Breve historia de la Unión Europea

Andrés Reggiani

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A fines de mayo de 2019 los 28 países miembros de la Unión Europea eligieron un nuevo parlamento, el noveno desde la realización de las primeras elecciones en 1979. Aunque los resultados no confirmaron los temores de un triunfo aplastante de los euroescépticos, no cabe duda de que la nueva configuración del cuerpo legislativo no solo hará más difícil avanzar hacia una mayor profundización de la unión. Si bien no forma un bloque unido, la derecha populista podría poner obstáculos a la aplicación de la legislación comunitaria en los países donde dirige o participa en el gobierno, agravando las fracturas que ya son evidentes.

Para poner las cosas en perspectiva, cabría recordar que, lejos de ser un proceso lineal, a lo largo de sus setenta años de historia la integración europea estuvo marcada por constantes crisis que impulsaron, frenaron y relanzaron la marcha hacia la unidad. En la mayoría de los casos reflejaron diferencias de opinión sobre los caminos para alcanzar los objetivos comunes. Solo en unas pocas ocasiones, como la actual, las crisis pusieron de manifiesto desacuerdos de fondo con respecto a los objetivos de la integración y los valores que Europa debía encarnar.

El origen del proceso de integración se sitúa en la profunda crisis producida por las guerras mundiales y la división oeste-este. La idea de formar una unión de Estados que contrarrestara el flagelo del nacionalismo dio los primeros pasos después de 1919, impulsada por los defensores de la Liga de las Naciones y cenáculos intelectuales como el movimiento pan-Europa del aristócrata austríaco Richard Coudenhove-Kalergi. Hubo que esperar, sin embargo, a un nuevo y más destructivo cataclismo para que esto arrancase sobre bases más firmes. Viendo que la reconstrucción del continente era el medio más adecuado para asegurar la demanda de sus productos y contener el comunismo, en 1948, el gobierno de Harry Truman creó la Organización para la Cooperación Económica Europea (antecesora de la actual OCDE), lanzó el Plan Marshall y precipitó la división de Alemania, incorporando las zonas de ocupación americana, británica y francesa al emergente bloque occidental. A la sombra de una guerra que terminaba y otra que despuntaba, y con el impulso inicial de los Estados Unidos, se puso en marcha la integración.

En 1952 Francia, Alemania Occidental, Italia y los países del Benelux crearon la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA). Fue el primer ejemplo exitoso de cooperación exclusivamente europea en un área estratégica. El fin era político: vigilar a Alemania. El medio, económico: hacerla partícipe de unión aduanera de economías industriales. Las expectativas que despertó este primer logro se vieron frustradas en el siguiente intento para profundizar la integración: la Comunidad Europea de Defensa (CED). El Plan Pleven preveía la creación de un contingente militar exclusivamente europeo. Para ello era necesario el rearme de Alemania, que Washington exigía con urgencia tras el estallido de la Guerra de Corea (1950). Pero la pérdida de Indochina y las reservas que generaba el resurgimiento de una Alemania económicamente fuerte y preparada para la guerra, cuando todavía estaba fresco en la memoria francesa el recuerdo amargo de las invasiones y ocupaciones del territorio, hicieron sucumbir el proyecto en 1954. Al año siguiente Alemania se incorporó a la Organización para el Tratado del Atlántico Norte (OTAN). En Bonn el fracaso de la CED produjo desazón y pesimismo. Sin embargo, ese traspié sirvió de motor para relanzar los planes de cooperación, pero transitando por caminos menos sensibles que la defensa y la unión política. Construyendo sobre fundamentos que ya habían demostrado solidez y logros tangibles, en 1957, los seis Estados miembros de la CECA firmaron el Tratado de Roma, que dio nacimiento al Mercado Común Europeo, luego Comunidad Económica Europea (CEE).

Una medida del éxito que significó este salto cualitativo la dan los reiterados intentos de Gran Bretaña para ser admitida. A comienzos de la década del 60 la pérdida de las colonias y las estrecheces económicas convencieron a Londres de que había llegado el momento de dar un golpe de timón y dejar atrás la desconfianza e incredulidad con que había visto los primeros pasos hacia la integración del continente. Para ese entonces, sin embargo, el equilibrio de fuerzas dentro de la CEE jugaba en su contra. Invirtiendo las alianzas de la guerra pasada, De Gaulle impulsó la reconciliación con Alemania, firmando el Tratado del Elíseo (1963), y excluyó a Gran Bretaña del proyecto europeo, vetando en dos ocasiones (1961 y 1967) su solicitud de adhesión a la CEE. El presidente francés creía que por su carácter insular Gran Bretaña no reunía todavía las condiciones para unirse al bloque comunitario. Además, sospechaba que la relación especial con Washington haría de Londres el caballo de Troya de los intereses norteamericanos en Europa. Hubo que esperar hasta que el viejo líder de la Resistencia se retirara de la escena política para que, en su tercer intento, los británicos se uniesen a la CEE (1973).

Los años que van del Tratado de Maastricht (1992) a la incorporación de diez Estados del ex bloque soviético a la Unión Europea (2004) marcaron el apogeo del proceso de unidad. Los desacuerdos por la transferencia de competencias de los Estados a los organismos comunitarios pudieron ser resueltos sin mayores problemas, a veces negociando jurisdicciones especiales y medidas excepcionales que resguardasen los intereses particulares de algunos Estados —acuerdo de Schengen sobre controles migratorios, referéndum de desvinculación (opt-out). Entonces sobrevino el shock. En 2005, tras convocar referéndums que dieron como resultado una mayoría de votos negativos, Francia y Holanda no ratificaron el Tratado de Constitución, el paso más ambicioso que hubiese despejado el camino hacia la unión política de hecho.

A este fracaso, que está en la raíz de la prolongada crisis que desde entonces aqueja a la UE, siguieron dos shocks externos cuyas consecuencias se harían sentir hasta hoy. Primero, fue la crisis financiera de 2008-2014. La presión de la impopular "troika" formada por el FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión sobre las economías más endeudadas de la eurozona puso en evidencia las divisiones entre un norte rico y un sur pobre —o, para usar el eufemismo de moda, la existencia de una Europa "de dos velocidades". Luego, en el verano de 2015, cuando todavía no se había disipado el ambiente enrarecido que dejó el debate sobre la salida de Grecia del euro, sobrevino la crisis de los refugiados. A fines de ese año los servicios migratorios tenían contabilizadas más de un millón de solicitudes de asilo —400 mil más que en 2014— provenientes en su mayoría de migrantes de Siria, Irak y Afganistán. La respuesta a esta tragedia humanitaria puso en evidencia las divisiones existentes en el seno de la unión. Con la excepción de Alemania y Suecia, los Estados o bien cerraron sus fronteras o aceptaron acoger, luego de muchos retaceos, un muy pequeño número de refugiados.

Si hoy la unión política es un objetivo difícil de alcanzar, no es a causa de los prejuicios históricos entre las naciones, sino porque la idea europea dejó de ser patrimonio exclusivo de una elite política y tecnocrática, para convertirse en una preocupación cotidiana del ciudadano y ciudadana de a pie. La crisis actual no puede, en consecuencia, desvincularse de las perturbaciones que sacuden al mundo —las inequidades de la globalización, la violencia fundamentalista. Frente a estos desafíos, la familia europea debe tomar posición tratando de congeniar los intereses de sus 28 integrantes. Sin embargo, a diferencia de épocas pasadas, cuando la construcción de la unidad se llevó a cabo "desde arriba", fruto de la visión y sagacidad de unos pocos "grandes líderes" —como Mitterrand y Kohl—, y sin la participación de la sociedad, en la actualidad ese tipo de ingeniería política e institucional se revela anacrónica.

El debate sobre Europa se democratizó, "bajó al llano", encontró su lugar en las redes sociales. A juzgar por los resultados de las últimas elecciones para el Parlamento europeo, hasta ahora quienes mejor han sabido sacar provecho de ese tema, no solo agitando fantasmas sino también mostrándose cerca de las preocupaciones de la gente, son los euroescépticos. Es allí, y no solo en Bruselas, donde Europa debe dar la próxima batalla.

El autor es profesor investigador, Departamento de Estudios Históricos y Sociales, Universidad Torcuato Di Tella.

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