Probamos casi todo, menos el camino para el desarrollo

(Mauro Roll)

La Argentina necesita un acuerdo político que la estabilice basado en una visión y un plan estratégico de país para lograr así un sendero de desarrollo sostenido —y posible— que permita el bienestar de la población. Necesitamos una convicción patriótica que nos impulse hacia ese propósito. Tenemos que plantearnos seriamente cómo vamos a hacer para producir más como país. Y eso se logra a través del conocimiento.

La importancia del desarrollo científico y tecnológico argentino debe afianzarse cada día más en la discusión sobre este proyecto argentino. Debemos entender que cuando hablamos de política científica, no estamos hablando solo de investigadores, laboratorios y papers: estamos hablando a favor del progreso, la equidad y el crecimiento económico. No es magia ni suerte: los países que lograron multiplicar su ingreso per cápita y mejorar el bienestar general de su población lo consiguieron gracias a la inversión estratégica en ciencia, tecnología e innovación, y su vinculación con la producción y el desarrollo económico. Se necesita una fuerte voluntad política y un amplio consenso social para presionar por esto y así alcanzar que se convierta en una política de largo plazo para la Argentina. Hoy invertimos en ciencia el equivalente a 0,5% del PBI, contra 2,2 % de China y más de 4% de países como Israel o Corea del Sur, que, más allá de las diferencias ideológicas, apostaron a la innovación y el conocimiento como eje de sus modelos de desarrollo.

Por supuesto que son imprescindibles las políticas de estabilización macroeconómica. Pero la única manera de lograr desarrollo, equidad, salarios crecientemente altos, aumento de las exportaciones de alto valor y todo un círculo virtuoso para nuestro país es invirtiendo en la gente (alimentación adecuada, salud, educación de calidad), y poniendo al capital humano y al conocimiento (creatividad, innovación, ciencia, tecnología) como motor del desarrollo argentino.

A lo largo de nuestra historia aplicamos diferentes políticas. Dimos volantazos bruscos entre una y otra, al costo de vaivenes económicos, crisis recurrentes y confusión del inversor local enfrentado a señales contrapuestas. Probamos casi todo. Y, sin embargo, todavía nos falta transitar uno de los caminos claves para el crecimiento sostenido: invertir, sistemática e inteligentemente, en ciencia, tecnología e innovación, y construir puentes muchísimos más sólidos entre conocimiento y producción. Seguimos poniendo demasiadas expectativas en los recursos naturales y excesiva energía en la gestión económica de corto plazo. Argentina necesita un plan que privilegie la generación de bienes diferenciados, es decir, salir de la precarización de nuestra economía. La aplicación de nuestra capacidad científica a procesos productivos —como la biotecnología— permite exportar bienes que se distinguen en el mundo por su calidad. Tenemos que ambicionar exportar manufacturas de alto contenido tecnológico. Debemos crear un sector de proveedores de alta tecnología para las diferentes industrias y sectores. Para esto el sistema científico tecnológico debe estar imbricado en el sistema productivo.

Todos tenemos que saberlo, un país de las características de Argentina, de casi 45 millones de habitantes, no puede mejorar el bienestar de su población con una política de mano de obra barata, exportando materias primas, sus derivados o productos con poco valor agregado, con bajos niveles de investigación, de innovación y capacidad de marca. Por supuesto que es bienvenido tener soja, minerales, pesca y litio, pero si no somos eficientes y no tenemos un potente sistema científico-tecnológico vinculado a la producción, no podremos desarrollarnos a partir de los recursos naturales como hicieron otros países como Noruega, Australia y Canadá. Debemos ambicionar tener una gran capacidad de generar patentes y un sistema de innovación fuerte para ponerles valor agregado a nuestros recursos naturales.

Muchos dirigentes prometen cambios fáciles y rápidos, pero esto requiere un plan, estrategia, consenso, inversión, constancia y paciencia. Los cambios reales y sostenidos en el tiempo no llegan con un gobierno en particular ni con políticas espasmódicas. Sería iluso pensar que un gobernante nos va a traer soluciones, que la dirigencia va a conseguir trabajo nuevamente, que se van a abrir fábricas de la noche a la mañana. Sería fácil, pero no va a ser así. Nuestra sociedad necesita respuestas innovadoras y honestas, a la altura de las situaciones y las crisis, no respuestas fáciles o mero marketing. Debemos recomponer la confianza, unirnos hacia un propósito. En un nuevo clima de época como aquel que en los ochenta reclamó democracia para reclamar, esta vez, desarrollo, equidad social, conocimiento. No debemos contentarnos con que "podríamos estar peor". Debemos concentrarnos y unirnos por un "¡podemos estar mejor!".

La experiencia pasada, el presente de los países desarrollados y las necesidades de la Argentina obligan al desafío de entender que la clave de una política de equidad y desarrollo es la revolución del conocimiento. No debemos conformarnos tampoco con etiquetas simples, por felices que puedan sonar, como "mercado emergente", "promoción de la innovación" o "impulso a la economía del conocimiento". Se trata de conceptos vacíos si no van acompañados de políticas de Estado, reales, efectivas, integrales y duraderas. El reconocimiento de los temas es un paso en la dirección correcta, pero resulta insuficiente. La decisión de desjerarquizar el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva; la disminución del financiamiento del sistema científico argentino y lo que esto significa; la falta de prioridad del desarrollo científico tecnológico como motor del despegue argentino son ejemplos preocupantes para el presente y, a la vez, significan una gran hipoteca para nuestro futuro.

En estos momentos difíciles algunos dicen que no podemos invertir en ciencia, que el apoyo a las investigaciones es un lujo que un país como el nuestro, con tantas necesidades, no se pueda dar. Es al revés, la inversión en ciencia y tecnología es esencial para nuestra economía, prosperidad, educación, igualdad, seguridad, salud, ambiente y calidad de vida. Debemos tener más investigadores —fundamentalmente en áreas prioritarias y estratégicas para el país— para sentar las bases de un desarrollo basado en la generación de conocimiento y tecnología propios. Pero, además, la misión de los científicos y los profesionales altamente capacitados es comprender y asimilar las tecnologías que se generan en otros lugares. A medida que nos acerquemos a la frontera tecnológica esto es cada vez más importante.

Como sostiene el investigador Daniel Schteingart, Argentina tiene hoy el ingreso por habitante que tenía Australia en 1968 y en ese momento Australia, que tiene cuatro veces más recursos naturales per cápita que nosotros, tenía proporcionalmente el doble de investigadores de los que tiene Argentina hoy.

Toda investigación científica tiene un impacto social. La ciencia básica, aunque algunos la critican por considerar que al no tener aplicación directa no debería ser objeto de inversión, también. Estas investigaciones, guiadas por el interés y la curiosidad de la comunidad científica, amplían las fronteras del conocimiento y nos ayudan a entender el mundo que nos rodea. Insistimos, es un error pensar que el teléfono celular, los satélites o los medicamentos han salido de la mente de gran inventor aislado, iluminado y brillante. Una innovación es siempre el producto de años y años del trabajo acumulado de muchísimos científicos que generaron investigaciones que no tenían un uso práctico inmediato, pero sin las cuales no se podrían haber logrado los desarrollos tecnológicos actuales. Vender servicios que se incorporan a productos más sofisticados que luego compramos no está mal, pero es mera subsistencia. ¿Es bueno tenerlos? Sí. Pero no confundamos eso con desarrollo, porque es una trampa. Por otra parte, debemos lograr que una parte de nuestros investigadores comiencen a generar aplicaciones de las investigaciones básicas que se desarrollaron durante décadas de investigación en Argentina.

Los investigadores tienen que investigar. No es su responsabilidad pensar en el rédito económico directo que su trabajo puede aportar a la comunidad, pero es responsabilidad pública dar capacidades a estos científicos para que puedan transitar los primeros pasos necesarios para desarrollar aplicaciones científicas. Tampoco se puede descansar solo en la innovación que provenga del sistema productivo.

Por eso son necesarias instituciones intermedias profesionales que vinculen la investigación y el desarrollo económico, que se enfoquen en oportunidades comerciales del futuro para que los hallazgos científicos puedan convertirse en crecimiento y que favorezcan las inversiones del sector privado que transformen en realidad todas estas potencialidades. El investigador argentino Fernando Stefani aborda en profundidad esta cuestión, que es vital si se quiere encarar un proyecto de desarrollo económico-tecnológico de largo plazo. Estas instituciones intermedias, estos puentes entre ciencia y producción, cumplen el rol de desarrollar y evaluar nuevas tecnologías para su aplicación comercial, ayudar a las empresas a incorporar las últimas tecnologías y además fomentan investigaciones específicas en sectores estratégicos, con el objetivo de traducir los avances científicos en valor agregado que impacten en el desarrollo económico y nuestro PBI.

El problema en Argentina no es solo que la inversión total es baja, sino que además el sector privado invierte un porcentaje mucho menor que los estándares internacionales. Mientras que en países con sistemas científico-tecnológicos avanzados, como Estados Unidos o China, el 75% de la inversión proviene del sector privado, en Argentina esta representa solo el 20 por ciento. Las políticas públicas deben promover estímulos similares a los de otros países. Tenemos que propiciar y apoyar la inversión privada con programas de coinversión público-privada a mayor escala que los actuales, a largo plazo y en todas las áreas del conocimiento. Las empresas dedican pocos recursos a la investigación por distintos motivos estructurales, como el hecho de que nuestra economía descansa en buena medida en productos primarios de bajo valor agregado, pero también por la ausencia de créditos blandos y estímulos fiscales para las empresas innovadoras, por la falta de fondos de inversión que catalicen la innovación en el sector privado y, sobre todo, por la falta de puentes, por la debilidad de la vinculación público-privada y la falta de agencias profesionalizadas, independientes de la política partidaria. Los pocos ejemplos, como la ley de software, demuestran que este tipo de estrategias ayudan a multiplicar las empresas, generar miles de puestos de trabajo y fortalecer las exportaciones con alto valor agregado.

Por otra parte, es muy auspiciante, pero no suficiente, la llamada "ley de economía del conocimiento" recientemente aprobada con el voto de todos los partidos políticos como una verdadera política de Estado. Pero, como sugiere el especialista en políticas tecnológicas y desarrollo productivo Carlos Pallotti, además es necesario articular un plan que dé atención al capital humano, el financiamiento pyme, la articulación con el sistema científico y el desarrollo regional.

El Estado (y las universidades) deben crear y promover estas instituciones intermedias y favorecer los mecanismos necesarios para que el sector privado invierta y potencie las acciones que estas instituciones realicen. Si bien la ley de emprendedores, junto con el programa de Fondos de Capital Emprendedor y Aceleradoras Científicas y Tecnológicas del Ministerio de Producción, han logrado implementar nuevos mecanismos de coinversión público-privada por el equivalente a unos 150MU$S (0,03% del PBI) en cuatro años para fomentar la transferencia de conocimiento a través de la creación de nuevas empresas tecnológicas, Argentina necesita de inversiones mucho más ambiciosas para lograr una revolución en la economía del conocimiento. Mientras los países desarrollados apuestan a fortalecer estas instituciones intermedias, en Argentina no apoyamos ni mejoramos las pocas existentes, como el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) o el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI) y el Conicet. Como así también la articulación con el Senasa que permite mantener los estándares de calidad mundial requeridos para proyectar nuestra producción al mundo.

En este contexto, la tarea fundamental de vinculación entre ciencia y producción se delega en investigadores voluntariosos, emprendedores individuales, pequeñas incubadoras universitarias o unas pocas e incipientes aceleradoras privadas, con pequeños grandes éxitos que no alcanzan masividad e impacto visible en el producto. Estas incubadoras hacen un gran trabajo pero no pueden suplir a una política pública. Por eso los resultados son modestos.

Necesitamos inversión, pero también algo que a los argentinos nos suele faltar: constancia y paciencia. Los frutos de la apuesta por el conocimiento no se cosechan de la noche a la mañana, pero el beneficio es mayor y más duradero. La inversión sostenida y con asignaciones mucho más importantes que las actuales nos va a permitir abordar los desafíos de nuestro país con estrategias a largo plazo. Gracias a ellas se puede progresar, generar riqueza y mejorar las condiciones de vida de todos. Otros países como Israel lo hicieron desde cero y sin medias tintas, y los resultados están a la vista. No es un camino fácil. Una política de este tipo debe apuntar a una educación de calidad en todos los estratos sociales, fomentar las vocaciones científicas desde edades tempranas sin distinción de género o clase social, para construir un sistema científico-tecnológico regionalmente integrado.

En la mayoría de las provincias hay excelentes centros de investigación y grandes investigadores, pero muchas veces trabajan aislados. Es necesario sostener un sistema científico fuerte que promueva ambas cosas, que logre dar respuestas a problemáticas urgentes y focalizar en áreas estratégicas según un plan de desarrollo nacional. Para eso, por supuesto, hay que volcar presupuesto, construir infraestructura, garantizar insumos: el trabajo de un científico no puede depender de los vaivenes de las gestiones políticas o del precio del dólar. Y, por supuesto, tiene que haber científicos comprometidos y dispuestos a trabajar en el país: nada de esto será posible si se van al exterior en busca de mejores oportunidades.

Los científicos y las científicas argentinas se siguen destacando en el mundo. Pero en el actual modelo de país no tienen el lugar que se merecen. Tenemos que invertir en la gente y lograr más recursos humanos para generar no solo buenas ideas, sino riqueza. Necesitamos modernizar nuestra política científica para sacarle provecho. Si no lo hacemos, estaremos condenados a importar ideas e innovaciones ajenas, sin generar desarrollo propio. Nuestro crecimiento requiere fortalecer el sistema científico y construir puentes cada vez más sólidos entre este conocimiento y producción, entre investigación y desarrollo económico, entre la ciencia y la gente. La ciencia, como la inversión en la gente, la innovación permanente y la tecnología propia, no son unas consignas bonitas: son una puerta privilegiada para salir del estancamiento.