Fijación de la banda de oscilación cambiaria. Congelamiento de tarifas de energía y transporte hasta fin de año. Sesenta productos alimenticios, peajes y telefonía prepaga con precios fijos acordados con las empresas por seis meses. Plan de pagos para las Pymes endeudadas con la AFIP. Nuevo Plan Procrear para 10.000 beneficiarios. Bastó que se anunciaran las nuevas medidas económicas para que el coro de críticos del Gobierno se sublevara. "Populismo de buenos modales", clamó el ala derecha. "Es tarde. Debieron hacer esto desde el principio", descerrajó el flanco izquierdo. Y a todos quedó claro lo esencial: el Gobierno ha fracasado y está compuesto por incapaces, no importa lo que hagan.
Curiosa es la crítica por parte de quienes chocaron la calesita, dejando el país devastado y con un tercio de sus habitantes en la pobreza después de doce años de gobernar con soja por las nubes y mayorías parlamentarias. Pero más curioso aún es que no apoyen estas medidas los peronistas racionales y republicanos que vienen proponiéndolas como el corazón de su programa económico desde hace años. En su descargo, no es la primera vez que les pasa. Son los mismos que primero pidieron tasar las ganancias financieras y después criticaban la fuga de capitales; los que exigieron incluir un 30% de ajuste por salarios en la fórmula de actualización jubilatoria y después se quejaron porque el resultado fue peor que el de la fórmula propuesta por el Gobierno; en fin, son los que les pareció razonable gobernar llevando la pobreza al 57,5% y la desocupación al 21,5% para salir de una crisis, pero ahora -con 30% y 9,1%, respectivamente- lloran indignación y posan de sensibles sociales.
Pero vayamos a lo esencial. ¿Es esta corrección una aceptación del fracaso del plan económico que siguió al gradualismo? ¿Significa el abandono definitivo de lo que se venía haciendo? ¿Entramos en una etapa populista de Cambiemos? Es fácil demostrar que no. Las tres medidas estructurales que ha tomado el Gobierno para bajar la inflación -déficit primario cero, cero emisión y fin del financiamiento al Tesoro por parte del Banco Central- siguen vigentes. No constituyen una originalidad sino que es lo que han hecho todos los países que lograron dejar atrás el flagelo de la inflación, sin excepciones. ¿Por qué no baja la inflación, entonces? No baja, o baja menos rápidamente que lo previsto y de lo habitual en otros países, por factores que hacen de la Argentina un caso único en el planeta, provocando que la inercia inflacionaria sea mucho más fuerte aquí que en cualquier otro país del mundo. Entre ellos: siete décadas de inflación media por encima del 60%, más dos hiperinflaciones, el carácter bimonetario de nuestra economía y la desconfianza absoluta de los mercados en nuestras políticas y nuestras instituciones. Desconfianza que no es causada por una conspiración internacional sino por los reiterados abusos cometidos en el pasado: bonos a cambios de los ahorros, defaults proclamados cantando el Himno, papel picado entregado a quien depositó dólares y el pagadiós más grande de la Historia de la humanidad, bautizado por sus autores -Kirchner y Lavagna- como "reestructuración voluntaria de la deuda". Un bonito repertorio desarrollado completamente por los gobiernos del partido que todos sabemos pero no se puede nombrar porque si no te dicen gorila.
Tan cierto es que resulta imposible bajar la inflación sin bajar la emisión como que los planes económicos no se aplican sobre planillas de cálculos sino sobre sociedades reales, con sus hábitos, sus creencias y sus equilibrios políticos y sociales. Las medidas tomadas se apartan, es verdad, de los valores básicos que defiende este gobierno. Pero son una pausa, una interrupción, no un cambio de ruta ni un atajo. Son paliativos circunstanciales que es necesario adoptar con dos objetivos. Primero, bajar lo más rápidamente posible la inercia inflacionaria atacando las expectativas (el argentinísimo "Está caro pero compralo igual, total después sube", el nacionalísimo "Remarquemos, por las dudas"); ese componente no estructural de la ecuación que la tipología argentina hace preponderante cuando en todos lados es secundario. Segundo, brindar alivio a los sectores de clase media y clase media baja que están pasando por un mal momento. Es un salvavidas que ayuda a mantenerse a flote mientras se cruza el río, y no un bote. Es una intervención transitoria, no un cambio de tendencia, que demuestra la falsedad de dos acusaciones que se esgrimen contra el Gobierno: la de su dogmatismo y la de su falta de sensibilidad.
La Argentina es un adicto en recuperación. Su droga es la inflación. Su proveedor, el populismo. Y sin embargo, a pesar de siete décadas de retroceso y decadencia, la mayor parte de su clase política sostiene que el populismo económico es la solución, y no el problema; y buena parte de la población, incluyendo millones de votantes de Cambiemos, les cree. Enfrentamos, además, un período internacional en el que la combinación de commodities por las nubes y tasas del dólar por el piso se ha terminado, afectando todas las economías emergentes. La inestabilidad cambiaria, que es su resultado en todo el mundo, se ve aquí incrementada por factores políticos como las próximas elecciones y la competitividad -real o imaginaria- de candidatos antisistema. Padecemos además, desde hace décadas, un tercio de la población sumergida en la pobreza y, desde hace tres años, la debilidad estructural de un gobierno obligado a sacar adelante el país contra la mayoría peronista que reina en el Senado, en Diputados, en los sindicatos y movimientos sociales, y hasta en el Vaticano y la Corte Suprema. Por eso es irracional creer que un plan antiinflacionario basado en tres supuestos económicos, por más fuertes que sean -déficit cero, emisión cero y financiamiento cero del tesoro al Central- puede dar aquí los mismos resultados y con la misma velocidad que si estuviéramos en Israel o en Suecia.
No se trata, en Argentina, de enderezar una economía desquiciada sino, más bien, de recuperar a un adicto inflacionario no siempre, no del todo, deseoso de recuperarse. De nada sirve un buen plan si un tercio de la población se queda por el camino. De nada sirve, tampoco, si en pocos meses cambia el gobierno y volvemos al plan Droga para Todos por dos años, y después… que choquen los planetas. Un plan racional contra la adicción inflacionaria que desde hace décadas sufrimos no puede prescindir de medicinas sintomáticas ni de la ocasional administración de drogas paliativas. Todo lo demás son programas excelentes para un país que no es el nuestro.
El autor es diputado nacional (Cambiemos).