En las provincias del norte del país, cuando una travesti termina de practicarle sexo oral a uno o a varios, recibe a cambio patadas en su boca; golpes que coronan un ejercicio deseado pero abyecto. Sus dientes, claro, quedan destrozados. Y para ella, la sala de espera de un servicio de odontología puede tener la duración de una cadena perpetua.
En Salta, Jujuy y Tucumán, a esto también se lo llama "tradición". En palabras de Camila Sosa Villada, poeta y cantante trans, autora de la reciente y ya agotada novela Las malas, "Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de las travestis".
Así, el mapa político de la Argentina exhibe cuerpos en su centro y cuerpos triturados en sus periferias; una jerarquización susceptible de determinar qué importa a la hora de la muerte (y simultáneamente, qué no importó jamás durante esas vidas).
Los medios de comunicación, tan atentos como mareados ante la irrupción de consignas irrefrenables en materia de género, calcan esos límites, trazan lo ya trazado y hasta ahí llegan. Algunos femicidios ingresan a las coberturas; otros, muchos, no. Diversas variables sostienen a algunos y expulsan al resto: clase social, escena del crimen, cantidad de hijos, "detallística" de la operatoria criminal y fotos. Hay imágenes magnéticas, mártires exhibibles en otros tramos de sus existencias, cuando sonreían maquilladas, por ejemplo, y hay por otro lado fotos rotas, megapixeladas. Brumosas como el peregrinaje de esas víctimas hasta su propio fin.
Más allá de estas estratitificaciones, el consenso sobre la cuenta ascendente es total: una mujer muere o es asesinada cada 30 horas. Una mujer. Mujer cis, no trans. Horas. Cifras. Línea 144 todo el día. Los graphs de la tv lo dicen y casi toda nota que aspire a tal lo reproduce.
¿Por qué son tan utilitarios los números alrededor de las violencias contra las mujeres cis (no trans) y no los del suicidio, epidemia en curso que parece no permitirle a la dinámica periodística una consecución? ¿Qué cuentan los femicidios y qué sentencian los suicidios? "Cada día hay más" versus "No doy más", cifra de una formulación a investigar.
La costumbre del lenguaje cotidiano de redacciones y afines llama a esto "tema instalado" en oposición a aquello que "no es tema". Precisamente, ni el suicidio ni el genocidio travesti – trans son temas.
Las travestis y trans nacen y crecen (mal, muy mal) desinstaladas de sus casas, de sus entornos afectivos, del sistema escolar, del acceso a la salud, del secundario completo, de los estudios universitarios, del trabajo y (para acotar la lista) de los medios, que las corrieron de la criminalización constante a las que solían exponerlas en las páginas de policiales hasta lograr extinguirlas. O narcomenudeo o prostituta. O travesti cuchillera, ladrona y revanchista, o estrella de la tv que accedió al mediodía del canal "familiar" por mérito propio. Si no, nada.
La activista Marlene Wayar, autora de Travesti, una teoría lo suficientemente buena (2018), sintetiza a menudo esta operación voluntaria con la moción de anulación del currículum vitae: abolir el pedido y la lectura de currículums, documentos cuyo espectáculo postula un itinerario vital siempre ficticio, pero mucho más iluso para recorridos vertebrados por la exclusión.
¿Qué narra, qué puede narrar el cv de una travesti? Si otras variaciones fuesen permitidas, contarían por qué la mera presencia de un oficial de policía despierta alteración y rechazo; por qué, cuando el funcionariado les ofrece empleo, les propone ser recicladoras urbanas (esto es, devolverlas a su campo de concentración histórico, la calle). Pero en el currículum sólo entran datos duros: como con las estadísticas de sus muertes, para ellas no hay formalidad posible.
¿Genocidio? Activistas cuentan las muertes y los travesticidios como pueden. Ese "como pueden" es un correlato más de la informalidad como política activa de exterminio.
Pasó hace días con un tweet de la escritora Florencia Guimaraes: 30 muertas en lo que va del año.
El 2018 tuvo el fallo ejemplar del asesinato de Amancay Diana Sacayán, primera sentencia que alberga la noción de travesticidio. Hace días, cinco mujeres trans de la ciudad de Buenos Aires fueron absueltas en una causa por narcotráfico en la que el Tribunal entendió que la violencia estructural de travestis y trans las convierte en objeto de ultrajes sistemáticos.
Errático, el Poder Judicial puede despertarse. Sin embargo, es en el incumplimiento de los artículos vinculados a los tratamientos médicos de la Ley de Identidad de Género (2012) y en la no implementación de la Ley de Cupo Laboral Trans de la Provincia de Buenos Aires (sancionada en 2015 y jamás activada) donde no sólo el Estado deja de ser Estado de derecho sino que invita con alevosía a señalarlo como asesino.
Según el sociólogo argentino Daniel Feierstein, asesor de Naciones Unidas por temas de genocidio, derechos humanos y discriminación y autor, entre otros trabajos, de El genocidio como práctica social (2007) e Introducción a los estudios sobre genocidio (2016), "un genocidio puede buscar la eliminación de un grupo para la formación de un nuevo Estado nación, para la apropiación de recursos naturales o para la transformación de la identidad de un pueblo. Todos pueden ser, en sus características estructurales, genocidios". Versión amplia pero eficaz.
Y añade: "Los procesos de destrucción masiva no son irracionales ni responden a odios ancestrales o patológicos. Quizás se aprovechan de esos odios, pero no está allí su verdadero móvil. La destrucción tiene un objetivo claro y preciso: transformar y reorganizar las relaciones sociales".
Una travesti decapitada tras una violación masiva no es producto del "odio", o no solamente del odio por identidad de género. No es fobia nomás: es intento de "limpieza" social.
Al genocidio no se le exigen cifras precisas. Por el contrario, se trata de erradicar "el cálculo a la baja" frente al que las instituciones ceden. No hay Indec que mida o no, para estigmatizar o no: las marcas ya están en la base del proceso de destrucción.
Empalados, desmembrados, los cuerpos de las decenas de mujeres trans muertas y asesinadas en lo que va del año (alrededor de 7 por mes, según agentes varios de organizaciones LGBTTIQ+) vuelven a morir toda vez que las notas periodísticas no llegan.
A su vez, en este contexto, muchas chicas trans vuelven a sus provincias, castigadas por la crisis. Volver a las provincias es donarse a las patadas en la boca tras una fellatio. El insilio del insilio, con promedio de muerte a los 35, 40 años.
Lohana Berkins, la "traviarca" fallecida en 2016, solía decir que tenía un cementerio en su cabeza. Aún con acceso al DNI y acceso al nombre propio, la necropolítica no cesa. Este estadio del capitalismo, asegura la filósofa transfeminista mexicana Sayak Valencia en su clásico Capitalismo gore (2010), transforma la muerte en un valor de cambio; la mercancía más preciada es la muerte de un cuerpo que no importa.
Este año, la discusión más encendida (e inaceptable) de cierto feminismo argentino tuvo que ver, antes del #8M, con la inclusión o no de las mujeres trans y de las travestis.
Por supuesto, sí. No hay feminismos sin ellas.
No obstante, la sola intención de sectorizar de esa forma ejemplificaba, y mucho, por qué hay dentaduras de primera y dentaduras de segunda en la Argentina. Divide y te asegurarás que la masacre de algunas nunca duela.
SEGUÍ LEYENDO: