La sociedad tal cual la conocemos se encuentra en un gran proceso de cambio por el avance tecnológico. También el mundo del trabajo está sumergido en una vorágine de transformación que se ve reflejada en el desarrollo de aplicaciones de servicios como Uber, Rappi, Netflix, Glovo o Mercadolibre, que modifican nuestras conductas sociales así como también las relaciones laborales tradicionales. Lo que en todo el mundo ya se conoce como "cuarta revolución industrial" viene de la mano de la biotecnología, la inteligencia artificial, impresiones 3D, bots, robots y la automatización de las actividades repetitivas.
Si nos detenemos a observar la historia podemos identificar que no es la primera vez que atravesamos procesos de esta magnitud. Desde la Primera Revolución Industrial, a mediados del Siglo XVIII, vivimos innovaciones del sistema productivo. En aquel momento, artesanos muy calificados fueron reemplazados por trabajadores sin tanta especialización y eso generó no sólo un crecimiento gigante del PBI mundial, sino también un cambio paradigmático en las relaciones sociales.
Hoy experimentamos otro fenómeno que impacta de lleno en las relaciones laborales, en las costumbres y en la sociedad. Sucede a diario cuando en lugar de llamar por teléfono para pedir un taxi o una pizza usamos una app; cuando se reemplazan cabinas de cobro de peaje por el sistema automático denominado "Free flow" (que funciona hace años en Chile); o cuando compramos y vendemos ropa, autos o incluso inmuebles a través de la web.
También, aunque quizás nos pase más desapercibido, lo vemos materializado en hábitos culturales que determinan industrias. Blockbuster, una compañía que tenía 9 mil locales de alquiler de películas en todo el mundo y que llegó a emplear 84 mil personas, tuvo que cerrar sus puertas por la fuerza que tomaron las distintas plataformas para descargar y ver películas en streaming, como Netflix, que cuenta tan sólo con 3 mil empleados. La tecnología avanza y como consecuencia modificamos el mundo en que transitamos nuestra vida.
Este fenómeno está sucediendo ahora y la Argentina no es la excepción. Por eso los dirigentes políticos tenemos el desafío de reflexionar con mayor profundidad sobre esta vorágine. En el libro "21 lecciones para el Siglo XXI" el historiador israelí Yuval Noah Harari advierte: "Las revoluciones en la biotecnología y la infotecnología las llevan a cabo los ingenieros, los emprendedores y los científicos, que apenas son conscientes de las implicaciones políticas de sus decisiones, y que ciertamente no representan a nadie. ¿Pueden los parlamentos y los partidos tomar las riendas? Por el momento, no lo parece. La disrupción tecnológica no constituye siquiera un punto importante en los programas políticos." Está claro que no puede ser el propio desarrollo tecnológico quien determine sus regulaciones.
Frente a este escenario debemos anticiparnos a los cambios y afrontar lo que viene con responsabilidad. Como suele decirse, no debemos preocuparnos sino ocuparnos. El Estado no puede reaccionar recién cuando el problema está instalado. Debe involucrarse y salir de su parálisis articulando respuestas y propuestas que tengan en cuenta los innumerables proyectos que se encuentran en el Congreso de la Nación. El primer paso es encarar un estudio exhaustivo que determine el impacto de las tecnologías en cada actividad. Sin un buen diagnóstico es imposible llevar adelante una planificación eficaz. El segundo paso es convocar de manera amplia al sector empresario, a los sindicatos, universidades e instituciones involucradas en estas problemáticas. Necesitamos políticas de Estado que definan un perfil de desarrollo tecnológico para nuestro país.
Por último, de acuerdo al perfil definido, es necesario que se trabaje en la capacitación continua de los trabajadores. Si queremos favorecer el desarrollo y la equidad debemos partir de un sistema educativo dinámico e integrado al sistema productivo, pero sobre todo un Estado que planifique y no que sea un simple espectador de los fenómenos, en donde suceden los conflictos. La educación no puede estar limitada al presente, tenemos que tener la mirada en lo que viene, y preparar al "trabajador del futuro".
Lograr una articulación entre tecnología y empleo se hace más imperioso en un país con descupación récord. Según el Indec la desocupación de los menores de 29 años es más del doble que el promedio para el total de la población. Entre los jóvenes que tienen empleo muchos se desempeñan en nuevos trabajos que tienen índices de informalidad superiores al 35%. Es evidente que las nuevas formas de empleo requieren reglas acordes a sus particularidades como ya sucede con algunas actividades como la construcción. Lo que no podemos avalar es que el Estado, por incapacidad u omisión, permita el fraude laboral en el que se encuentran millones de jóvenes en nuestro país.
El trabajo es un ordenador social, otorga bienestar y dignidad. Una sociedad donde los ciudadanos no pueden realizarse es una sociedad que fracasa. Por eso es responsabilidad del Estado involucrarse y darle respuesta a los desafíos a los que se enfrenta el mundo laboral, acercando herramientas para el desarrollo de nuevas habilidades. El futuro ya llegó. Tenemos que estar a la altura de los desafíos que nos presenta.
El autor es diputado nacional.