semana laboral de cinco días. Sin embargo, no todos fueron logros en la vida de este empresario y vale recordar también los desaciertos de Mr. Ford.
Henry Ford era una persona circunspecta, con intereses muy específicos. De hecho, era tan especifico que poco le importaba el resto del mundo más allá de la producción de automotores. Residió casi toda su vida en un radio menor a 20 kilómetros de donde nació. Estrecho de mente, poco educado y menos interesado aún en cultivarse era, según afirmó la revista New Yorker, midly unbalance, es decir ligeramente desequilibrado. Pero, ¿quién no lo es?
En el caso de Ford era más fácil saber lo que le disgustaba que sus preferencias. Despreciaba a los banqueros y a los especuladores de Wall Street, no le gustaba el alcohol, ni el tabaco, ni el ocio de cualquier índole (raramente se tomaba vacaciones), también despreciaba a la gente con sobrepeso, no le interesaban los libros y odiaba los rascacielos (porque creía que “hundirían” al mundo). No toleraba a los universitarios en general, a los católicos en particular y a los judíos en especial. El resentimiento contra estos últimos lo compartió con un político alemán que lo incluyó en el único libro que escribió (Mein Kampf) y cuando fue gobierno lo condecoró por sus coincidencias ideológicas y porque Henry Ford invirtió sumas enormes en fábricas en Alemania, que asistieron al despliegue económico de esta nación cuando Hitler fue canciller. Los camiones salidos de sus establecimientos ayudaron a transportar las tropas nazis por Europa, mientras sus connacionales dejaban sus vidas luchando en las playas de Normandía.
Las afirmaciones poco felices de este millonario y su ignorancia casi enciclopédica crearon cierta inquietud entre sus congéneres, quienes se preguntaban cómo podía ser que este hombre hubiese acumulado una fortuna colosal y pretendiese cambiar el mundo. Confesó desconocer la fecha de la declaración de Independencia de EE.UU., no le interesaba la política y se ufanaba de haber votado una sola vez en su vida.
Entre sus biógrafos el debate se reducía a una gran pregunta: ¿era tonto o distraído? El economista John Kenneth Galbraith afirmó “(la vida de Henry Ford) estuvo marcada por ser un individuo obtuso y estúpido, responsable de terribles errores”. En la biografía que le dedicaron Neues y Frank, aunque intenta ser laudatoria, lo califican como “un ignorante en todo lo que estuviese fuera de su campo de interés”. Y su mayor interés era la producción en masa, concepto se inspiró en la “línea de ensamblaje” de los frigoríficos como ya se hacía en el siglo XIX. El mérito de Ford fue su aplicación casi obsesiva.
Sobre su producto más famoso, el mítico Ford T, vale recordar que después de haber fabricado 15.348.781 automóviles a lo largo de más de 10 años, de un día para otro, se percató que este modelo había quedado obsoleto frente a los fabricados por sus competidores como Chevrolet y Chrysler ¿Qué decisión tomó Ford? Pues detener la producción sin tener un modelo de reemplazo, razón por la cual suspendió a decenas de miles (60.000 solo en Detroit) de trabajadores y muchas de las concesionarias que vendían sus productos fueron a la quiebra por falta de objetos para vender… Solo la inmensa fortuna amasada le permitió a la empresa sobrevivir a esta improvisación de su dueño hasta la aparición del Ford A.
Su concesión de pagar el doble a sus empleados para mejorar su nivel de vida y que de esta forma pudiesen acceder a un automóvil se hizo famosa como un ejemplo del altruismo reciproco: aumentar el sueldo para que consuman los propios productos que producían.
Redujo la semana laboral a cinco días y limitó el trabajo diario de ocho horas. En sus empresas había establecido el “departamento de Sociología” que se encargaba de explorar la vida privada de sus empleados y “orientarla” hacia los principios que Ford creía deseables.
A través de este departamento impartía consejos sobre cómo debían llevar adelante su vida, el orden en sus hogares, la dieta que debían ingerir y las costumbres que Ford consideraba deseables o moralmente aceptables. Como Henry creía que sus consejos debían llegar a todo el mundo, invirtió en el periódico The Independent, de circulación obligatoria entre empleados y concesionarios. El magnate pretendió aplicar en este medio de difusión sus criterios mecanicistas. Por ejemplo, un artículo no era escrito por un solo periodista: debían hacerse en una línea de ensamblaje, un autor se encargaba de describir los hechos, otro en agregar un toque humorístico, otro le encontraba la vuelta para exaltar la moral y las buenas costumbres. Podrán imaginarse que por cada artículo aceptable había otros que no tenían ni pies ni cabeza. The Independent era un engendro que costaba cientos de miles de dólares por mes, pero que Ford gastaba gustosamente a fin de influenciar sobre la sociedad.
Así lo hizo hasta que en 1927 atacó en un artículo a un abogado llamado Aaron Sapiro, acusándolo de pertenecer a una “banda de banqueros y abogados judíos” que conspiraban contra los agricultores americanos, manejando el mercado del trigo a su conveniencia. Sapiro lo demandó por difamación, exigiendo en el juicio una cifra millonaria. Convocado a declarar, Ford faltó a la primera audiencia aduciendo haber sufrido un desafortunado accidente. Antes de la segunda citación, Ford escribió una carta apologética que distribuyó entre los medios de difusión, lamentando haber herido los sentimientos de Sapiro y de toda la colectividad hebrea. Junto a las disculpas envió un cheque de USD 140.000 para cubrir las costas de la demanda y prometió no volver a tocar este tema.
Poco después cerraba The Independent, el periódico con el que había perdido más de 5 millones de dólares.
A pesar de que nunca volvió a explayarse sobre el antisemitismo, en 1935 recibió como regalo en su cumpleaños número 75, la Gran Cruz del Águila, una condecoración concedida por el Führer a su admirado industrial.
No terminan acá las desventuras de Henry, quien en su obsesión por producir todos los productos que requerían sus automóviles, se lanzó a la conquista del mercado del caucho, adquiriendo extensiones en Brasil y la mítica ciudad Z (nadie sabe por qué la llamaba así). Construida a imagen y semejanza de un pueblo americano, tenía cine, heladerías, un parque de diversiones. Eso sí: nada de alcohol ni cigarrillos.
Dada la incapacidad de sus administradores (elegidos directamente por Ford, quien sentía una animadversión hacia todo lo que fuera especialización) y los magros sueldos que pagaba a los miles de empleados brasileros, 75 centavos en Brasil, frente a los 5 dólares que abonaban en EEUU, este proyecto terminó en un rotundo fracaso.
Hay héroes que hay que desmitificar para conocer mejor la historia.
Omar López Mato es autor del sitio Historia Hoy y director de Olmo Ediciones.