El lunes por la noche ocurrió uno de los episodios más delicados desde que empezó la transición en la noche del 11 de agosto. El candidato opositor, Alberto Fernandez, difundió un comunicado en claro tono rupturista con la misión del Fondo Monetario Internacional y, unos minutos después, ordenó a su equipo de economistas que difundiera que los delegados del FMI habían expresado preocupación por la existencia de un "vacío de poder" en la Argentina. Como lo sabe cualquier persona informada, la situación financiera argentina pende de un hilo: si el FMI decide no efectivizar un depósito de 5.400 millones de dólares previsto para las próximas semanas, las cosas se complicarán mucho para el Gobierno y para todo el país. El pronunciamiento de Fernández debilitó ese hilo. Si el virtual presidente electo denuncia al FMI, es probable que eso incremente la percepción de que se aleja la posibilidad de aquel desembolso. Dicho y hecho: después de varios días de tranquilidad, ayer el dólar subió y el Banco Central debió vender 300 millones de dólares para que no subiera aún más. La corrida, que estaba apaciguada, volvió a atacar.
El episodio forma parte de una cadena de hechos que se desencadenó desde que, en la noche del domingo 11 de agosto, se conoció el resultado electoral. Esa noche ya se sabía que, al día siguiente, habría una estampida en los mercados. El dólar trepó en pocas horas de 45 a 60 pesos, el riesgo país se duplicó, las acciones argentinas se derrumbaron. En diez días hábiles, además, las reservas se redujeron alrededor de 9.000 millones, por demanda de particulares y empresas, por pagos de deuda que ya nadie refinancia y por retiro de depósitos. Para colmo, esa crisis encuentra al país con un déficit de conducción. Quien tiene el poder formal, el presidente Mauricio Macri, ya no tiene poder real. Quien parece tener poder real, Alberto Fernández, no tiene aún poder formal. Ambos se desconfían y se detestan entre sí. ¿Cómo se hace para evitar, en este contexto, una crisis sistémica? ¿Cómo se evita que una transición termine en una tragedia? Eso es, nada menos, lo que está en juego en estos días.
En ese contexto, a Alberto Fernández se le presentó un dilema que, como todo dilema, no tiene una solución limpia: en cualquier alternativa se paga un costo. El dilema planteaba dos opciones: ser Carlos Menem o ser Luiz Inácio Lula da Silva. Aunque un recuerdo le resulta más cómodo que el otro, Fernández sabe que tuvo relación con ambos. Fue funcionario de Menem y es amigo de Lula. En 1989, Carlos Menem, en una situación similar, había empujado a Raúl Alfonsín al abismo. Sus futuros ministros anunciaban un dólar recontraalto y le pedían a Estados Unidos que dejara de prestarle dinero a Alfonsín porque se usaba para financiar la fuga de capitales. Eso precipitó el estallido hiperinflacionario de entonces. Diez años después, en Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva decidió pactar la transición por el presidente saliente Fernando Henrique Cardozo, alejando todos los fantasmas que los mercados le atribuían. Menem contribuyó a causar una tragedia, Lula, a evitarla. La transición argentina de 1989 fue un desastre; la brasileña un ejemplo.
En estos días, en la Argentina se está definiendo si la transición termina en una tragedia, como la de 1989, o en un proceso más armónico como el que precedió a la llegada de Lula al Planalto. Desde la misma noche del 11 de agosto hubo señales de que podría pasar una cosa, o la otra. Luego de casi 72 horas de desconcierto y escalada verbal, y ya con el dólar imparable a 63 pesos, los dos líderes decidieron al menos dialogar por teléfono. Eso sucedió el miércoles 14. El jueves por la mañana, Fernández conversó con Marcelo Longobardi y fue enfático al sostener que el dólar no debería superar los 60 pesos y que él tratará de lograr el superavit fiscal y evitar un default. Desde ese día, el dólar bajó. Mauricio Macri concedió el pedido que le hizo Fernández para que desplazara a Nicolás Dujovne.
Luego de la conversación con Macri, Fernández pareció elegir la vía Lula y no la vía Menem. En varios días recibió a empresarios, algunos de ellos muy cercanos al Gobierno, en sus oficinas de la calle México, le hizo un gesto de características históricas a Héctor Magnetto, el CEO de Clarín, y evitó declaraciones altisonantes, algo que tampoco hizo su candidata a vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner.
Pero, al mismo tiempo, Fernández filtró a la prensa alineada con el kirchnerismo sus diálogos privados con el presidente Macri, algo que difícilmente contribuya a crear confianza, sobre todo si en esas versiones Macri aparece mendigante, humillado e inconexo. A Arturo Illia, la prensa lo trataba mejor que a Macri en esos textos.
En medio de estos dimes y diretes, el domingo 18, siete días después de la elección, Fernández sugirió en una nota que negociaría uno por uno con los acreedores privados "como se hizo en el 2003". Cuando vio que esa declaración complicaba otra vez el valor de bonos y acciones, y provocaba otra caída de reservas, Fernández se desdijo. No era lo que quise decir, aclaró. Pero era lo que dijo. ¿Fue torpeza o fue otra cosa? Es entendible que una persona sometida a una extrema presión se equivoque en lo que quiso decir. Pero, justamente, un presidente es una persona sometida a extrema presión. Y la Argentina no es un país que ofrezca mucho margen para equivocarse. Sea como fuere, el candidato se esforzó por alejar el fantasma del default.
Pese a estos zigzagueos, hasta el lunes parecía claro que Fernández, en los diez días posteriores al diálogo con Macri, se orientaba hacia un perfil de colaboración, con las enormes complejidades del caso y la distancia que, naturalmente, debe separar a dos contendientes electorales. El lunes, recibió a la misión del Fondo Monetario Internacional, en el contexto de un país que está al borde de una crisis terminal. A la salida, emitió el comunicado en el que acusó al FMI de haber financiado la fuga de capitales.
Esa acusación, claramente, conspiraba contra el desembolso de los 5.400 millones porque parte de ellos se usarán, justamente, para responder a la demanda de particulares. Mientras tanto, colaboradores de Fernández difundían que el FMI manifestó su preocupación por el "vacío de poder". En C5N comenzó a hablarse de adelantamiento de elecciones. La misión del Fondo desmintió a Fernández. Pero el terremoto ya había comenzado.
Fernández, que parecía Lula, de pronto se transformó en el Menem de 1989.
Los mercados reaccionaron como era esperable: la aparente y débil tranquilidad ganada se perdió. Solo se puede especular acerca de las razones por las que Fernández hizo lo que hizo. ¿Estaba enojado porque el Presidente, el sábado por la noche, volvió a exhibir un discurso agresivo hacia el kirchnerismo? ¿Estaba fastidiado por la respuesta que recibió ante su declaración ambigua frente a las matanzas que ocurren en Venezuela? ¿Está dispuesto a permitir una transición siempre y cuando Macri sepa, a cada paso, que él tiene en sus manos la llave para que no caiga al abismo? ¿Cree que una nueva crisis es inevitable y prefiere que le ocurra a Macri?¿Fue torpeza, fue perversión, fue enojo? ¿Intentó marcarle la cancha al Fondo Monetario en vistas a futuras negociaciones?
Aunque formalmente no sea así, la elección del 11 de agosto puso a Alberto Fernández en su primer desafío como hombre de estado: lograr que la transición no sea una tragedia. Una de las interpretaciones posibles del episodio del lunes es que parece haber olvidado ese objetivo. Naturalmente, la principal responsabilidad de la endeble situación financiera argentina es del Gobierno y del Fondo Monetario, cuyos programas terminaron con los resultados que están a la vista. No solo eso: del otro lado los gestos no son más racionales ni más constructivos. El Presidente aprovecha cada momento para hacer campaña y polarizar, como si no registrara la gravedad de lo que ocurre. Otra vez, las dos caras de la moneda. O una sola: la clásica conducta de la dirigencia nacional.
Las elecciones ya están ganadas por el Frente de Todos. Pero la construcción de una nueva autoridad recién empieza. Muy habitualmente, los presidentes argentinos han confundido una cosa -que es tan efímera y cambiante- con la otra -que es tan difícil de lograr, porque requiere que personas normales y muy ambiciosas tengan comportamientos ejemplares-.
Fernández tenía la posibilidad de arrancar su mandato como el mejor Lula.
Tal vez la haya perdido en la extraña situación que se produjo el lunes por la noche.
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