Algunos resultados electorales vuelven irrelevantes los efectos del sistema de votación o el comportamiento curioso de pequeños segmentos de votantes. El de las primarias del pasado 11 de agosto es uno de esos resultados. Lo que ocurrió es parte de una tendencia general, visible en todas las regiones, en las competencias para todos los cargos de gobierno y en todos los grupos sociales. No hay claves ocultas. Ocurrió lo que está a la vista de todos. Lo raro, considerando la cantidad de votos del Frente de Todos y la distancia con la siguiente lista más votada, es que no lo esperara nadie.
No fue una elección para designar las principales candidaturas de los partidos. Fue un anticipo de la elección general. Todas las campañas se organizaron y todos fuimos a votar con esa idea. Esta no es una equivocación ni un uso perverso de las PASO sino un reflejo del deseo de una amplia mayoría de votantes.
Ocho de cada diez ciudadanos eligieron alguna de las dos principales listas. Hace mucho que los votos no se concentraban tanto. La dispersión de los partidos y los votos no se resolvió de un día para otro. No fue magia: los oficialistas tenían una sola oferta para exhibir su respaldo, los opositores, varias opciones partidarias y tres momentos para producir un resultado decisivo –las primarias, la primera vuelta y el ballotage. Se concentraron detrás de la lista con mejores chances para reemplazar al oficialismo en la primera oportunidad que se les presentó. El motivo es sencillo, poco interesante y puede registrarse valorando las señales coincidentes de distintas fuentes (encuestas, estudios cualitativos, comentarios en las redes sociales, en la calle y en conversaciones diarias): la opinión predominante sobre el gobierno nacional es muy negativa y la lista ganadora es la que expresó con más convicción y desde hace más tiempo su rechazo a las políticas del gobierno de Cambiemos.
Entre los gobernadores oficialistas, solamente los del Pro llamaron a elecciones el mismo día de la presidencial. En elecciones separadas, los candidatos de los partidos integrantes de Cambiemos recibieron menos votos que en 2015 en todas los comicios provinciales. En algunos casos, muchos menos. Durante 2019 la actividad económica cayó, la inflación se mantuvo en niveles superiores al 2% mensual a pesar de la altísima tasa de interés, se redujo el empleo y aumentaron la pobreza y la indigencia. En estas condiciones era muy improbable que el gobierno obtuviera un buen resultado independientemente de lo que dijera durante la campaña y de cómo lo dijera.
Sin embargo, persistió, e increíblemente persiste en algunos sectores, la creencia de que la competencia entre el oficialismo y el Frente de Todos podía ser reñida. Esa creencia se justificó con argumentos de todo tipo, varios de ellos muy débiles y mutuamente contradictorios. El más verosímil destaca que el equipo que diseña y conduce las campañas electorales del oficialismo es inusualmente competente. Respaldan esta creencia cuatro victorias muy importantes (algunas, contra todos los pronósticos), el aumento en la popularidad de figuras políticas antes poco conocidas, como Gabriela Michetti y María Eugenia Vidal y, sobre todo, el éxito de dos estrategias audaces: el uso de metáforas simples y referencias vagas en los discursos y la decisión de ocupar una posición decididamente anti-peronista cuando el Presidente Macri saltó a la política nacional. Los resultados del domingo muestran que ambas estrategias chocaron con sus límites.
En casi todos los contextos, pero muy especialmente en la gestión, lo importante no es lo que las palabras dicen sino lo que hacen. En 2015 las metáforas sencillas y la retórica intimista aliviaban porque la vehemencia militante y la demanda emocional del discurso del kirchnerismo alarmaban. Las crisis económicas preocupan y son difíciles de entender. El recurso a imágenes cuyo referente no es evidente desconcierta. ¿Qué hay al otro lado del río? ¿Para resolver los problemas económicos y sociales hace falta agravarlos? ¿Sufrir es nadar? El resultado de las primarias sugiere que es necesario responder más claramente, y quizás sería mejor no formular estas preguntas. En momentos críticos, para motivar la identificación del electorado, quizás sea más eficaz reconocer la distancia entre quienes gobiernan y quienes somos gobernados, dejar para otro momento la ilusión de cercanía y horizontalidad y llamar a las cosas por sus nombres más usuales.
Hace pocos meses la unidad de las candidaturas nacionales de origen peronista parecía una quimera. La historia, las reglas electorales y, según algunas interpretaciones, la diferencia social entre distintos grupos de votantes peronistas, conspiraban contra esa posibilidad.
El Partido Justicialista alcanzó un acuerdo para resolver su competencia interna estando en la oposición solo una vez y fue en 1988. Sin una rutina de competencia interna confiable y con una constitución que alienta a competir en primera vuelta a quienes se tienen fe para llegar al ballotage, la división de la oposición era el resultado más probable.
Adicionalmente, la diferencia entre trabajadores formales e informales, entre las familias de clase media baja y las familias beneficiarias de los sistemas públicos de protección social, alentaba a distintas agrupaciones de origen peronista a desarrollar propuestas y estrategias electorales distintas.
Los resultados de la política económica del gobierno nacional disolvieron las fronteras entre grupos de votantes y la decisión de Cristina Fernández de participar de la elección sin ocupar la principal candidatura resolvieron el problema que parecía no tener solución. Esa decisión interpreta bien la organización del espacio político que resultó de la estrategia del gobierno: la coalición de gobierno es para los votantes que rechazan al peronismo. La confluencia de las y los principales dirigentes y organizaciones peronistas en el Frente de Todos se ocupó de evitar haya nuevos huérfanos de la política de partidos.
Argentina parece encaminarse a un nuevo recambio en el ejercicio del gobierno nacional. Es un nuevo paso en la institucionalización de la competencia política, que resulta especialmente valioso en un contexto global de polarización ideológica y crisis del pluralismo.
La buena noticia de corto plazo encierra un riesgo para el mediano. Si el resultado de octubre confirma el de agosto, esta será la segunda derrota consecutiva de un oficialismo en una elección presidencial. Es saludable reemplazar a los gobiernos que no satisfacen las expectativas de una mayoría de votantes. Pero es peligroso que la insatisfacción mayoritaria se reproduzca en el tiempo. Quienes resulten electos en el próximo turno enfrentan el desafío de transformar la coordinación en el comportamiento de los votantes insatisfechos en un programa y resultados de gobierno.
Investigador del Observatorio Electoral Argentino (OEAR) de CIPPEC y de la Universidad de San Andrés