En el campo de las políticas públicas sobre drogas existe una corriente de pensamiento que descree del enfoque denominado prohibicionista o de control de la oferta de drogas, especialmente las referidas a las sustancias ilícitas. Proclama este colectivo que lo que un Estado gasta en la llamada "guerra a las drogas" bien podría destinarse a actividades vinculadas con el aspecto social y sanitario del fenómeno, lo que comúnmente se conoce como reducción de la demanda. Que si se regulan las drogas ilegales (generalmente el énfasis está puesto en la marihuana, pero Uruguay ha dado un paso adelante también en plantear la posible regulación de la cocaína), el narcotráfico pierde mercado, negocio y sustento. Y que si se legalizan, el Estado puede fijar impuestos y gravámenes sobre la venta de estas sustancias, y destinar lo recaudado para actividades de prevención y para compensar los costos sociales y sanitarios asociados.
Más allá de lo que sostienen los organismos multilaterales de referencia en este campo, sobre la importancia de articular esfuerzos balanceados y equilibrados entre el control de la oferta y la demanda, resulta interesante explorar algunos aspectos de estas proclamas abolicionistas.
Para empezar, es necesario reforzar la idea de que el marco normativo termina siendo un factor de protección frente al uso de sustancias. La ilegalidad, en la mayoría de los casos y en especial en población adolescente, actúa como una barrera subjetiva frente al uso. Nobleza obliga, también es cierto que la ilegalidad puede constituir un factor de riesgo para los usuarios de dichas sustancias. Pero, dicho de otro modo, en términos socio-sanitarios podríamos afirmar que el estatus jurídico de una droga resulta mucho más nocivo que su composición química. Según un estudio publicado hace años en la revista médica The Lancet, que consideró en simultáneo las dimensiones de daño al individuo y daño a la sociedad, el alcohol es la droga más perjudicial, justamente por su legalidad.
En estos considerandos sobre los peligros de avanzar hacia una regulación/legalización de la marihuana y otras sustancias, no es posible dejar de lado el impacto sobre las prevalencias de uso. Por un lado, solo el 5% de la población mundial entre los 15 y 64 años ha consumido drogas ilegales al menos una vez en el año. ¿Alcohol? Un 40%. ¿Tabaco? Un 20%, porcentaje en descenso gracias a las políticas activas y restrictivas implementadas a partir del Convenio Marco de la Organización Mundial de la Salud para el Control del Tabaco (CMCT). La primera conclusión es que el consumo de drogas legales en el mundo es significativamente superior al de las sustancias sujetas a fiscalización internacional, justamente por ser permitidas y socialmente aceptadas.
Por otro lado, en aquellos Estados que han avanzado hacia una flexibilización normativa de la marihuana (llámese regulación o legalización), las prevalencias de uso de esta sustancia se han incrementado significativamente. También la intensidad y la frecuencia de uso, lo que deriva en problemas para la salud y potenciales situaciones de dependencia. Ni hablar del impacto sobre los índices de uso en población adolescente o el aumento de ingresos por intoxicaciones de niños pequeños en guardias hospitalarias debido a la ingesta de productos comestibles derivados del cannabis. Ni hablar de cómo el mercado legal ha ido desarrollando cepas y productos con elevadísimas concentraciones de delta-9-tetrahidrocannabinol (THC), buscando satisfacer la demanda de un público cada vez más "exigente". La disponibilidad o accesibilidad de una sustancia es otro factor de riesgo.
¿Cifras concretas? Por cercanía, la evidencia más contundente es lo que sucede en el vecino país de Uruguay, que en materia de drogas se destaca en el plano internacional por haber liderado una fuerte cruzada en contra de la industria tabacalera durante el primer gobierno de Tabaré Vázquez, pero que durante el gobierno de José Mujica se convirtió, a fines del 2013, en el primer país del mundo en hacerse cargo de la producción y la comercialización de marihuana en todo su territorio. De acuerdo con el informe "Evolución del consumo de cannabis en Uruguay y mercados regulados", elaborado por Monitor Cannabis, la prevalencia anual de uso de esta sustancia en población general pasó de 8,3% (2011) a 15,4% (2017). En Argentina, país con una tradición supuestamente prohibicionista, pese a la pública invitación del ex juez Raúl Zaffaroni a llenar los balcones de macetitas, la prevalencia anual de consumo de marihuana se ubica en el 7,8% (2017). La mitad del consumo registrado en Uruguay.
Frente a esto, los promotores del cambio de rumbo en las políticas públicas sobre drogas argumentan que es sesgado y superfluo hacer evaluaciones únicamente desde las prevalencias de uso. Es decir que no sería importante que más y más personas (entre ellos menores de edad) consuman determinada sustancia psicoactiva luego de un cambio normativo, y que existen otros factores a evaluar como, por ejemplo, lo que un Estado gasta en sostener el prohibicionismo de la denominada "guerra a las drogas" y lo que podría destinarse a actividades de prevención y atención al adicto.
Frente a ellos, estimar el costo del abuso de drogas es una herramienta necesaria para determinar la magnitud y la composición del problema, y apelar a instrumentos de política pública para hacerle frente. Según datos del Observatorio Argentino de Drogas, el costo total atribuible al consumo de drogas legales e ilegales en la Argentina para el año 2008 representó un 3,69% del PBI. Dentro de este costo, el alcohol y el tabaco (legales) representan tres cuartos de ese monto. Y lo que el Estado gasta en reducir la oferta y la demanda de drogas (legales e ilegales) representa 30% de todos los demás costos asociados (por ejemplo, las consecuencias laborales representan un 63%).
Cuando algunos afirman que en Argentina casi la totalidad del presupuesto en este campo se destina a la lucha contra el narcotráfico, y que el prohibicionismo se lleva toda la plata, están confundiendo peras con manzanas. Si bien es cierto que dentro de ese 30% que el Estado gasta frente al problema, el énfasis está puesto excesivamente en la reducción de la oferta (más del 98%), la mitad corresponde a políticas de control del alcohol (legal). Entonces, de todos los costos asociados al uso de drogas en Argentina, solo un 15% corresponde al gasto directo del Estado en reducir oferta de sustancias ilegales (prohibicionismo). En el caso de legalizarlas, no se dejaría de destinar partidas para el control de su oferta. ¿O sí?
Demos otro paso más. Frente a la falacia de que si se regulan las drogas ilegales el narcotráfico pierde mercado y negocio, cabe aclarar que se está perdiendo de vista que el tráfico de drogas es una actividad que está inserta dentro de un fenómeno mucho más complejo como lo es el crimen organizado. Tal como está sucediendo en Uruguay, el delito muta. Por un lado, diversificando y focalizándose en otras actividades ilícitas. Por ejemplo, la venta de marihuana a menores de edad o extranjeros, población no alcanzada por el marco regulatorio uruguayo. O el desarrollo de cepas con mayor concentración de THC para satisfacer la demanda de aquellos que no se ven satisfechos con el cannabis legal que vende el Estado.
Y frente a la falacia de que si se legalizan las drogas el Estado puede fijar impuestos y gravámenes sobre la venta de estas sustancias, y destinar lo recaudado para actividades de prevención y para compensar los costos sociales y sanitarios asociados, existen dos problemas serios que surgen de la evidencia (no de la ideología). Por un lado, el libre juego de la oferta y la demanda desplomó los precios de la marihuana recreativa en varios estados de los Estados Unidos que avanzaron en este camino. Precios bajos vuelven la sustancia cada vez más accesible y masiva, pero al mismo tiempo dejan poco margen para la fiscalidad correctiva.
Por el otro, demostrado está que los impuestos a las drogas legales no llegan a cubrir los costos sanitarios asociados. En Argentina, los impuestos al tabaco solo cubren la mitad del gasto generado por el tabaquismo. En Chile, el estudio "Costos Económicos y Sociales del Consumo de Alcohol 2018" reveló que el gasto relacionado al consumo intenso de bebidas alcohólicas representa cinco veces más de lo que se recauda cada año en impuestos por venta de estos productos. Vicios privados, costos públicos.