Hace ya más de cuatro años se reunía en Gualeguaychú la Convención Radical, que aprobaba una alianza con el PRO y la Coalición Cívica, que luego adoptaría el nombre Cambiemos. Fueron discusiones de alta tensión entre dos visiones diferentes. De un lado, quienes defendían la postura que finalmente se impuso, aduciendo la necesidad de desplazar al kirchnerismo y las posibles ganancias en cuanto a espacios de representación que podría obtener el partido. Del otro, quienes dudaban de las coincidencias ideológicas del nuevo espacio o reclamaban la necesidad de una alianza más amplia en aras de la gobernabilidad. No hace falta reiterar cómo terminó la historia: la fórmula Macri-Michetti ganó en segunda vuelta y asumió el 10 de diciembre de 2015.
Desde entonces, pasaron más de 1200 días de gestión. Por supuesto, es justo destacar que durante este tiempo ha habido avances y mejoras en determinadas cuestiones. Pero la economía ciertamente no está entre ellas. En los cuatro años de administración de Cambiemos el ingreso por habitante habrá caído; la pobreza y la inflación, crecido; y la deuda habrá aumentado en más de 105.000 millones de dólares. El 2018 cerró con una fuerte recesión, un aumento del 50% en los precios y una suba de 100% en valor del dólar. Este año dista de dar un respiro.
Más allá de las complicaciones provenientes del Gobierno anterior y de los asuntos que se agravaron en el transcurso del actual, la verdad es que nuestros problemas se vienen repitiendo desde hace mucho tiempo. En la cena anual de CIPPEC el propio Presidente contó que tuvimos déficit fiscal en "77 de los últimos 100 años"; que "la inflación promedio de los últimos 80 años, sacando las hiperinflaciones, fue 62,6%"; que padecimos recesiones en "uno de cada tres años"; y que "tuvimos 8 defaults, el último, el más grande de la historia de la humanidad".
Pablo Gerchunoff, uno de nuestros intelectuales más lúcidos, suele decir que la Argentina es la economía que menos creció en el último medio siglo, después de Sudáfrica, que padeció el Apartheid, con todos sus costos internos, más el aislamiento. Tan pobre es nuestro desempeño que, si continuáramos al ritmo de los últimos 45 años, tardaríamos 108 en duplicar nuestro ingreso por habitante.
Sin embargo, sería un grave error utilizar estas cifras como consuelo o excusa para el magro presente. Lo que de verdad nos revelan es que los desafíos son más difíciles de lo que muchos creen, que el diganóstico de nuestros padecimientos requiere mayor profundidad y menos marketing, y que lo último que debemos hacer es sobreestimar la propia capacidad para abordarlos en soledad. Quienes creen que pueden resolver estos problemas estructurales por sí solos se sobreestiman y equivocan. Y corren el riesgo de pasar de responsabilizar a los gobiernos de los últimos 50 años por nuestro declive permanente a terminar hurgando en el pasado para justificar las dificultades actuales.
Argentina no es Chile, ni Perú, ni Colombia, ni Paraguay. Tenemos, afortundamente, una sociedad más compleja y demandante que esas naciones. Pero este rasgo positivo requiere ser abordado con sumo cuidado. De no ser capaces de hacerlo, las múltiples y contradictorias exigencias de cada parte se tornan muy superiores a lo que la economía y el Estado pueden proveer, desordenándolo todo. Así se suceden los desequilibrios y sus manifestaciones: los déficit, la inflación alta, el endeudamiento, las mega-devaluaciones y las crisis, que tanto han lastimado nuestro tejido social.
Ciertamente, la política no ha estado a la altura de esas circunstancias. Aun teniendo el triple de recursos por habitante en términos reales que hace 25 años, no consigue gestionar el Estado para brindarnos más salud, educación, seguridad, Justicia e infraestructura. Tampoco darnos un entorno económico estable para desarrollarnos con tranquilidad. La desigualdad es el doble y la pobreza es cinco veces superior a las que teníamos hace 45 años.
El desafío que tenemos es reordenar y reimaginar nuestro Estado. Y, con él, también la economía y la sociedad. Esa no es una tarea para un solo espacio político, menos aún si es minoritario. Y es peor todavía si lo que intenta es tensionar, polarizando. En un discurso reciente, en apoyo del candidato a gobernador por Virginia del Partido Demócrata, Barack Obama dijo algo que se aplica tanto a su país como al nuestro: "Si para poder ganar una campaña tenés que generar una división entre la gente, no vas a poder gobernarlos. No vas a poder unirlos, después". Es imposible gobernar desde un 30% contra otro 30%; y tratar de construir un país donde la mayor pretensión es que el que piensa distinto la pase mal es de una irresponsabilidad mayúscula.
Las penurias actuales son extremadamente agudas. La fustración y la desesperanza, también. Las encuestas revelan que la mayoría de la gente no quiere votar a ninguno de los candidatos principales. Pero ninguna de ellas puede reflejar el estado de ánimo en el que estaremos el 11 de diciembre, si lo que tendremos los argentinos por delante son cuatro años más de algo exactamente igual a lo que ya experimentamos y no funcionó, sea recién o un poco más atrás en el tiempo.
La situación es grave. No hay ya margen para reaccionar espasmódicamente a la coyuntura o quedarnos en lo táctico. Debemos mostrar a la sociedad diagnósticos reales, no demagógicos. Y proponer soluciones acompañadas de una construcción política que haga que sean efectivamente posibles. Tenemos que construir consensos y ser capaces de racionalizar los disensos, lo cual requiere de una vocación de amplitud mayor a la existente.
En los últimos años, hemos discutido hasta al hartazgo la cuestión de shock versus gradualismo. Pero el verdadero shock es el de exponer —tanto en la Argentina como en el exterior— que hay un diagnóstico mayoritario, común a muchos de nosotros. Tenemos la responsabilidad de mostrar que estamos dispuestos a compartir los costos de lo que hay que emprender si es que pretendemos sacar a la Argentina de su larga decadencia. Y también tenemos la obligación moral de preservar a aquellos sectores sociales más vulnerables que no cuentan con recursos ni tiempo para la paciencia.
No es tiempo de especular. Tampoco de discutir tan solo candidaturas o cargos. El radicalismo debe revisitar la Convención de Gualeguaychú para convertirse en el puente entre espacios que hoy parecen distantes pero que tienen la responsabilidad de construir lo que hace falta. Cambiemos, con su experiencia, debe ser parte importante de ello. Pero lo mismo vale para los radicales que no se sienten dentro de ese espacio, para Roberto Lavagna, para el socialismo de Santa Fe, para muchos gobernadores peronistas o de partidos provinciales, y también para sectores independientes y de la sociedad civil, todos conscientes de las penurias que los argentinos venimos acumulando y de lo que se requiere para dar definitivamente vuelta la página.
El autor es economista, diputado nacional por la Ciudad de Buenos Aires (Evolución).