Existe una razonable chance de que el próximo 10 de diciembre Mauricio Macri le entregue el bastón y le coloque la banda presidencial a Alberto Fernández. Ese día, el nuevo presidente será eventualmente ovacionado por los partidarios de su poderosa vicepresidenta y, tal vez, por un puñado de amigos de toda la vida. Un rato después, se sentará en su despacho, el mismo que perteneció a la vice durante ocho años. En el caso de que él desee hablar con ella, ¿le dará la orden a un asistente para que la convoque?¿Enviará un mensaje de WhatsApp: "Necesito verte en mi despacho"? ¿Acudirá ella o le reclamará que sea él quien se desplace? ¿Primará el poder real o el formal? Si ella acude, ¿en qué lugar de esa distinguida oficina se sentará cada uno?¿Cómo mirará ella la silla que le perteneció y ahora le pertenece a él? Hasta ahora, todo ha sido al revés. Ella llamó. Él fue. Ella ocupó la cabecera. Él, un lugar simbólico subordinado.
Pocas personas reconocerán que ven ese problema en este momento de armonía y discursos sobre mi amigo Alberto y mi amiga Cristina. Alberto es un hombre abierto. Cristina maduró. No se van a pelear por quién llama a quién o por dónde se sienta cada uno. Sin embargo, la historia del peronismo no parece ser rica en esas armonías, que en estos días se pregonan. Eduardo Duhalde ungió a Néstor Kirchner y, en pocos meses, el nuevo presidente se sacó de encima a su padrino. En las distintas provincias, sucede lo mismo: Sergio Uñac marginó del poder a su padrino José Luis Gioja en San Juan, Gustavo Bordet hizo lo mismo con José Urribarri en Entre Ríos, Juan Manzur corrió del Gobierno todo vestigio de José Alperovich, su antecesor y aliado, en Tucumán. En ninguno de esos casos, el desnivel de poder entre unos y otros fue tan gigantesco como el que existe entre Cristina, una de las líderes más importantes de la democracia argentina, y Alberto, tanto o tan poco como su candidato a presidente.
El dilema de Alberto es sencillo de explicar. Un presidente, necesariamente debe ser el jefe político de un país. ¿Cómo transformarse en eso sin perder, al mismo tiempo, su principal punto de apoyo, que es Cristina, que era su jefa hasta hace cinco minutos? ¿Cómo ganar respeto en la estructura de poder sin desafiar a la principal referencia de esa estructura? Un presidente debe tener autonomía, no puede consultar cada paso: ¿en qué momento esa autonomía será insoportable? ¿El primer día? ¿El segundo? Es cierto que, como dice el flamante candidato, "ni Cristina es Perón ni yo soy Cámpora", pero hay algo de la asimetría que se dio en ambos casos que deberá resolver con precisión quirúrgica.
Eso no solo dependerá de él sino, fundamentalmente, de ella, o de lo que ella perciba de sus movimientos, o de lo que la mesa chica que la rodea intérprete, entienda, intrigue a cada paso del ejercicio de un poder que nunca fue sencillo de manejar. Habitualmente, las disputas se han definido en favor del Presidente y en contra de su padrino político en este caso, madrina. Nadie sabe eso mejor que ella, porque recuerda.
En sus primeros pasos, el candidato se mostró dispuesto a reverenciar todos los símbolos del kirchnerismo ortodoxo. El primer acto de campaña se realizó en el territorio mítico de Santa Cruz el miércoles, y el segundo durante la inauguración de un Parque en Merlo, que se llamará Néstor Kirchner, un nombre que ya, por lejos, nombra más cosas en la Argentina que los de José de San Martín o Juan Domingo Perón. En el medio, se tomó una foto con Rudy Ulloa Igor, el chofer de Néstor Kirchner, cuyo vertiginoso crecimiento patrimonial le permitió hasta llegar a presentar una oferta para quedarse con el canal Telefé.
Algunas personas plantean que el protagonismo de Fernández es una vuelta al "nestorismo", pero reducen ese significado a la capacidad de diálogo que tuvo el fallecido líder con sectores políticos, sociales y mediáticos a los que luego Cristina les cerró la puerta. Pero "Nestorismo", también, como lo sabe cualquier independiente, es confraternizar con personalidades como Rudy. "Néstor, de día, hacía política conmigo y, de noche, hacía otras cosas con otras personas", dijo alguna vez Fernández, para desmarcarse de las peores prácticas de quien fuera su jefe. En sus movimientos de esta semana, da a entender que está dispuesto a transitar las 24 horas del día. "Gracias Cristina, por el gesto de grandeza, por la generosidad", arrancó ayer en Merlo.
Las reverencias del candidato a un pasado al que, por momentos, perteneció y con el cual, en otros, confrontó, se manifiestan cada vez que debe responder preguntas sobre la corrupción que existió en el gobierno de Cristina Fernández. Allí, Alberto se ciñe a un libreto muy preciso. Es capaz de admitir que hubo corrupción, pero siempre como un fenómeno difuso, difícil de identificar. Sobre los casos puntuales, en cambio, prefiere derivar el tema a la Justicia. Pero cuando la Justicia avanza, la cuestiona con argumentos de abogado con experiencia. Prefiere centrarse en las arbitrariedades de los procesos judiciales antes que en las sospechas evidentes que existen sobre los acusados. Y, finalmente, cuando no logra detectar ninguna arbitrariedad judicial, aun cuando haya condenas firmes, en hechos gravísimos como la tragedia de Once, siembra dudas.
Hace algunos años, el escritor español Javier Cercas escribió un libro fantástico llamado Anatomía de un instante, que se transformó en un clásico de la transición española. Allí, abundó sobre un concepto que no era propio, el de "héroes de la retirada". Se refería a líderes que habían pertenecido a un sistema y que, cuando llegaron a tener poder, contribuyeron a desarmarlo. En ese concepto, Cercas ubicaba a Mijail Gorbachov, el estalinista que terminó con la Unión Soviética, o a Adolfo Suárez, el niño mimado del franquismo, que terminó con él. Si Fernández llega a la Casa Rosada, tendrá que elegir un camino. Fue elegido para hacer algo distinto al kirchnerismo, nada menos que por la jefa del kirchnerismo. Parece un oximorón o, al menos, un jeroglífico. Si hace aquello para lo cual fue designado, tal vez sea visto como un traidor. Si no lo hace, ¿cuál sería el sentido de su designación? Hasta ahora, esa duplicidad le permitió llegar tan alto como ni siquiera él imaginó.
Cristina Kirchner acaba de tomar una decisión que ha sorprendido por su plasticidad e inventiva. Hasta hace unos días era la favorita para suceder a Macri. Sin embargo, designó en su lugar a otra persona, que ha demostrado no ser uno de sus obsecuentes. Nunca se sabrá si esa renuncia obedece a cuestiones personales, al miedo a perder la elección, o a un reconocimiento de que otra persona tiene mejores cualidades para gobernar el país en estas condiciones. En cualquier caso, la decisión está tomada y sus resultados se verán con el tiempo.
Pero su carácter es su carácter. Esta semana mostró algo más de él durante la audiencia del juicio donde debió concurrir como acusada. En primera fila estaba Julio De Vido, quien fue el encargado de la obra pública desde el día en que Néstor asumió hasta que Cristina entregó el poder. De Vido está detenido desde hace 20 meses. Cristina nunca lo visitó. Durante la audiencia, ni lo miró. Si De Vido es un preso político, inocente, perseguido por el macrismo, ¿cómo se explica esa crueldad? Si no lo es, o sea, si es culpable, ¿cómo se explica el gobierno de Cristina? En cualquier caso, he allí una muestra -una más- de cómo ella puede proceder cuando alguien pierde su beneplácito.
Si llega a la Casa Rosada, Alberto Fernández deberá caminar por la cornisa: eso es, al fin y al cabo, ser el presidente de la Argentina. A diferencia de otros, lo hará solo gracias al poder prestado por su vicepresidenta, una mujer de carácter muy intenso, capaz de ser la más generosa, o la más cruel, y ambas cosas por motivos a veces indescifrables.
"Primero dijeron que Néstor sería el chirolita de Duhalde, después que no funcionaría el doble comando, ahora dicen que Alberto no podrá bajo la tutela de Cristina. Siempre inventan esta cosas. Después se sorprenden de nuestros éxitos", es la defensa de la dirigencia cercana a la fórmula.
Quién sabe…
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