En estos días estamos viviendo episodios aparentemente menores en su significación, pero reveladores —sin embargo— de ese avance en la sociedad de verdaderos disvalores. No se trata de mirar con nostalgia hacia pasados irrepetibles, sino de pensar que, en el futuro, en esta nueva sociedad del conocimiento, son más necesarias que nunca actitudes abiertas al cambio, a la superación, al reconocimiento del éxito, a la disciplina en el trabajo, al cumplimiento de los compromisos, o sea, todo aquello que haga de nuestro país el lugar abierto y tolerante, que atrae a todo aquel que quiera trabajar en él, sea el gran inversor internacional o el modesto trabajador independiente.
Días pasados, un pequeño grupo de desbordados hinchas entraron a la sede de la Asociación Uruguaya de Fútbol a descalificar a los jueces. Son desubicados que —por lo menos esta vez — no dejaron un saldo de violencia física. Con una gran desproporción entre la causa y la consecuencia, la gremial de árbitros paralizó el fútbol. ¿No se advierte que de este modo ganan los patoteros? Por más razón que tengan en defensa de su independencia profesional y el debido respeto, aun a sus errores, ¿no entienden que su actitud desvaloriza la actividad futbolística, desalienta al aficionado y daña directamente a muchísima gente modesta que trabaja en esas jornadas deportivas? El fútbol es una actividad profesional, que se sostiene en nuestro país con enormes limitaciones financieras. Algo así es impensable en el torneo británico o español. ¿No da para pensar que son posibles otros modos de hacer valer la reivindicación legítima de los árbitros?
El episodio Petrobras va en la misma línea. El derecho de huelga, de incuestionable valor constitucional, en el Uruguay sufre una extensión que ni la OIT (entidad que ampara a los trabajadores) está aceptando: la ocupación. Y no se acepta porque aquel derecho no puede lesionar otro de igual valor, que es el de trabajar quien así lo desee. En el caso en cuestión se fue más allá, asumiendo el sindicato lo que ellos llamaron "control obrero", o sea, la usurpación de la administración de la empresa. Algo muy parecido al "poder a los soviets" del leninismo ruso de 1917. Afortunadamente, un juez puso las cosas en su lugar y ordenó el desalojo. Pero la central sindical sigue apoyando al sindicato desbordado, sin advertir que estimula una actitud profundamente negativa para la inversión y, como consecuencia, para el empleo. El Gobierno, por su parte, temeroso como siempre, no define con claridad su posición y simplemente se pone detrás del cumplimiento de la sentencia judicial. En el caso se trata, además, de la mayor empresa brasileña, vinculada con el Estado, cuya actividad compromete entonces, muy seriamente, nuestras relaciones con nuestro mayor vecino.
Cualquier inversor, grande o pequeño, tendrá el derecho a pensar que si así se trata a la poderosa Petrobras, qué quedará para él al momento en que tenga que discutir algo con el sindicato o con el gobierno…
En otro ámbito, ha fracasado un intento de reforma constitucional que pretendía liquidar la obligatoriedad de la bancarización. Un referéndum contra esa ley sigue su curso, sin embargo, y en buena hora podrá llegar al pronunciamiento ciudadano. Si se advierte la movilización que ambas iniciativas alcanzaron, queda claro que esa "obligatoriedad" ha generado un enorme rechazo en trabajadores y empresarios pequeños de todo el país. Nadie puede ignorar la tendencia a bancarizar, que se ha venido dando naturalmente y así seguirá. Imponerla, en cambio, es coartar libertades, como se recortan otras tantas todos los días, por disposición de un gobierno que ha resuelto ignorar los derechos constitucionales.
En la misma línea de prohibiciones, dos accidentes con caballos en la tradicional "doma" de El Prado han motivado reclamos de prohibición de esa actividad tradicional, que han sido acogidos con beneplácito por las autoridades departamentales capitalinas. Esas jineteadas no son las corridas de toros u otros espectáculos en los que sacrificio del animal va implícito. Ellas son una expresión de culto al tiempo bravío en que se forjó nuestra vida rural. Por cierto, corren algún riesgo el caballo y el jinete, pero no deja de ser muy excepcional la irrupción de episodios graves. El caballo, en todo caso, lleva una vida mucho más amable que la mayoría de sus congéneres, atados a carritos o tareas penosas. ¿Por qué entones prohibir y prohibir cuando la mayoría de la sociedad observa con simpatía esa expresión proporcionada de coraje del jinete y rebeldía del animal?
Estos hechos, aparentemente inconexos, son testimonios de la declinación de valores que fueron sostenes fundamentales de nuestro progreso como sociedad. Ignorar la ley, atropellar derechos de los demás o imponer a la ciudadanía aquello que no parece imprescindible —o ni siquiera justificado— son caminos todos para la comprobada decadencia social de que adolecemos. Cuando al mismo tiempo se dice que la política puede estar por encima de la ley o que los padres irresponsables que no envían sus hijos a la escuela igualmente tienen derecho a cobrar la asignación familiar, nos enfrentamos a un decaimiento que nunca será base de la anhelada prosperidad.